Pesadilla en Alfonso Street

Salgo a caminar por Zaragoza. Como en otras ocasiones para estas fechas decido ir por el centro. Dudo si sumergirme en la calle Alfonso, los cuatrocientos setenta metros de luces navideñas que la alumbran son una pesadilla para cualquier militante del minimalismo.

Luces de Navidad colocadas en la calle Alfonso. Foto: Pablo Ibáñez

Salgo a caminar por Zaragoza. Como en otras ocasiones para estas fechas decido ir por el centro. Dudo si sumergirme en la calle Alfonso, los cuatrocientos setenta metros de luces navideñas que la alumbran son una pesadilla para cualquier militante del minimalismo. Pero la curiosidad y la lluvia que empieza a caer me desvían hacia este cosmos de lucecitas. No se ve el cielo en esta calle, un techo formado por miles de bombillas atraviesa el pasillo central. Sobre la cabeza de los viandantes habita un continente de luz impostada.

Me pongo a contar cuántas puede haber en cada hilera. Imposible. Hay algo inquietante en esta invasión fosforescente. Mientras camino, siento un crujido a mis espaldas, no hay nada ni nadie detrás. A los pocos segundos otro crujido, decido averiguar de qué se trata. Aparentemente todo está en orden. Pero no es así, una de las hileras de bombillas se ha soltado y empieza a caer por el lado izquierdo de la calle.

Como si tuviera vida propia, me golpea en la cabeza y se enrosca en el cabello, atraviesa la bufanda, rompe el anorak y se cuela por la espalda. Intento quitármela de encima, pero no lo consigo. Pido ayuda, pero nadie me escucha. En apenas unos segundos las bombillas estallan, una tras otra. Siento golpes en el brazo, en el pecho, estoy rodeada de luces que arden. Nadie parece darse cuenta de lo que está pasando.

Pequeñas llamaradas salen del anorak, cubierto ahora por cientos de bombillas navideñas. De cada bombilla sale fuego primero, pero billetes de cien y de doscientos euros después. No puedo creer lo que me está pasando. Estoy rodeada de humo, fuego y billetes. Empiezo a sentir quemaduras en el pecho, pido ayuda otra vez, alguien se acerca corriendo, puedo ver a lo lejos a dos personas y detrás de ellas a varias más. Vienen a ayudarme, pienso, voy a salir de esta, voy a salir, voy a salir de esta…

Cuando recobro el conocimiento, veo al alcalde y a la vicealcaldesa de mi ciudad recoger los billetes que salen de mi cuerpo, de las bombillas incrustadas en mi espalda, en mis piernas, en mis caderas. Los van metiendo deprisa en una bolsa. En apenas un instante la han llenado. Ahora son dos hileras de bombillas las que me atraviesan, y decenas de miles de euros emanan de mí. Les pido ayuda, pero no me escuchan, el alcalde da órdenes para que se recoja cada euro. Me mira como quien mira un adoquín.

De repente, otra hilera de bombillas y otra y otra y otra más empiezan a caer del techo, buscando otros paseantes e introduciéndose entre sus ropas para comenzar a estallar. Humo, billetes, gritos de auxilio. El alcalde, la vicealcaldesa y su comitiva piden más bolsas y comienzan a recaudar entre los humeantes cuerpos de los ciudadanos tendidos en el suelo. Estoy sin fuerzas, con la ropa destrozada. Solo un asesor de alcaldía está a mi lado, me vigila, alguien le ha dicho que puedo ser una mina.

No puedo pensar, ni respirar, quiero levantarme, pero no puedo. Entonces escucho una voz, una voz que me dice: «Venga, amiga, levántate. Es hora de que escribamos una historia sobre los fantasmas de tu ciudad». Y es él, ¡es Stephen King! Stephen, que acaba de darle un bofetón al asesor de alcaldía, me tiende la mano para que me incorpore y empieza a arrancar las luces que me atrapan. Luego hace fotos del desastre y anota en su libreta ideas para su novela. Dice que necesitará mi ayuda. Yo le invito a pasar un tiempo en mi ciudad. Él busca título para este cuento terrorífico. Yo le aporto datos: 400.000 euros para iluminar el centro de la ciudad. Pobreza infantil, despilfarro navideño. Emergencia climática y políticos terroríficos. Le sugiero que visite Vigo, que allí su alcalde ha perdido la cabeza también. Que tal vez nos encontremos ante una invasión de cuerpos…

Demasiada luz para tanta oscuridad, dice Stephen.

Vuelvo a casa. Enciendo una vela. Duermo.

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