No son molinos, amigo Sancho, son oligopolios

¿Por qué no se hizo caso a los científicos y ecologistas que avisaban de los daños producidos por los combustibles fósiles y ahora hay mucha prisa para instalar centrales renovables sin control ni lógica social alguna, arrasando zonas rurales?

Fotograma de "Alcarràs" de Carla Simón.

Para los viejos ecologistas es una satisfacción, por desgracia, que aquellos temas que denunciábamos hace tan sólo diez años y por los que nos tildaban de alarmistas y enemigos del progreso humano, ahora estén en primera línea de todas las noticias y aceptado por políticos, empresas y la sociedad en su conjunto, exceptuando los negacionistas recalcitrantes (o sus hermanos los camuflados retardistas).

Y es una satisfacción porque por primera vez en nuestra vida vemos la posibilidad de que la humanidad, a pesar de su inercia egoísta y depredadora, sea capaz de reconducir su existencia hacia la sostenibilidad económica y medioambiental (y de la supervivencia de la misma especie).

¿Puede el desarrollo sostenible ser planificado sin pensar en las generaciones futuras? Obviamente no, dice Sophie Howe, la primera comisaria para las generaciones futuras de Gales, primer país en realizar una consulta popular para establecer los objetivos y aspiraciones de Bienestar de las Generaciones Futuras, plasmado en una ley.

“Estamos lidiando con el alza del coste de la vida y con la crisis energética. Pero mientras sigamos sin tomarnos en serio el cambio climático, todas las crisis seguirán empeorando. Si no intervenimos y si no pensamos a largo plazo en cómo proteger a los más vulnerables mientras reducimos las emisiones de gases de efecto invernadero, es decir, si no pensamos en lograr una transición ecológica socialmente justa, pondremos en riesgo el bienestar de las generaciones futuras”. Así lo entiende, también, Antonio Guterres, secretario general de la ONU.

Una prueba de la preocupación social por el medioambiente es la inaudita cantidad de películas estrenadas que nos hablan de una distopía actual y no ya de ciencia ficción futurista.

'Alcarrás' (Carla Simón, 2022) nos enfrenta a la encrucijada de elegir entre agricultura y energías renovables. Una falsa dicotomía que nos exige sacrificar campos de cultivo para instalar placas solares ya que, dice la publicidad oficial (Gobierno español, autonómicos o europeo) y empresarial (oligopolio de grandes empresas energéticas), debemos acabar con los combustibles fósiles para detener la senda de calentamiento global que sufrimos, por los gases emitidos por su combustión.

Los pueblos son el soporte vital de las ciudades. ¿Es posible seguir vaciando los pueblos para llenar las ciudades y seguir reduciendo la remuneración agroganadera familiar y garantizar la alimentación en calidad y cantidad par la población urbana?

¿Por qué no se hizo caso a los científicos y ecologistas que avisaban de los daños producidos por los combustibles fósiles y ahora hay mucha prisa para instalar centrales renovables sin control ni lógica social alguna, arrasando zonas rurales?

'As Bestas' (Rodrigo Sorogoyen, 2022) nos lleva al límite. ¿Conservamos los paisajes rurales y la calidad de vida en despoblación o aceptamos unas migajas por la instalación de aerogeneradores del oligopolio energético? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a defender los paisajes o hasta dónde preferimos unos ingresos extraordinarios por sacrificar la tierra? ¿Cuánto vale la vida?

Si decidimos apostar por la vida tradicional, agricultura y ganadería familiares, ¿cómo podemos subsistir en un mundo en el que el oligopolio alimentario ha copado la distribución y especula con el precio de los alimentos hasta el punto de que cada vez remunera menos a los agroganaderos y cada vez cobra más a los consumidores? ¿Puede subsistir la agroganadería tradicional, la que crea empleo en los pueblos y produce alimentos de calidad frente a los oligopolios alimentarios y energéticos que visitan todos los días a ministros y consejeros autonómicos?

Esta presión está ahogando al sector agroganadero de modo que la mayoría de sus productores recurren a productos químicos, muchos tóxicos aunque legales (fertilizantes, pesticidas, engordantes, antibióticos, etc.) para garantizarse un mínimo de producción a costa de la calidad y de la salud pública.

Denis Ménochet y Gonzalo García en la película ‘As Bestas’
Denis Ménochet y Gonzalo García en la película ‘As Bestas’

'Goliath' (Frédéric Tellier, 2022) nos narra la historia que enfrentan muchas familias de agricultores que enferman y mueren a consecuencia de un herbicida de Monsanto. Al comienzo de la película ya nos avisan de que es una ficción basada en hechos reales pero que cualquier parecido con la realidad no es una coincidencia.

El caso se desarrolla exactamente igual que otros casos que hemos conocido en el cine, como 'Aguas oscuras' (Todd Haynes, 2019) o 'Erin Brockovich' (Steven Soderbergh, 2000).

La empresa Monsanto (o DuPont o la energética EDP) comercializa un producto pesticida-tetrazina-glifosato (Teflón-C8 o un refrigerante de equipos energéticos-cromo hexavalente), que resulta tener consecuencias nefastas para la salud de los habitantes de la zona. La empresa investiga y descubre que es a consecuencia de su producto, pero decide seguir ganando dinero y esconde los informes, publicando otros que hablan de la bondad y salubridad de su producto.

Con el tiempo y los dramas familiares de cáncer, abortos, malformaciones, etc., muchos afectados deciden ir a juicio. La empresa niega, retrasa, soborna, extorsiona y tras muchos años donde han muerto bastantes de los afectados, la empresa es condenada a indemnizar a las víctimas con cantidades millonarias. Son tres casos de éxito judicial, pero la mayoría de los casos quedan enterrados entre la maraña política y judicial para mayor beneficio de las empresas criminales.

El que este cine prolifere ahora no es casual. La población (mundial) está muy preocupada. Vivimos en un sistema socioeconómico monetarizado. El dinero es la obsesión de los ricos, de unas élites económicas que se han transmitido el gen por generaciones desde la antigüedad. Y esa obsesión nos la han ido inculcando en las últimas décadas con la publicidad más o menos subliminal.

Ya no es sólo conseguir dinero para pagar la hipoteca o los bienes de consumo, incluso la comida. Con la privatización de los servicios públicos, debemos pagar hasta la educación o la sanidad… si tenemos dinero. Más vale no enfermar gravemente porque o mueres o te arruinas (o las dos).

El capitalismo de la mano invisible, aquel que se autorregula sólo gracias a la oferta y la demanda, está colapsando debido a una de sus características esenciales: la acumulación. Mientras más dinero acumulan las empresas, más grandes se hacen y más poder tienen para fijar precios o para comprar jueces, funcionarios o gobiernos. En Rusia los llamamos oligarcas, en Europa oligopolios.

Pero la gran estocada al sistema no ha venido por el aumento de la desigualdad social que produce la acumulación de capital, ni por la pérdida de calidad de los bienes y alimentos que compramos, ni por el envenenamiento que sufrimos por el agua, tierra o aire contaminados, ni por el calentamiento global que está produciendo la quema creciente y exponencial de combustibles fósiles. El sistema está quebrando, y esto es la crónica de una muerte anunciada, por la imposibilidad de aumentar el consumo de energía.

Las energías fósiles y el uranio están en proceso de agotamiento (para ser más exactos, su tasa de retorno energético/rentabilidad está disminuyendo drásticamente). Los países se pelean por quedarse los recursos energéticos cada vez más escasos. En algunos casos, con guerra incluida; aunque esto no es nuevo, llevamos varias décadas usando esta estrategia, que aplaudíamos hasta ahora.

“Podemos vivir bien sin destrozar el planeta. La vida que nos ofrece el sistema industrial capitalista no nos hace felices. La gente quiere hacer un cambio, pero nuestros políticos (asentados en el cortoplacismo electoral) no tienen la valentía que se necesita para reimaginar una nueva vida", dice la arquitecta Carolyn Steel. Y yo añadiría, mas allá de los oligopolios. Gastar el tiempo libre para intentar ganar más dinero para conseguir más tiempo libre es una espiral autodestructiva y muy estúpida, por cierto. La gente se va dando cuenta que ha perdido el contacto con la naturaleza, con la salud, con la vecindad, con la familia, con su pasado o con la misma política.

Pero por primera vez, tal vez en toda la historia humana, somos conscientes (o sospechamos, la gran mayoría) que el futuro no es esperanzador. No sabemos por qué, pero tenemos claro que la sociedad del futuro (no muy lejano) va a cambiar mucho. Tenemos miedo. Hemos visto el temor en la cara de nuestros dirigentes. No saben a dónde ir ni cómo seguir compaginando la acumulación capitalista (los oligopolios) con el bienestar de la población. Son dos conceptos antagónicos. Siempre lo fueron pero no queríamos verlo.

El petróleo se acaba, como predijeron los ecologistas hace décadas y la única medida que han tomado nuestros gobiernos ha sido demonizar el ecologismo, matar al mensajero. Ahora aceptan que debemos hacer una transición hacia energías renovables, como proponía el ecologismo, con 30 años de retraso, eso sí. Pero se les nubla la vista… por el dinero. Quieren seguir ganando más dinero aún y por ello están llevando los aerogeneradores y placas solares a las zonas rurales, más baratas y con menor oposición social. Y con mucha prisa y descoordinación.

No quieren bajar el precio de la energía ni la producción/facturación. Pero las energías renovables no son capaces de sustituir a la energía fósil, sólo a una parte (tal vez podamos llegar al 50%). Y ello implicará electrificar el 90% de nuestra vida y reactivar la minería residual, aquella que implica explotar las vetas más pobres, las de menor densidad de mineral y, por tanto, mayor consumo de agua y de venenos necesarios para la separación del, cada vez más escaso, mineral útil, la que mayor contaminación produce, la que envenena ríos, campos, ganado y personas, la que destruye paisajes. Eso es lo que quieren denunciar las películas que hemos comentado.

Todo este proyecto es muy caro y las empresas no planean rendimiento económico, así que han ido al mayor filón, al que nunca se agota, al dinero público. En vez de mejorar los sistemas locales de producción de alimentos, de transporte electrificado, de fábricas de bienes esenciales, educativos o de salud, los gobiernos están subvencionando a las grandes empresas energéticas con la escusa de inversiones en milagrosas e imposibles nuevas energías del futuro (hidrógeno, hidrogenoductos, energía nuclear de fusión, combustibles sintéticos, etc.). Ni las hay, ni las habrá, con mucha probabilidad.

Quieren desviar la atención del verdadero problema. Si nos peleamos entre pueblos y ciudades no lo haremos entre pobres y ricos. Si aprobamos las millonarias subvenciones a los oligopolios para que nos salven del desastre que se avecina, un desastre que han traído ellas mismas, el efecto que se produce es un mayor empobrecimiento de la población. Lo que estamos viviendo ahora no se diferencia casi nada de lo que Marx hace 150 años llamó lucha de clases.

Así que, por una vez, hagamos caso a los científicos. No se dirime qué energía vamos a tener en el futuro, ellos ya lo saben, sino quién va a ganar en esta fase y quién va a pagar la transición energética. Y, si no actuamos como David, ganará Goliat. Como diría Don Quijote si viviera en la actualidad, debemos acometer, no a los molinos, sino a los gigantes, los oligopolios.

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