Hace casi siete años que habito mi casa, mi casa y por tanto mi barrio, y digo que habito porque hay una importante diferencia entre habitar y vivir.
Esta casa en la que habito está en el barrio zaragozano de la Madalena, nuestro barrio, muy cerquita del parque Bruil, ese precioso parque sometido al abandono institucional que ha visto a tantas generaciones crecer trepando a sus árboles centenarios. Mi casa también está a cinco minutos del colegio Tenerías, al que va mi hijo y del que nos sentimos tan orgullosas de pertenecer a su comunidad educativa. Una comunidad diversa y cuidadora que tantas alegrías nos ha dado y nos da. A un minuto de mi portal está la plaza Tauste. Por las noches, en verano, se llena de familias que salen a la fresca. Entre esas familias está la de Amira, su hija Jannat va a clase con el mío. Cuando a mi niño se le quedó la cama pequeña, se la di para Ziad, su hijo menor, la subimos juntas por la escalera hasta el tercero. Amira y su familia viven enfrente de nosotros, al otro lado del paso de calle entre Alto Aragón y Félix Rodríguez de la Fuente. Cuando tiendo la ropa nos saludamos y nos preguntamos cómo estamos.
Mi hijo y yo habitamos en un viejo edificio sin ascensor, en el cuarto piso. Cuando Jesús y su mujer, los vecinos del tercero, se pusieron muy malitos, el vecino de enfrente de ellos me vino a avisar. Entre los dos levantamos a la mujer de casi 90 años que se había caído al suelo, llamamos a la ambulancia y a su hija y consolamos a Jesús cuando ella no regresó a casa. En el quinto, justo encima de nosotros, el pequeño Aritz ha cumplido un año hace poco. El día del apagón les subí un hornillo y un par de frontales por si acaso, para que pudieran cocinar si no venía la luz. Cuando nos quedamos sin huevos para las tortitas de los domingos mi hijo sube a pedirles. Youssef, mi vecino senegalés, con su enorme sonrisa siempre está dispuesto a echarme una mano si tengo que poner una estantería o me ve apurada con la compra por las escaleras y cuando hace tortilla me sube un poco para que la pruebe. Puedo seguir dando nombres, y contando como habitamos en mi barrio, puedo hablaros del peluquero que te hace el favor de cortarle el flequillo al niño sin cobrarte, de la frutera y sus hijos que también van al cole y he visto nacer y echar a andar. Puedo contar un montón de historias de vecindario y comunidad, de gente humilde que vive, trabaja y trata de ser feliz con pocos lujos, pero no lo voy a contar porque me muero de pena, porque en un tiempo me tendré que marchar de la casa en que habito, porque un fondo de inversión se ha quedado con ella.
Hace un mes, viendo que me queda cerca de un año de contrato, que la cosa está, como sabemos, muy fea y que mi economía no resistirá la subida del alquiler que me darán cuando éste se cumpla, pregunté al fondo de inversión dueño de mi casa si estaba en venta. En unos días me dieron una respuesta afirmativa, "no se está ofreciendo a particulares, pero sí te la podrían vender". Semana Santa por medio y un momento vital complicado me hacen retrasar el quedar con ellos para hablar sobre la casa, total, en principio no estaba en venta y yo llevo seis años aquí de alquiler, pensé que podía permitirme el lujo de no correr. La trabajadora del fondo de inversión encargada de ventas comienza a apretarme diciéndome que hay inversores interesados y que quiere concertar una cita. Pido el día libre en el trabajo para hablar con ellos, antes de acordar una hora me dice que me prepara un precontrato, sin haber hablado ni una sola vez en persona. No quiero correr, no quiero que me aprieten, nunca me he comprado una casa, tengo un millón de dudas y miedos, no sé si me darán la financiación, quiero saber en qué condiciones se hace la venta y, sobre todo, estoy en un momento de mucho trabajo y bastante complicado a nivel personal. Quiero proponerles firmar después del verano, es la casa donde vivo y en la que llevo seis años de inquilina, no me parece una petición descabellada. Con esta propuesta llego el viernes por la mañana a su oficina. Por fin nos ponemos caras. Nos presentamos y me pide que perdone el desorden, se mudan. Yo les pregunto si siguen siendo la misma empresa que cuando yo alquilé. Sí, pero han cambiado de nombre unas tres veces. Eso sí, seguimos siendo los mismos trabajadores me dice, ajá. Y ahí empieza el baile, le cuento que quiero comprar el piso, por supuesto, que puedo hacer el contrato de arras y dar una señal, pero que me gustaría firmar después del verano, que necesito un poco de calma para mirar las hipotecas y no correr. Me dice que hay inversores interesados en comprar un lote en el que vamos nosotros dentro. Le digo que después de seis años de ser una intachable inquilina y no dar ni un problema creía que esperar unos meses, a un fondo de inversión, no le podía suponer demasiado, que para mí era importante ese margen.
— Precisamente, porque eres una buena inquilina el otro fondo de inversión quiere comprar el piso contigo dentro, porque no das problemas, si no lo fueras no habría interesados. Y me doy cuenta, de golpe, de que soy eso, un activo inmobiliario. No soy Ana, la del cuarto, la que los viernes come deprisa en el bar de enfrente, y se toma el café cuando puede donde la Conchi, al lado del centro de salud. No, soy un producto con el que especular. Sigue la conversación y dejo claro que necesito un tiempo, pero que doy ya la señal y que si no fuese posible esperar lo haría ya. Marcho pensando que todo está en orden, que podré quedarme en la casa pequeña, sin lujos, pero luminosa que habitamos. Me voy con ilusión pensando en que cambios hacer y respirando porque el fantasma de tener que pagar un alquiler de 800 euros se aleja. La única vivienda que puedo permitirme, aun con un sueldo medio como el mío, es esta que habito, pero no si me suben el alquiler. Siendo familia monomarental llegar a fin de mes se convierte en un ejercicio de malabares interesante. Poder comprar esta vivienda significa no tener que invertir cerca de la mitad del sueldo en tener un techo. Me voy contenta, tocando con los dedos esa ilusión.
Pero no. No ha sido así.
Esa misma tarde, viernes 23 de mayo, recibo un WhatsApp diciendo que a la empresa no le ha parecido bien el plazo que he pedido y vende la vivienda junto con otra en la calle De la Torre a un inversor. La han apalabrado cuando yo he salido de la oficina y adiós. Pero que no me preocupe, me queda un año de contrato y tiene más inversiones en la zona, algo me podrán ofrecer. Me quedo congelada, con el teléfono en la mano sin entender nada. Llamo y me dice que tengo que entenderlo, que la empresa necesita liquidez para otro macro proyecto y que mi casa va en el lote, que me hubiera dado más prisa. Sigo sin entender nada, le pregunto que saben ellos de mis vecinos. ¿Sabéis cómo se llaman? Le digo que en la puerta de la habitación de mi hijo están sus marcas de crecimiento, que en un año finaliza mi contrato y me subirán el alquiler a precio de mercado condenándome a la precariedad. Le digo que con una llamada diciendo que la empresa no aceptaba mis tiempos habría evitado dejarnos prácticamente en la calle. Le digo que están jugando al Monopoly con nuestras vidas, “compro Alto Aragón, calle La Torre y plaza Tauste, cuando pases por ahí paga tu peaje”. Le digo que nunca me he comprado una casa y por eso no he podido ir más deprisa. Ellos compran propiedades de cinco en cinco y te piden que se las pongas para llevar. Le digo que están descuartizando nuestro barrio repartiéndoselo entre ellos, compran lotes y no los sacan a la venta ni a alquiler para particulares, sólo inversores. La mía no estaba en venta, no aparecía en ningún sitio, si no me llego a interesar por ella la hubieran vendido sin que yo siquiera me enterara. Le digo muchas cosas mientras me trago las lágrimas, viendo como de un plumazo todo mi proyecto se ha derrumbado. Y no solo el mío. Es que nos estamos quedando sin casas y sin barrio porque nos están echando. Los barrios son peligrosos, con todas esas personas que se conocen, que ven crecer a sus hijos e hijas y envejecen saludándose por la calle. En los barrios se cuida, se tejen lazos y se protesta. Los barrios son tejido social, y nos están echando de ellos.
Me han dejado sin casa, pero es mucho más. Nos van a dejar sin nuestros vecinos y vecinas, sin nuestra calle con su iglesia ruidosa, sin el parque en el que mi hijo crece subiendo a cada árbol y que conoce como si fuera su habitación. Nos dejan sin estas paredes que son hogar, nos roban la tranquilidad de sabernos parte de una comunidad, de un lugar lleno de gestos sencillos y cotidianos cargados de significantes. Nos desplazan a las periferias y a los márgenes de las ciudades donde no nos conocemos, no estrechamos lazos, no salimos a la fresca porque no hay con quién. Desde que me dieron la noticia no he dejado de llorar, de tristeza por lo que supone a nivel personal y económico, pero sobre todo de rabia, de pura rabia. Me duele la clase, le decía a mi compañero, me duele mi clase obrera que no puede comprarse un hogar, ni siquiera alquilarlo. Me duele la gentrificación, que nos roben nuestras calles, nuestra comunidad y nuestra pertenencia. Lloro de puro odio y de impotencia.
Miro Idealista con desolación, 900 euros 50 metros cuadrados alquilar, 200.000 para arriba comprar. Miro por la ventana mientras escribo esto. Oigo los ruidos del piso de arriba, los gritos de los niños en la calle, veo a mi hijo leer en el sofá ajeno a todo y no consigo deshacerme del nudo de odio y tristeza que me atenaza desde el viernes, porque sé que en ese lote que han apalabrado, mientras yo pensaba en cómo hacer para conseguir una hipoteca al 100%, va parte de mi vida, de mi historia y de la infancia de mi hijo.
(Todos los nombres que salen en este texto son ficticios, las personas no)