El 13 de febrero de 2020, un valenciano de 69 años fallecía en el Hospital Arnau de Vilanova de Valencia. Fue la primera víctima del coronavirus en España. Desde entonces, con datos del Ministerio de Sanidad a 31 de enero de 2021, han fallecido 58.319 personas por esta enfermedad. 26.900, según la información de RTVE –extraída de los distintos territorios–, han perecido en residencias de ancianos. Más de 46 %.
En Aragón, el primer muerto fue un hombre de 87 años, que falleció el 6 de marzo en el Hospital Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza. Después llegaron otros 2.982 (más de 1.445 en centros para mayores). En la, dicen, meseta de la cuarta ola (o la tercera o la quinta) se vuelve a hablar de colapso sanitario y de residencias de mayores. Porque no, no siempre se aprende de los errores.
En estos diez meses de indómito virus se ha escrito mucho sobre las residencias y se han mostrado demasiado endebles las costuras de un sistema que se resquebraja. Pero, ¿qué ha pasado tras las puertas de esos ‘hogares’ para personas mayores? Tres personas cuentan su historia en AraInfo. No todos los relatos son tristes. No todo ha sido malo.
“Cuando no nos encierra el coronavirus, lo hace Filomena”
Antonio (nombre ficticio) tiene 87 años y entró en la Residencia Santa Ana de Utebo, junto con su mujer y su cuñado, en 2014. No fue fácil su pasado: “La mía es la generación perdida, ya que hemos conocido el fin de la República, la Guerra Civil, la posguerra y la Guerra Mundial”. Y ahora esto, le falta decir a Antonio que, a pesar de los avatares, mira al futuro con optimismo y una sonrisa que se cuela ufana por el teléfono.
Se jubiló a los 62 años después de trabajar como tornero mecánico, en la General Motors, en la Diputación Provincial de Zaragoza y en la fábrica de papel La Montañanesa, donde un escape de ácido sulfúrico le provocó una insuficiencia respiratoria.
Echa de menos poder salir: “Con esto del Covid hemos perdido derechos. Somos presos sin cometer ningún delito. No nos dejaban ir ni al jardín, que es muy amplio y está muy bien instalado. Ahora ya sí, pero hace mucho frío. Cuando no es el coronavirus, es la Filomena”, ironiza en plena borrasca.
Tampoco las visitas han compensado este déficit. Antonio tiene una hija de 52 años y un hijo de 44, al que lleva cinco sin ver (tampoco a su nieto). “Al principio a mi hija la veía desde la ventana, en mayo ya la dejaron entrar hasta el jardín y con mascarilla. Venía una vez a la semana, los sábados, no hace falta que venga más”.
No tiene ni una mala palabra hacia el personal de la residencia: “El trato, en general, es muy bueno. No critico a las trabajadoras y trabajadores, sino al Gobierno y a la dirección. Aquí falta personal, y con el Covid ha quedado más que demostrado. Ha venido gente nueva, pero sin experiencia”.
“La directora es una persona encantadora, la que más ha trabajado”
También hay buenas experiencias. Dolores (nombre ficticio) tiene a su madre en la Residencia Hermanos Buisán, gestionada por Clece en Villanueva de Gállego (Zaragoza). Es un centro, explica, en el que fueron muy previsores. En febrero, antes de que lo exigieran las autoridades, “ya cerraron (después de pedir la opinión de los familiares) y no dejaron entrar al virus”.
Recuerda que, en un principio, veía las noticias e incluso pensó en sacar a su madre, pero se alegra de no haberlo hecho. “Todos los días nos llamaba la asistente social y el médico. Te atienden muy bien y con mucho cariño, incluso en Navidad mandaron un mensaje para felicitarnos”. Lisonjea sin ambages a la directora del centro: “Es una persona encantadora, la que más ha trabajado”.
Lógicamente, echa de menos ver a su madre: “En los primeros momentos se sintió abandonada, de ir a verla casi todos los días a, de repente, no ir nada. Estuvimos sin verla de febrero a septiembre y, después, nos dejaron a través de una mampara, con mascarilla y sin poder tocarla. Ahora nos han hecho test rápidos a todos”.
Durante los meses de verano, en los que la pandemia dio una mínima tregua, tampoco tuvieron posibilidad de visitarla: “Mi madre se infectó en julio y la llevaron al centro Covid de Casetas, donde también estuvo fenomenal. Se quedó allí un mes y la veíamos desde la calle. Una vez fuimos toda la familia, incluidos nietos y bisnietos, y se emocionó".
“En un año hemos visto cómo cambiaban a la mitad de personal”
Ha sido menos agradable la experiencia de Jesús Maestro, cuya suegra (87 años) entró en la Residencia Vitalia de Zaragoza en diciembre de 2019. Su tía, de 88, lo hizo el 14 de marzo de 2020. Reconoce que en la residencia “han hecho un gran esfuerzo, pero no ha sido suficiente”.
La Orden CDS/1255/2020, de 14 de diciembre, por la que se adoptaban medidas específicas para las residencias durante la Navidad, establecía que las visitas podían ser de, como máximo, 6 personas y una hora y media de duración. En Vitalia, manifiesta Maestro, “nos dijeron que sólo podíamos estar media hora, que con el personal que tenían no había posibilidad de organizarse”.
El familiar señala que, en un año, han visto cómo cambiaban a la mitad de la plantilla. “Psicólogos, auxiliares, todos han ido rotando. Los echan y contratan a otros. Cuando el residente ya tiene confianza con un profesional, por ejemplo, el fisioterapeuta, le ponen a otro que acaba de llegar. Es política de la empresa”.
A diferencia de Dolores, Jesús Maestro sí se queja de la información recibida. “Las chicas (porque casi todas son chicas) han hecho un gran esfuerzo, pero la dirección no te contesta a los correos, te sientes impotente. Sobre el estado de mi suegra y mi tía sí informaban, pero lo que no sabíamos era lo que estaba pasando allí dentro: si había trabajadoras con Covid, si había muchos infectados. Eso te genera mucha ansiedad y te dificulta la toma de decisiones”.
Su tía volvió a casa: “Se rompió la cadera y la llevé a la residencia para hacer la rehabilitación, pero coincidió todo esto y se quedó en aislamiento. Cuando llevaba allí un mes cogió el Covid y la llevaron al Royo Villanova. Estuvo 15 días en el hospital y, al darle el alta, decidí llevármela a casa. Me la trajeron los enfermeros con todos los aparatos, envuelta en las sábanas, pesaba 42 kilos y no se podía ni poner de pie. Pensé en internarla otra vez, pero me dijeron que, aunque tuviera la PCR negativa de unas horas antes, ya no la podían admitir. Poco a poco se ha ido solucionando. Entre su hermana, los sobrinos y una ayuda a domicilio vamos tirando”.
“Dicen que se tienen que sentir como en casa, pero luego les cascan un pañal cuando no pueden ir al baño solos”
Durante todos estos meses, las videollamadas han sido una tabla de salvación. La manera de ver, aunque sea a través de una pantalla, a los seres queridos. Hacerlas se complica si, como en el caso de la Residencia Santa Ana, no tienen WiFi. “Pago datos y me conecto a través del móvil”, explica Antonio, que no sólo necesita Internet para comunicarse con sus familiares. A sus 87 años, recibe clases de Arte, Historia y Tertulia en la Escuela de Adultos de Utebo: “Me dicen que para qué sirve estudiar a los 87 años y yo les contesto que los octogenarios tenemos la obligación de dejarnos la piel con la cultura, para que los nietos cojan lo bueno y dejen lo malo. A mí no me pesa la mochila por saber más. Yo puedo hablar de cualquier cosa con todo el mundo, y vosotros no”, les dice a quienes ponen en duda la utilidad del conocimiento.
En la residencia de Villanueva de Gállego, aporta Dolores, “han hecho videollamadas cuando podían, normalmente una vez a la semana. Ahora ya no hace falta ni que se las pidamos, las realizan directamente”.
La satisfacción de Dolores contrasta, de nuevo, con el malestar de Jesús Maestro: “Las videollamadas siempre se cortaban. Yo he trabajado en Telefónica y me ofrecí para ayudarles y que tuvieran mejor conexión, pero ni me han contestado. Le puse a mi suegra un ordenador con cámara en la habitación y me lo han quitado por la Ley de Protección de Datos”. No obstante, Maestro, cuidadoso en la crítica, reconoce que, en la actualidad, además de poder visitarles dos veces a la semana también les hacen un par de videollamadas.
Más allá del caso particular, su queja es general: “Los internos necesitan ver a sus familiares. No entiendo que, durante la primera desescalada, no se hicieran PCR a las personas que íbamos de visita a las residencias. A los futbolistas, a los jardineros, hasta a los utilleros, y a los familiares de mayores en residencia, no”.
Echa también de menos un espacio en el que orquestar protestas de manera común: “No he encontrado ninguna asociación de usuarios de residencias, de hecho, estoy intentando reflotar una que hubo en su momento.
Trata de dejar el reproche y reconoce que las instalaciones están muy bien, “con habitaciones muy grandes que han permitido un aislamiento individual”. El problema, precisa, es que te dicen que el modelo es el de hacer que los mayores se sientan como en casa, “pero luego les cascan un pañal cuando no pueden ir al baño solos”.