Desde que se descubrió la potencia energética y la versatilidad de los combustibles líquidos, se ha investigado cómo fabricarlos con materia orgánica (animal o vegetal). Cada crisis del petróleo ha traído nuevos esfuerzos investigadores. Pero no fue hasta finales del siglo XX cuando se empezó a tomar en serio. Al problema de la falta de soberanía energética de los países no productores de petróleo se unió la amenaza, más que patente, de su escasez y agotamiento de los yacimientos más rentables (baratos).
Para entonces ya empezó a producirse industrialmente el biodiésel, a partir de los aceites de palma, colza, soja, maíz o girasol y de alcohol (metanol del petróleo o etanol de la uva). Y la aplicación de una generosa dosis de energía proveniente del petróleo.
Así, en los países occidentales, la mayoría de diésel lleva algún porcentaje de biodiésel, normalmente el 5% (B5), aunque puede llegar al 30% (B30) para transporte público “ecológico”, ensalzando su capacidad de lucha contra el cambio climático, ya que el CO2 que produce su combustión ya fue retirado de la atmósfera por las plantas de las que se ha fabricado.
En la Segunda Guerra Mundial, Alemania, país de alta dependencia energética, había desarrollado la tecnología y la industria para fabricar combustible sintético, necesario para mover sus tanques y aviones de guerra. Y lo hizo a partir del carbón, del que era gran productor.
El carbón, mezclado con un aceite pesado, se muele hasta convertirse en una pasta fina y se calienta con hidrógeno sometido a alta presión en presencia de un catalizador. El aceite resultante vuelve a hidrogenarse, y en una tercera hidrogenación se obtiene gasolina. Una tonelada de carbón produce unos 300 litros de gasolina. El hidrógeno necesario para la reacción se obtiene a partir del metano (gas) o del agua mediante hidrólisis, con alto consumo energético (carbón, en este caso).
Fruto de estas experiencias y en un entorno de escasez de petróleo y de agudización de los efectos de la contaminación medioambiental, han comenzado a producirse combustibles líquidos avanzados: los e-combustibles. Se trata de la hidrogenación de dióxido de carbono a gasolina, mediante catalizadores y alta temperatura (300º en los equipos más avanzados), incluso con el uso de microalgas.
El proceso es el siguiente. Primero obtenemos energía renovable para la electrolisis del agua a alta temperatura (800º). Se libera oxígeno y nos queda hidrógeno. Por otro lado aislamos CO2 con filtros, bien en un proceso de contaminación industrial o directamente de la atmósfera. Volvemos a calentar a alta presión el CO2 junto al hidrógeno y lo destilamos, obteniendo “crudo azul” líquido o, en un proceso más intenso, CnHn+2 (e-gasolina o e-diesel). Por último se refina.
Las ventajas son claras: obtener combustible con materias baratas y abundantes sin modificar la tecnología de la maquinaria actual (como sí requiere el motor eléctrico o de gas) y retirar CO2 de la atmósfera, corrigiendo los efectos del cambio climático antopogénico, si se emplean energías renovables.
Está claro que ya tenemos despejado el futuro energético de la humanidad, ¿o no? Pues parece que, a la vista de lo que está ocurriendo en Ucrania, no es así. ¿Qué falla, entonces?
Tras la II G.M., Estados Unidos consiguió llevarse a la mayoría de científicos nazis. Siguió desarrollando la tecnología de los combustibles sintéticos, pero acabó abandonando el proyecto por su menor rentabilidad respecto al petróleo. Solamente en este siglo, con el desarrollo subvencionado de la fractura hidráulica (el anglicismo fracking, le resta dramatismo), se ha vuelto a desarrollar una industria de combustibles sintéticos, ya que hacía falta enriquecer el obtenido, por su pobreza energética. Todas las empresas quebraron en cuanto bajó el precio del petróleo.
La cantidad de energía necesaria para producir un litro de combustible sintético es muy elevada, rondando o superando el 100%. Es decir, para producir un litro de combustible hace falta gastar… un litro de combustible. La energía renovable abarata algo este proceso. En esta línea se enmarca este titular de prensa del día 8 de marzo: “China logra producir gasolina a partir de hidrogenación de CO2”. Realmente, lo que ha conseguido es reducir algo el coste.
Por eso, las grandes empresas automovilísticas y energéticas han recurrido al ingrediente mágico, el que nunca falla: el dinero público. Alegando los grandes beneficios que suponen estos combustibles para el medioambiente (y el empleo, el otro mantra), son los estados los deben ayudar en el desarrollo de estas tecnologías y en hacerlas rentables para las empresas.
Sus intenciones quedan muy claras en la constitución de la eFuel Alliance, un clúster de grandes empresas energéticas y automovilísticas. Su principal objetivo es el desarrollo de los combustibles sintéticos verdes para transporte marítimo, aéreo o por carretera con financiación pública.
Pero debemos saber que los combustibles sintéticos no son combustibles en sí mismos, sino vectores energéticos, es decir, almacenan una energía que hemos obtenido en otro sitio como pueden ser las renovables. Pero muchas veces con petróleo o gas. Es un hermano del hidrógeno, pero más contaminante.
Y, por el camino, indefectiblemente, se ha disipado parte de la energía. Como hemos visto, producir combustibles sintéticos requiere un enorme gasto energético para calentar y presurizar los procesos. Además, en su etapa final, cuando un combustible sintético llega a la gasolinera, ha perdido el 50% de eficiencia y los motores de combustión tienen una eficacia del 30%. Es decir, la eficacia final ronda el... 16%. Mientras que si la energía renovable se lleva a electrolineras se pierde sólo un 10% de la energía. Y, además, los motores eléctricos tienen una eficiencia energética del 80%, por lo que la eficiencia total del proceso es del 72% en este caso.
Está claro que interesa mucho más invertir en electrificar que en conservar los motores actuales con combustibles sintéticos. El International Council of Clean Transportation (ICCT), explicaba a mediados de 2020, que los carburantes sintéticos no eran la solución más efectiva para reducir las emisiones de CO2, siendo claramente más efectivo el camino de apostar por los coches eléctricos.
Esto, en un mundo de energías renovables inagotables, soluciona el problema. ¿Ah, que no? Las energías renovables pueden considerarse inagotables, pero nuestra capacidad de aprovecharlas no. No podemos vencer a la escasez de materias primas ni a las leyes de la física. Los científicos estiman que podremos producir tanta energía renovable como el doble de la energía eléctrica actual, pero la mitad de la energía total consumida. Esto implica que, en un no muy lejano mundo sin combustibles fósiles, la energía más importante será la que se ahorre. Es decir, no habrá excedentes eléctricos para producir combustibles sintéticos baratos.
Ni siquiera se puede hablar de combustibles ecológicos, simplemente son neutros, no empeoran pero tampoco mejoran la situación de calentamiento global (y esto tampoco es cierto con los combustibles sintéticos de provienen de carbón, gas o petróleo). De hecho, muchos científicos prefieren emplear la palabra agrocombustible, antes que biocombustible, ya que de bio tiene muy poco.
La tala masiva de bosques para plantar palma aceitera, está destruyendo el único elemento efectivo contra el cambio climático y desplazando y asesinando a sus moradores; y el cambio de cultivos alimenticios hacia los energéticos, más rentables en los países ricos, está encareciendo los alimentos y alimentando la pobreza y desnutrición en muchos países. Tanto es así que Alemania ha puesto fin al uso de aceite de palma para producir biocombustibles, priorizando los materiales de desecho.
Además, las grandes instalaciones necesarias no son capaces de producir cantidades de combustible significativas para el consumo actual. No se prevé que puedan superar el 10%.
Entonces, realmente, nos estamos jugando otra cosa: el diseño del futuro sistema energético mundial y quién controlará una producción y distribución energética que ya no podrá ser tan concentrada como con los combustibles fósiles, especialmente el petróleo.
Es un intento desesperado por mantener nuestro sistema de vida hiperconsumista de materias y energía, dominado por una oligarquía energético-empresarial-bancaria, obviando el caos medioambiental y la desigualdad social e, incluso, la cada vez más probable extinción de la propia humanidad. Porque si algo es evidente, es que el hombre no puede hacer en un día lo que a la naturaleza le ha costado decenas de millones de años.