Esta semana nos hemos despertado con la noticia de que Endesa tiene proyectado en Andorra, la localidad más afectada por el reciente cierre de la central térmica, un proyecto de generación de hidrógeno verde de 60 MW, asociado a 335 MW de potencia eólica y fotovoltaica, que contará con una inversión de 294 millones de euros por parte de la empresa sin que haya trascendido cuántos de esos millones provendrán del Fondo Europeo de Recuperación. El proyecto, aplaudido por los voceros habituales en la política y la prensa de estas multinacionales creará poco más de 60 empleos, a razón de un empleado por MW producido. 520 empleos menos de los que se destruyeron con el cierre de la central térmica. Pero tenemos que aplaudirles.
“Endesa quiere poner de manifiesto su clara apuesta por el hidrógeno verde como clave en el proceso de transición energética y la descarbonización de la economía. Se trata de objetivos en los que venimos trabajando desde hace años y que han marcado nuestra estrategia de progresiva sustitución de generación térmica por generación renovable. Los 23 proyectos de hidrógeno verde que ahora presentamos, están asociados a una capacidad de potencia de casi 2.000 MW renovables”, destaca el director general de Generación de Endesa, Rafael González, en una nota de prensa de la empresa. Esta potencia representa más de la mitad de los 3.900 MW que la compañía ha anunciado que pondrá en marcha en el Estado español entre 2021 y 2023, según la actualización de su plan estratégico anunciada a final de noviembre pasado.
El conjunto de proyectos presentados por Endesa está basado en el uso de las energías renovables para alimentar unos electrolizadores que serán los que a la postre distribuyan el hidrógeno para diversos sectores entre los que se barajan esencialmente procesos industriales, pero sobre todo para salvar la automoción y el transporte ante un cada vez más cercano desabastecimiento de combustibles fósiles, y también, porque no decirlo, de tierras raras que sirvan para las baterías del coche eléctrico.
La Agencia Internacional de la Energía asegura que, si bien los electrolizadores son una tecnología bien conocida y de uso prolongado en una variedad de sectores industriales, el mercado de más rápido crecimiento es el de usos que sirven a objetivos energéticos y climáticos: combustible de vehículos; inyección de hidrógeno en la red de gas; utilizar hidrógeno como insumo más limpio para procesos industriales; almacenamiento de electricidad; y fabricación de combustibles sintéticos.
Si restamos de esta lista de usos la fabricación de combustibles sintéticos, de los que ya hemos anticipado su pico hace años, y la sustitución del gas natural, lo que nos queda supone una patada hacia adelante a la economía tal y como la conocemos, sin ningún tipo de reflexión ecológica. Pese a los enormes esfuerzos de las multinacionales de la energía en maquillar que estos electrolizadores se utilizaran solo con los excedentes de las energías renovables.
Ya hemos llegado aquí y todavía no nos hemos asomado a los verdaderos costos de este tipo de energía. El hidrógeno verde suena bien, pero como primera medida deberá hacer frente a su falta de competitividad económica. Su precio, que actualmente supera los 7 dólares por kilogramo, según datos de la Agencia Internacional de la Energía, tendría que acercarse a 1,5 dólares el kilogramo para empezar a competir con los combustibles fósiles. Como se trata de evitar las emisiones se lo aceptamos, pero habrá que reducir el consumo de energía, ¿no?
Pues no lo esperen. El hidrógeno verde está comenzando a mostrarse como la pócima mágica para la clase política europea, que baila al son de las multinacionales de la energía y de otras como Airbus que ya ha presentado un avión a hidrógeno o Hyundai que hacía lo mismo recientemente con un camión con capacidad para 36 toneladas. Pongan la tele y verán como no hay discurso político verde que no incluya la palabra hidrógeno un par de veces. Se les iluminan los ojos pensando en sustituir el los combustibles fósiles por hidrógeno.
Desde ese pensamiento mágico del capitalismo, en el que el crecimiento no puede parar, todo parece prodigioso tras esta pátina verde del hidrógeno. Sin embargo, no suele ser verde lo que reluce y el hidrógeno tiene varios problemas. Como hemos visto hace unos párrafos, por el momento es caro, pero es que además, y como bien explicó Antonio Turiel en su blog, el hidrógeno tiene unas características físicas… digamos complejas. Es un gas que necesitamos almacenar a presión o licuar, con el consiguiente gasto energético y material; su molécula es de las más pequeñas de la naturaleza y, almacenado en las mejores condiciones, tendría pérdidas de en torno a un 3%; es corrosivo por lo que las tuberías de acero que lo transporten y los contenedores que lo almacenen deben estar revestidos de algún polímero, lo que desdeñaría la teoría de reutilizar muchos gaseoductos con hidrógeno; y por último, su eficiencia en vehículos es muy baja, tres veces por debajo de la que puede tener un vehículo eléctrico.
Todo esto en cuanto a las características del gas. Si hablamos del proceso de generación los datos varían, pero tampoco son muy positivos. Para Ecologistas en Acción “los dilemas de la transición ecológica se visibilizan como nunca en el hidrógeno verde, que no es ni de lejos el proceso más eficiente. Su fabricación y almacenamiento tiene importantes pérdidas, que podrían reducir la eficiencia del proceso al 20% en muchas de sus aplicaciones”. En ese sentido Antonio Turiel aseguraba que los sistemas de electrólisis más eficientes “tienen pérdidas de ‘solo’ el 30% de la energía eléctrica usada en el proceso, aunque lo normal es que suban hasta el 50%, en tanto que en el proceso de reforma de hidrocarburos, ya sean fósiles o de origen vegetal, las pérdidas de energía son similares”.
Teniendo en cuenta que las energías que se usen para la generación del hidrógeno verde sean limpias –desdeñando la huella de carbono de su creación e implantación, intentar mantener el mismo ritmo de malgasto capitalista actual multiplicaría la cantidad necesaria de plantas de energías renovables, por lo que la apuesta de coger el viento, transformarlo en energía que alimente un electrolizador que con unas pérdidas energéticas considerables lo convierta en hidrógeno, para terminar metiéndolo en bombonas, pues que sabré yo, pero no parece viable, al menos ante un volumen de consumo de combustibles como el actual. Llámenme loco. En un reciente análisis realizado por Pedro Prieto el balance de una planta fotovoltaica destinada a la creación de hidrógeno verde que partiría de un crédito energético de 35.000 KWh, con un cálculo de vida de 25 años, podría llegar a generar, dependiendo de las pérdidas en los procesos de electrolisis, almacenamiento o transporte y su uso final, entre 0 y 11.600 KWh, en ese mismo periodo de tiempo. Sin embargo, nuestros gobiernos del norte, algunos menos soleados y azotados por el viento que nuestro Aragón, ya tienen solución a este problema de eficiencia: seguir esquilmando a los países del sur.
Alemania ya ha movido ficha en este sentido y planea construir la mayor presa del mundo en el río Inga, en la República Democrática del Congo, que generaría 44 GW, que serían destinados a la producción de hidrógeno, para trasladarlo, en el menor plazo de tiempo posible, por tren hasta Europa con el fin de alimentar al primer mundo y sus problemas de primer mundo.
Parece pues que la apuesta política y económica por el hidrógeno verde es tan reveladora como inquietante ¿Cuál es la situación actual de emergencia energética para que todos a una se decanten tan efusivamente por un producto caro y complejo de transportar? El escenario se antoja desesperado y el hidrógeno verde no solo no es la solución si no que supone la primera apuesta –futuramente fallida, y eso lo veremos en próximos episodios- por mantener un sistema económico a todas luces inviable. Un sistema que ante una emergencia energética como la que se avecina mantiene la mayor parte de su producción a miles de kilómetros. Un sistema que usa y exprime a las personas y ecosistemas hasta el agotamiento máximo, especialmente a las comunidades más pequeñas, ya sea en lo demográfico o en lo económico. Un sistema que cambia para no cambiar nada y que ahora apuesta por este hidrógeno, que ni es verde, ni es local.