Entramos mi madre y yo en una cafetería clásica de las de café, churros y chocolate. Diviso al fondo, sentado en una mesa, a un señor muy pinturero, de complexión fuerte, con su camisa y su pelo canoso. Elegante. Atractivo. Según nos acercamos confirmo mi primera impresión: es un señor elegante. Hablo de un señor mayor. Mayor de verdad, de unos setenta para arriba.
Justo cuando pasamos para sentarnos en una mesa cercana, pide un café americano. Su acento me ha sonado argentino, sin estar muy segura. Bueno, para ser más precisa, me ha sonado porteño, de Buenos Aires. Más puntos a su favor. He de aclarar que a quien esto escribe todo lo que suene porteño o venga de Brooklin, sí, así de dispar, es tildado de positivo sin que esto tenga una explicación demasiado convincente ni tampoco inteligente.
Este señor canoso, elegante y tal vez porteño está además leyendo un libro. Un señor libro. Voluminoso, de letra pequeña. No acierto a ver el título o algo que me permita saber al menos el autor (no creo que sea una autora, la verdad) pero sin duda parece un texto de envergadura. Un ensayo o un relato importante. No cualquier librito de autoayuda o lectura vergonzante. Esto también me agrada. Parece un hombre culto, además de elegante. Ya sé que me repito con lo de elegante pero es vital en mi construcción.
Según hemos pasado por la mesa del señor elegante le he dado un toquecito a mi madre en la pierna para que se fijase en el espécimen. Ahora que estamos sentadas en una mesa cercana le comento bajito si ha visto al hombre del libro. Mi madre me aclara que sí, que ya ha coincidido en más ocasiones con él. Abro lo ojos sorprendida e insisto:
-Pero entonces le has visto más veces en esta cafetería. ¿Y sólo? ¿Cómo ahora?
-Sí, solo.
-¿Te has fijado que parece estar leyendo un buen libro? Sigo dando la tabarra. Pues podrías decirle algo, entablar alguna conversación ¿no? Parece interesante. Está muy bien, mamá.
-Ya, hija, ya, pero sinceramente, no tengo ganas. Ninguna gana. No quiero que me explique el libro.
Nos miramos. Nos sonreímos cómplices. Y levantamos la mano para pedir un par de chocolates con churros.