Las instituciones que mató el coronavirus

Como siempre, habrá muchas presiones para que ambas crisis las paguemos los mismos de siempre. Por eso conviene empezar a replantear las instituciones inútiles o parásitas. O las cambiamos para que sirvan, de verdad, al interés común o nos deshacemos de ellas.

Coronavirus
Bandera de la Unión Europea en el edificio del Reichstag, sede del Parlamento alemán. Foto: Christian Lue (Unsplash).

Además del impacto emocional que ha supuesto la rápida y agresiva extensión de la pandemia del coronavirus COVID, el confinamiento como principal medida para intentar evitar ese avance, nos ha obligado a parar, pensar y replantearnos una parte de nuestra vida. No sé si esos nuevos propósitos serán como los de ir al gimnasio el día 1 de enero, que nunca acaban de materializarse. Pero ese tiempo nos mantiene continuamente pensando, precisamente, en este hecho histórico que, como el paso de un asteroide amenazando La Tierra, sólo veremos una vez en nuestra vida (espero).

Y hay mucho que escribir, porque si algo ha hecho el coronavirus, es romper en mil pedazos el discurso individualista y economicista imperante en el planeta. Ni siquiera el dinero puede salvarnos de esta hecatombe, sólo la organización y la colaboración.

Por este motivo, muchas instituciones nacionales e internacionales han amanecido, en un sólo día, totalmente inservibles. Y, lo que es peor, eran el referente que el sistema utilizaba para tranquilizarnos en la creencia de que, gracias a ellas, estábamos seguros y a salvo de cualquier mal... y sin hacer nada, bastaba con vivir la vida loca. De ahí el miedo que nos atenaza, ¿qué hacemos ahora?

Las grandes instituciones mundiales capitaneadas por Estados Unidos, como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial, quedan totalmente desacreditados. No sólo nunca han salvado, en su dilatada trayectoria, a ningún país de la ineficiencia de sus dirigentes, sino todo lo contrario, ya que las medidas austericidas inherentes a sus “préstamos de rescate” han puesto las alfombras rojas a esta u otra hecatombe que se produzca, precisamente, porque ha ido hurtando a los países la posibilidad de reacciones centralizadas, a base de ir dejando su economía y control político en manos de grandes empresas transnacionales. Para esto servían las “imprescindibles privatizaciones”.

Esas transnacionales aman al dinero por encima de todo, incluso las personas. Por eso producen donde es más barato, aunque sea usando métodos abyectos como la esclavitud infantil. Desindustrializan los países occidentales (caros), destruyendo su capacidad productiva (aumentando a cambio la capacidad de consumo para mantener la sensación de bienestar) y su soberanía económica. Ningún país occidental es capaz de autoabastecerse de material sanitario suficiente para enfrentarse a la pandemia.

Por el mismo motivo, una Unión Europea que nació para aunar esfuerzos de los países europeos en la misma dirección, no sólo no ha conseguido este objetivo, sino que nunca ha buscado otro que no fuera el beneficio de las grandes empresas alemanas, francesas e inglesas (actualmente sólo alemanas). Por eso, ante un problema de índole humana, no ha podido plantear más que soluciones financieras totalmente inútiles. Los países europeos se sienten solos, como Italia, donde un 88% de su población considera que la UE no les ayuda en la crisis y casi un 67% que es una desventaja formar parte de ella.

La UE sólo ve consumidores y trabajadores competitivos (precarizados), no un colectivo, una sociedad a la que procurar bienestar. En palabras de Alberto Bradani: “La tecnoestructura europea consiste en un grupo de funcionarios con remuneración de cuentos de hadas, al servicio de multinacionales, que alimentan a otro puñado de funcionarios (la no electa Comisión Europea) que preparan leyes que después de un pequeño paso por el Parlamento Europeo (que no tiene poder de iniciativa legislativa) son finalmente aprobadas por el Consejo (los 27 gobiernos pueden decidir por mayoría, de facto, sólo si los alemanes están de acuerdo)”.

El Banco Central Europeo ha sido, desde su nacimiento, un instrumento de la banca privada para financiarse a muy bajo coste con dinero público, nunca un financiador primario de los propios estados socios (que deben acudir a los inversionistas o a los bancos privados a los que financia el BCE). Ante la crisis del coronavirus ha reincidido en ayudar primero a la banca privada y grandes empresas.

Los Tratados de Libre Comercio (CETA, TTIP, JEFTA...) son la expresión máxima del triunfo del economicismo sobre la humanidad. Acuerdos pensados para que las empresas (sólo las grandes, no se hagan ilusiones) tengan herramientas para forzar a los gobiernos a actuar en su interés (de las empresas). El individualismo exacerbado, la ley del más fuerte y la ruina de pequeñas empresas, autónomos y estados. El individualismo nos expone individual y colectivamente ante crisis, más cuanto más graves.

La OTAN hace mucho tiempo que no tiene motivo de ser. No sólo no ha evitado o parado guerras, sino que ha sido el brazo ejecutor de las grandes corporaciones occidentales para apropiarse, a través de la guerra, de los recursos naturales de muchos países, como Libia. Antonio Guterres, secretario general de la ONU, ha gritado en el desierto: “La agresividad del virus ilustra la locura de la guerra. Por eso, hoy pido un alto al fuego mundial inmediato en todos los rincones del mundo. Es hora de ‘poner en encierro’ los conflictos armados, suspenderlos y centrarnos juntos en la verdadera lucha de nuestras vidas”. Y lo pide como un deseo a los países, no se lo pide a la OTAN. Los países que se gastan el dinero en armas, no podrán hacerlo en sanidad.

La ONU, no carente de intereses políticos y sometida al veto de 5 países, ha hecho esfuerzos tímidos por reducir las desigualdades económicas y evitar guerras, con escasa fortuna. Sin embargo, esta institución se antoja más necesaria actualmente. Es necesario algún tipo de organización mundial que coordine esfuerzos.

En España, ni que decir tiene que controladores de los bancos como El Banco de España, de los mercados secundarios como la CNMV o el mismo Senado no han realizado nunca su papel de defender los intereses nacionales, sino chiringuitos de amigos hiperremunerados defendiendo intereses de grupos de presión económicos. La Casa Real no está en mejor situación, ya que nunca ha servido de contrapeso a las ansias recortadoras de los gobiernos españoles y siempre se ha situado del lado de las grandes corporaciones, muchas de ellas bajo sospecha del origen del dinero que el rey Juan Carlos posee en múltiples paraísos fiscales. Un actuar poco patriótico, del que el rey Felipe VI era (o es) conocedor y beneficiario pasivo, al menos.

En palabras del profesor Viçenc Navarro “estamos siendo testigos del fin del neoliberalismo”. La incertidumbre es máxima, pero está claro que hay que cambiar la orientación de una economía globalizada en la dirección de priorizar la seguridad y el bienestar humano y medioambiantal. Y cuanto antes mejor, ya que, tras la crisis sanitaria del coronavirus viene la económica, que ya venía aquejada de síntomas graves de hipoxia por la imposibilidad de seguir creciendo especulativamente (en base al crédito improductivo y al comercio transoceánico especulativo). Sólo la defensa del bien común antes que el interés privado nos permitirá hacer frente a esta pandemia y a otras futuras.

Como siempre, habrá muchas presiones para que ambas crisis las paguemos los mismos de siempre. Por eso conviene empezar a replantear las instituciones inútiles o parásitas. O las cambiamos para que sirvan, de verdad, al interés común o nos deshacemos de ellas. Debemos eliminar las ineficiencias y derroches individualistas y apostar por las decisiones estratégicas centralizadas (sociales, económicas, medioambientales, …) basadas en un acuerdo social mayoritario y, para ello, hará falta matar a muchas instituciones existentes.

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