Ciencia, tecnología y política en tiempos de coronavirus

El “vamos a morir todos” frente al “no está pasando nada”. A bien mirar, ambas posturas son profundamente apolíticas. Frente a la complejidad, no hay diferencia entre pueblacho e intelectual crítico, ambos recurren de una manera u otra al comodín de la conspiranoia.

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Foto: leo2014 (Pixabay)

La difusión de una epidemia es un hecho a la vez biológico, social y tecnológico. La biología del virus define su infectividad intrínseca y su capacidad de causar daño. La estructura, el contexto y el comportamiento social definen el tempo y el alcance de la difusión. La ciencia y la tecnología proporcionan instrumentos para defendernos, fármacos y vacunas, a la vez que nos permiten vislumbrar escenarios futuros y el impacto de las medidas tomadas a través de simulaciones por ordenador basadas en datos.

No es que el homo con mascarilla sea el retorno capitalista a las cavernas. Es que nunca fuimos modernos, nunca dejamos de mezclar hechos y objetos distintos, es más, cada vez los mezclamos más, generando redes de interacciones cada vez más complejas. No es que no seamos cosmopolitas, es que somos a la vez el que come “bichos raros” en un mercadillo de provincia y el que vuela de Pekín a Francoforte en unas horas. No es que no seamos cyborgs, es que el cuerpo cyborg también es vulnerable.

Frente a esto, lo primero que pone al descubierto la cosa coronavirus es la incapacidad de nuestros sistemas tardo-democráticos para deliberar colectivamente acerca de un hecho complejo. Mejor aún, se hace directamente patente la incapacidad de reconocer la complejidad: de un lado y otro del miedo reina la simplificación.  “Vamos a morir todos” gritan unos paralizados delante de sus pantallas donde pululan curvas de crecimiento exponencial como jeroglíficos. “Es una simple gripe, no hay nada que temer” contestan otros con una risa cínica de superioridad. Hasta un autor acostumbrado a complejificar como es Wu Ming, en su escrito sobre el tema, no lograba escaparse de la antinomia entre invertir en controlar la epidemia o en aumentar el número de camas en los hospitales públicos.  Las medidas de contención - muy acertadas sobre el papel, pero contradictorias y caóticas a la práctica - se reducen para Wu Ming a “pura función apotropaica”, creencia mágica vamos, exactamente como las mascarillas quirúrgicas. Frente a la complejidad, no hay diferencia entre pueblacho e intelectual crítico, ambos recurren de una manera u otra al comodín de la conspiranoia. Si nos reímos del Rajoy de “esto no es como la lluvia que cae del cielo sin que sepamos exactamente por qué” mientras nos tomamos en serio Wu Ming, solo es porque la meteorología está mucho más socializada que la epidemiología. Está entre nosotros desde hace mucho más tiempo.

Es así que el batiburrillo mediático se polariza entre catastrofistas y negacionistas. El “vamos a morir todos” frente al “no está pasando nada”. A bien mirar, ambas posturas son profundamente apolíticas. Según ambas, no hay nada que hacer, ya sea porque no tenemos ninguna capacidad de control  - vamos a morir todos - o porque literalmente no hay nada que hacer - solo es una gripe -. No es casualidad que otro tema en el que se hace patente esta polarización es el cambio climático, fenómeno complejo por antonomasia.

En ausencia de política, se les pide a los científicos que sustituyan al estado. En las televisiones y en las redes sociales se pone en escena el debate en directo entre científicos y así descubrimos que los científicos no tienen más verdades que el público, se reproducen las dos posturas, en la ciencia también hay ideología. Acostumbrados a consumir ciencia precocinada, el debate de la práctica científica real nos confunde. Fin de la magia.  Necesitaríamos de un nuevo protocolo de relación entre científicos y sociedad. Necesitaríamos de instituciones que medien entre los dos lenguajes, entre la sociedad simulada y la nuda vida. Algo que en el ‘paraíso moderno’ hacían los partidos, los sindicados y los medios de comunicación de masa. Eso, o el tecno-capitalismo de estado Chino, modelo actual de eficiencia en la contención de la epidemia… y de apolítica.

Y he aquí el segundo elemento que aflora con ‘la cosa coronavirus’. Hemos interiorizado la mirada neoliberal y por eso medimos el riesgo solo en términos de riesgo personal. ¿Me voy a morir? En este sentido, abundan las discusiones sobre la mortalidad de la enfermedad por coronavirus. Desde una mirada sistémica, las preguntas a las que hay que dar respuestas serían: “¿cuántas personas van a necesitar ser hospitalizadas - y en qué condiciones - en el caso de darse una difusión del virus? ¿Cuántas puede tratar nuestro machacado sistema de salud?” Pero esta pregunta no tiene una respuesta unívoca porque depende de múltiples factores. El laboratorio Italia ahí está para mostrarnos que un decreto para la contención de la difusión tanto te genera revueltas en las cárceles como el desplome de la borsa. La complejidad nos condena a mantener juntos hechos y valores en el mismo plano. La toma de decisiones sobre las medidas de contención no se puede separar de la valoración de qué y cuántas vidas estamos dispuestos como comunidad a poner en riesgo, así como el precio económico y de libertad social que estamos  dispuestos a pagar, y en cómo repartirlo. Estamos condenados a hacer política - y una política de los cuidados - en un laboratorio al aire libre.

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