He dejado pasar dos meses para preguntarme a mí mismo, y de paso a la ciudadanía, si hemos notado algo. Difícil, porque en la mayor parte de las ciudades directamente se puede decir que no se ha hecho nada más allá de lo simbólico. El ejemplo zaragozano es paradigma de ello, aunque entraré luego en él.
En algunas, como Xixón, el plan ha terminado tumbado por los juzgados por su endeble sostén legal entre aplausos de una ciudadanía que debe sentirse muy feliz de vivir en una de las áreas con peor calidad del aire de la península.
En ciudades como Barcelona se avanza con tímidos pasos con la conocida como tasa Amazon para compensar las afecciones ambientales y al tráfico del llamado reparto de última milla.
Otras ciudades, como Pontevedra, llevan, por contra, mucho camino hecho y tienen prácticamente, todo el centro peatonalizado. Por supuesto ha sido un plan de años, no una medida de hace dos meses.
En otras ni en el maquillaje se han molestado y en la más saturada de tráfico, como es Madrid, intentan resolver el problema a base de intentar esquivar fuertes sanciones europeas e intentar esconder el problema a falta de verdadera intención de resolverlo.
La idea de establecer zonas de bajas emisiones a priori no es mala, aún quedándose corta. De hecho tender hacia la peatonalización blanda, afianzar un transporte público eficiente a los extrarradios y establecer una red radial de vías ciclistas sería el mejor escenario posible.
Este sería un primer paso hacia el modelo de ciudad de los 15 minutos. En que los servicios fueran cercanos y accesibles a toda la ciudadanía y no existieran islas de población urbanizadas pero sin servicios. Una idea bastante buena a la que le han salido detractores y conspiranoicos.
La realidad, resumiendo, se ha quedado muy pobre.
Por lo pronto, pese a que se sabía de la obligación europea de implementar estas zonas desde hace años, a todos los ayuntamientos parece que les ha pillado como de nuevas. La excusa está servida: los planes que incomoden a los conductores son muy impopulares y queda nada para las elecciones.
No hay unos planes serios, ni una verdadera intención de reducir drásticamente las emisiones y lo demuestra la ejecución propuesta de la obligada legislación.
Para empezar están las excepciones a la norma, como en Zaragoza, que implican ya que la reducción real del tráfico es mínima. La zona de bajas emisiones ya lo era, pues se trata de una zona ceñida a una parte mínima del Casco Histórico, buena parte de la cual ya es peatonal, y sin incidencia en la mayor parte de la ciudad consolidada.
Se puede entender que se deje transitar a residentes, pero tampoco existe ninguna barrera que limite el tránsito y se sigue autorizando todo tipo de reparto de mercancías, sea como sea el vehículo. Generalmente flota diésel y que incluye vehículos comerciales como camionetas, independientemente de su antigüedad o etiqueta.
Tampoco se ha articulado ningún mecanismo de sanción. Es más, la Policía Local tienen orden de no multar. Esto es común a casi todas las ciudades de más de 50.000 habitantes, las afectadas por la norma. Por otro lado apostar por la sanción es absurdo si no hay verdadera conciencia.
De las otras capitales de Aragón ya ni hablo. Barra libre y coches hasta en el último rincón de la ciudad. En el caso turolense más acuciante aún por ser capital de servicios referencia para casi toda la provincia.
Como mucho se ha optado por una tímida política de incentivos al transporte público y de aparcamientos disuasorios que muy poca gente utiliza. Y es por ello que, emisiones aparte, seguimos teniendo una serie de problemas irresolubles que se basan en principios tan simples como que ya no caben más vehículos en nuestras calles.
Hay que explicarlo muy a menudo pero es muy sencillo. Con la extensión progresiva de las ciudades a base de urbanizaciones cada vez más alejadas de la zona consolidada, la saturación de los centros urbanos no hace sino crecer, pues la dependencia del vehículo privado es cada vez mayor. El hecho de que haya muchas superficies comerciales en la periferia no quita para que la idea de centralidad del núcleo urbano, que lleva inserta 2000 años en el imaginario europeo, se haya desterrado.
La estructura de las ciudades, por otro lado, sí que ha cambiado en el Estado.
Los unifamiliares, por ejemplo, eran poco menos que una rareza hace 40 años. Ahora mismo millones de personas habitan en este tipo de vivienda en el extrarradio urbano. Un extrarradio cada vez más lejano, además.
A ello se suma una flota cada vez más envejecida, con unas inspecciones técnicas muy laxas en el asunto de las emisiones contaminantes pero, eso sí, con unas bonitas etiquetas de colorines sin mayores consecuencias.
Sobre los vehículos en sí cuentas cantan. En teoría lo ideal sería una flota eléctrica ¿Ideal?
Las ventas de vehículos eléctricos son más bien discretas. El más vendido, para hacerse una idea, es el Dacia Spring, un coche claramente urbanita con unas prestaciones muy discretas.
Los automóviles eléctricos suponen una ridícula cuota entre el 4-6% mensual de ventas. Otra cosa son los híbridos, vehículos normalmente mucho más pesados y contaminantes, que no llegan ni a parche.
Que el vehículo eléctrico no termine de despegar es comprensible. Su coste sigue siendo inasumible para buena parte de la población y el tema de las baterías, dependientes de la minería y de difícil o imposible reciclado, sigue siendo un problema que compromete su viabilidad en unas décadas. Se está experimentando con baterías de sodio, mucho menos agresivas para el medio, pero aún está en fase experimental.
De hecho en movilidad eléctrica el modelo más exitoso está resultando el de los vehículos más ligeros, especialmente los patinetes, que tienen un impacto mucho menor a todos los niveles.
Frente a todas estas realidades lo electoral pesa, volviendo al principio, y las instituciones no quieren mojarse más de lo necesario. Respirar el humo de los diésel o padecer un centro de la ciudad tomado por los coches no es tan malo si te asegura unos cuantos votos.
Todas las posibles soluciones entran en vía muerta si nos planteamos los escenarios a futuro. Pero las voces que plantean esa contradicción, incluso dentro de los sectores ecologistas, son total o parcialmente ignoradas.
Esto en la ciudad, porque si ya hablamos de alargar la distancia (no olvidemos los miles de personas que viven en pueblos de las conurbaciones) muchos servicios de transporte parecen diseñados contra sus eventuales usuarios. No digamos ya en la realidad aragonesa.
El ejemplo lo tiene muy a mano cualquiera que quiera viajar por Aragón. Todas queremos irnos de fin de semana al campo, pero no queremos coger el canfranero o trayectos interminables en bus a los pueblos. A muchos directamente ni llega el transporte público, pero es que llegar a algunas urbanizaciones del entorno de Zaragoza o Huesca en bus es una odisea. En este sentido los incentivos a las conexiones periurbanas se siguen quedando cortos, aún con el esfuerzo de organizaciones como el consorcio de transporte de Zaragoza. El área metropolitana se extiende más rápida que el transporte público a la misma. En Huesca, cuya población también se ha ido expandiendo hacia muchos pueblos cercanos, el problema es similar y se da por institucionalizado el uso del coche, como sucede en otros núcleos importantes de población, ante un servicio de transporte público que se ha quedado muy corto. De hecho en ciudades como Calatayud la única forma de acceder a algunas de sus pedanías ahora mismo es el taxi.
Es hora de tomar ideas y de ir asumiendo que el coche privado está cada vez más cercado por su falta de alternativas. Alguien tendrá que decirlo, pero parece que seguimos en la huida hacia adelante y en apurar tiempos antes de la sanción de la UE.
Solo gana, temporalmente, el usuario del coche privado. Pero esa victoria es insolidaria hasta para el propio conductor y, sobre todo, para quien respira su humo y vive en una ciudad más congestionada. Igual es tiempo de entenderlo.