La despoblación nos limita acoger a personas refugiadas

Vivimos en el Aragón rural, en uno de esos pueblos pequeños que conocieron días mejores, que antaño tuvieron vida. En un pueblo donde la chiquillería llenaba las calles de risas alborozadas, de juegos hasta la hora de cenar, donde había una escuela e incluso una pequeña tienda; donde por las mañanas se podía ver a sus gentes acudir a sus obligaciones cotidianas... Luego, como en tantos otros lugares de este país, estos pueblos vieron cómo sus jóvenes y no tan jóvenes marchaban a buscarse la vida fuera porque, en su tierra, la cosa pintaba mal. El campo (seguro que la …

Foto: Adolfo Barrena

Vivimos en el Aragón rural, en uno de esos pueblos pequeños que conocieron días mejores, que antaño tuvieron vida. En un pueblo donde la chiquillería llenaba las calles de risas alborozadas, de juegos hasta la hora de cenar, donde había una escuela e incluso una pequeña tienda; donde por las mañanas se podía ver a sus gentes acudir a sus obligaciones cotidianas...

Luego, como en tantos otros lugares de este país, estos pueblos vieron cómo sus jóvenes y no tan jóvenes marchaban a buscarse la vida fuera porque, en su tierra, la cosa pintaba mal. El campo (seguro que la PAC y la globalización tuvieron mucho que ver) ya no daba más que para malvivir y los servicios y las personas que los atendían iban desapareciendo: vieron marchar al médico, al maestro, al cartero, al guardia civil, hasta al cura…

Vieron a familias enteras emigrar a lugares donde podrían ofrecer un futuro mejor para sus descendientes; tuvieron que marchar allí donde hubiera un instituto o centro universitario, un centro de salud, tiendas donde abastecerse de lo necesario. Con la incertidumbre de qué les depararía el destino, marcharon hacia Madrid,  Barcelona, pero también marcharon a Francia, a Suiza o a países más lejanos.

Finalmente, nuestros pueblos vieron envejecer a quienes se quedaron y a quienes aún resisten y mantienen abierta alguna que otra casa. Estas personas han visto, y ven, cómo día a día sus tierras y las de sus vecinos quedan yermas o arrendadas a gente de pueblos más grandes de la comarca. Ven los huertos vencidos por la maleza, y los caminos que tantas veces recorrieron, se rompen y se deshacen porque nadie los cuida. Ven también que algunas casas se abren solamente para fiestas y en verano pero el resto del año mantienen bajadas sus persianas y nadie abre sus puertas. Ven también como la ruina se apodera de pajares, chozos, cobertizos e incluso las máquinas con las que un día trabajaron se las van comiendo el viento y la lluvia.

Y aunque estas personas no lo perciben, sí lo vemos quienes vamos al pueblo de vez en cuando. Vemos sus ojos y vemos la tristeza en su mirada, sentimos como sienten la lejanía de quienes se fueron, la pena de recibir a quienes sólo volvieron para ser enterrados en su pueblo, en su tierra. Notamos su nostalgia entrañable con la que hablan del olivar o de las cabras que tenían, del cerdo que mataban cada invierno. Sabemos que sus penas, que a nadie cuentan, llegan con el viento hasta esas tierras que les dieron de comer y vivir y que ahora son erial permanente.

Foto: Adolfo Barrena
Foto: Adolfo Barrena

Y ahora nos encontramos con que nuestros pueblos se han quedado medio vacíos, pero no podemos acoger a las personas a quienes el capitalismo, la globalización y la maldita guerra han dejado sin pueblo, sin tierra, sin esperanza, sin nada más que su vida ¡Que sinsentido!

No saben cuánto nos gustaría poder acoger en nuestro pueblo a personas refugiadas, a quienes han sido rescatadas de la muerte en el mar, a quienes habiéndolo perdido todo, no les queda sino la vida y un resquicio de esperanza.

Pero desgraciadamente no podemos ser solidarios. Aquí no queda nada. No hay trabajo, ni escuela, ni médico, ni tienda…

Vimos a nuestras gentes irse a la aventura y no pudimos recuperarlas, no hay oportunidades. Ahora tampoco podemos abrir las puertas de nuestras casas a quienes huyen del infierno y Europa abandona con tanto cinismo.

Podríamos ser caritativos, incluso hipócritas y decir que nuestro pueblo está a disposición de acoger migrantes, pero por respeto a las personas refugiadas no queremos serlo. Ni caritativos, porque hablamos de derechos y no hay caridad alguna que los sustituya, ni hipócritas porque sabemos que, igual que no hay oportunidades para quienes vivimos aquí, tampoco las hay para quienes vienen de fuera. Queremos defender su dignidad, su derecho a vivir, su derecho a una nueva oportunidad y queremos que eso se haga en las condiciones que una sociedad moderna y democrática debe ofrecer. Eso sí lo podemos hacer.

Podemos unir nuestras voces con las de quienes reclaman el fin de esas políticas migratorias que abandonan a su suerte a millones de personas, podemos exigir que acaben las malditas guerras, reclamar que España y todos los demás países cumplan sus obligaciones para con los derechos humanos, para que acabe la política de muros, concertinas y fronteras cerradas, para que se abran vías seguras para las personas migrantes.

Podemos, también, luchar para vencer la despoblación a la que se nos ha condenado, reivindicar que nuestros pueblos puedan ser solidarios y por eso,  desde nuestros pequeños pueblos, las pocas voces que quedan se alzan para pedir justicia, para exigir pueblos vivos, con servicios, con oportunidades y eso hará que tengan gente y puedan, en momentos de crisis humanitaria, ser solidarios.

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