Ha llegado el 25 de noviembre un año más, y un año más lo hace con una nueva cifra de asesinadas por violencia machista. Según los datos del Observatorio de Feminicidio.net actualmente hay noventa y una mujeres asesinadas a falta de terminar el año. Sin embargo, en este sistema que tiende a desdibujar a la mano ejecutora de la violencia, a veces cuesta mirar hacia el otro lado.
Pero las cifras y los estudios están ahí al alcance de cualquiera con una buena conexión a Internet. Según los datos del Instituto Nacional de Estadística, 25.959 hombres fueron condenados por violencia de género en 2016. Un 2,3% más que en el año anterior. Esta cifra solo puede tomarse como una aproximación de las dinámicas de violencia reales ya que tristemente la Ley de Violencia de Género solo contempla como posibles víctimas a las mujeres que tienen o han tenido una relación afectivo-sexual con el agresor. Por ello, haría faltar sumar a esa cifra a los desconocidos, tíos, primos, padres, hermanos o vecinos que han maltratado o agredido a una mujer por el hecho de serlo.
No obstante, volviendo a los datos ofrecidos por el INE, los delitos más frecuentes fueron las lesiones en un 49,7%, las torturas y otros delitos contra la integridad moral en un 19,5% y las amenazas con un 17,7%. Estos agresores alcanzaron la superficie del iceberg de la violencia de género, esa parte de la violencia que es visible, cuantificable y, por lo tanto, denunciable.
Mientras, las humillaciones, los chantajes, el control o los micromachismos continúan ocultos y hundidos en lo más profundo de las relaciones entre los hombres y las mujeres.
Según el Cuaderno de Medicina Forense, estos hombres suelen alejarse de los estereotipos sobre los maltratadores viscerales e impetuosos incapaces de controlarse. Aunque tampoco es posible determinar una personalidad o actitud concreta, si se han establecido algunos perfiles. Todos ellos hacen hincapié en la necesidad de sumisión de la víctima que no necesariamente debe pasar por los maltratos físicos.
Asimismo, el Manual del Terapeuta del Ministerio de Interior en el documento relativo al Programa sobre El control de la agresión sexual también destaca que gran parte de los agresores sexuales son conocidos por las propias víctimas: “Muchos de ellos son hombres normales, que han intentado tener relaciones sexuales con una mujer o con una menor que no ha accedido a ello. Son incapaces de aceptar un rechazo, y puesto que piensan que su deseo no puede cuestionarse, fuerzan a la persona (mujer o menor) que desean”, y añade “¿Por qué no hacerlo si piensan que la mujer o el menor son seres jerárquicamente inferiores que deben aceptar la autoridad masculina? Para muchos violadores no existe violencia en la medida en que piensan que sólo han forzado ‘un poco las cosas’, ya que no han empleado armas o golpes contundentes. No se consideran a sí mismos como delincuentes callejeros”.
Una definición bastante exacta de lo que se ha denominado como “cultura de la violación”. Y es que mientras que se normaliza y acepta la violencia como el medio para conseguir que las mujeres cedan a los deseos de los hombres, se juzga y cuestiona el relato de las víctimas. Por ejemplo, para Virgine Despentes es necesario quedar traumatizada después de una violación para que la sociedad y sus instituciones validen tu relato: “Post-violación, la única actitud que se tolera es volver la violencia contra una misma. Engordar veinte kilos, por ejemplo. Salir del mercado sexual, porque has sido dañada, sustraerte voluntariamente el deseo”.
Por ello, resultan tan importantes los procesos de empoderamiento y agenciamiento de las víctimas, decir no a esa política ancestral que enseña a las mujeres a no defenderse debe ser el primer paso para eliminar la violencia machista. Volver la mirada hacia los maltratadores, agresores y cómplices de esa cultura para acabar con todos los prejuicios y actitudes machistas que suponen el día a día de la mitad de la población.