Una verbena

Siempre me pregunté si la gente sabía de qué iba eso de la Expo. Si, más allá de la palabra “agua” repetida como las lecciones de hipnopedia que narra Huxley, alguien podía o quería añadir lo que fuese, si eso daba más de sí o era una verbena jodidamente cara.

El PSOE se ha mostrado extremadamente hábil al hacer política a base de grandes hitos, tuvieran más o menos sentido gramatical. El de la Expo 2008, que contó con el apoyo local de PP y PAR y con la complicidad necesaria de CHA, se quedó como uno de los menos comprensibles en cuanto a su mensaje, pues no pasó de alguna declaración sobre el desarrollo sostenible de cara a la galería que se contradecía demasiado con los propios modos de construirse y con la presencia de destacadísimas empresas que son de todo menos sostenibles.

El gobierno de la ciudad había montado entonces incluso su concejalía de grandes proyectos, con todo un megalómano al mando, y una gran parte de la ciudadanía zaragozana se tragó el anzuelo de que nos íbamos a convertir en una gran urbe, en una primera potencia a escala estatal que nos quitase complejos y nuestra baja autoestima casi congénita. Con unas infraestructuras más que deficientes y olvidada en medio del desierto, convertida en el mayor cuartel militar que uno pudiera concebir, Zaragoza había pasado al nuevo milenio con más pena que gloria y el agua, el agua y el bendito desarrollo sostenible transformado en significante hueco que lo mismo servía a una ONG que a las inmobiliarias, nos iban a servir de idea para darle un empujón a la ciudad. Así construyó el PSOE toda una campaña electoral y ganó la alcaldía. Así nos dieron la Expo.

Recuerdo lo extraño que me sentí cuando, fuera de Zaragoza, me felicitaron al darnos la muestra, allá por diciembre de 2004. Como si el CAI hubiera ganado algo, pensé. Y no, no era deportivo, era un premio más profundo y que transformaría mi ciudad de principio a fin (o eso se dijo y se creyó). Se proyectaron obras muy necesarias, sobre todo el cinturón de ronda (no teníamos forma de rodear la ciudad por entero), el aeropuerto (nos apañábamos hasta entonces con una especie de maqueta de otra época) y las riberas del Ebro (hechas una mierda). Mi reconocimiento cuando este pack de obra pública se terminó, digámoslo todo, sobre la bocina. Manda narices que la ciudad hubiera tenido que esperar a una mentira tan grande como la de la Expo para lucir un aspecto digno. Otras operaciones, en cambio, merecen más duda, como el barrio del AVE y el cuento de la lechera de entonces: la urbanización de esta zona hecha a contrarreloj, incluido el túnel previo a su sellado, se pagaría con viviendas de lujo. Pisos que nunca se construyeron, torres proyectadas y publicadas que jamás se empezaron. Zaragoza, convertida en el paradigma de la burbuja inmobiliaria.

Pero la crisis, la resaca, el propósito de enmienda y contemplar la ruina que nos traería 2009 vino después, justo después de que terminase la fiesta de tres meses junto al río. Cara, bien montada y con un punto de horterez pero, sobre todo, difícil de explicar.

¿Qué era eso? Nadie lo sabía muy bien. ¿Qué se celebraba? Tampoco. ¿Por qué? Lo mismo. El agua. Qué significaba para muchos países el agua o, en muchos casos, qué querían esos países que vieses de recuerdo, en una especie de fenómeno ‘vintage’ de las exposiciones del siglo XIX ya en plena era de Internet. Cómo no malgastar el agua y garantizar que los más pobres tengan acceso a ella, con sus espacios a tope de conciencia crítica (ese faro de barro...), pero todo ello dentro de un foro que congregaba a algunas de las principales empresas multinacionales españolas y a gobiernos poco amigos de la solidaridad internacional. Y fiesta, mucha fiesta, números pirotécnicos bizarros a orillas del Ebro y cabalgatas igual de extrañas. Música. Precios disparatados. Y agua. Agua, por dios, agua.

A algunos nos tocó mirar hasta debajo de las piedras para escribir las maravillas de algo complicado de comprender para uno mismo. Y totalmente cuestionable, abusivo, evitable. La Expo era evitable, aunque peaje obligado en nuestro país para que Zaragoza tuviera su cinturón de ronda.

Pero, de entre todas las maravillas que hoy son esqueletos de cemento armado y acabados de obra nueva, me quedo con las siguientes joyas: el canal de aguas bravas, una oda a la elocuencia, el ahorro, el sentido común y la sobriedad; el azud y los barquitos, el sueño de aquel concejal que pensó de Zaragoza una especie de Ginebra con ramalazos parisinos; la torre del agua, sin la suficiente altura como para que te convierta en un enano y sin estructura alguna lógica que permita hacer nada con ella; la escultura ‘Splash’ que albergó en su interior, que servirá algún día de inspiración para el cine de ciencia-ficción; y Fluvi, esa cosa azul claro de ojos saltones que aún hoy divierte a genios del humor.

Si una cosa hizo la Expo fue cambiar la ciudad, de eso no hay duda, y sobre gustos en arquitectura moderna no hay nada escrito. Eso sí, algunos vivíamos muy a gusto en la Zaragoza de los noventa, con los pies en el suelo, cultura de barrio y esperando las mejoras que nunca llegaban. La Expo trajo toneladas de cambios a golpe de cemento y proyectos, nos endeudó para muchos años, subió los precios de todo y nos convirtió en una ciudad homologable calle a calle. En el nombre del agua y del desarrollo sostenible.

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