No le tengas miedo a lo sagrado y a los sentimientos, de los cuales el laicismo consumista ha privado a los hombres transformándolos en brutos y estúpidos autómatas adoradores de fetiches.
Pasolini, 1997:24
No hace falta ser un hábil demógrafo para afirmar que los cimientos que configuran el mundo rural europeo son consecuencia, en buena medida, de la dominación que hacen las ciudades de los pueblos. Por poner un ejemplo, una ciudad de un millón de habitantes necesita en torno a 1.800 toneladas de alimentos y 567.000 de agua, así como una gran cantidad de recursos ingentes que deben ser trasferidos del medio rural. Sin embargo, pese a ser el mundo rural el pilar fundamental para la cada vez más insostenible vida de las grandes urbes, los habitantes del primero son tildados de forma despectiva por los urbanitas como paletos, catetos o analfabetos por hablar aragonés, por ejemplo.
En cierta medida los pueblos se han convertido en un parque temático para ciertos urbanitas que visitan de vez en cuando el mundo rural, se sacan algún que otro selfie para Instagram y posteriormente continúan proyectando esa superioridad moral y esa mirada condescendiente respecto a las gentes rurales. Estas lógicas plasman una sociedad atravesada por la desigualdad, la jerarquía y el desprecio a todo un modo de vida. Para que esta explotación haya sido posible ha sido necesario como señala el catedrático de sociología José Ángel Bergua, “que las propias gentes rurales lo aceptaran y se vieran a sí mismas con los ojos de la ciudad”. Y no nos engañemos, en gran parte de los pueblos el hecho de desarrollar una vida allí y no emigrar a la ciudad para subirte al carro de la titulitis es visto como un fracaso. Se ha normalizado el emigrar de nuestros territorios para desarrollar una carrera profesional y un proyecto de vida fuera de ellos, no cuestionándose la falta de expectativas educativas, laborales, de infraestructuras o de recursos que tanta falta hacen a los pueblos. Y ahí radica la problemática real: el fracaso real no es quedarte en el pueblo, sino exiliarte a la ciudad por falta de oportunidades.
Dice Bergua que “a la par que las ciudades han proyectado su romántica mirada sobre los pueblos para redimirse de su propio hastío, sus habitantes han pasado a concederse valor, principalmente a través de lo que el urbano considera valioso”. Señala además que “aunque pueda parecer que ambas miradas son distintas, en realidad no lo son. Las dos están estimuladas desde la ciudad, el auténtico sujeto que mira, siendo el pueblo un simple objeto que tan solo refleja la prepotencia y la benevolencia de su contrario, ambas resultado de las mismas soberbias y frustraciones".
Todos estos conflictos son materializados en una realidad concreta llena de tensiones y antagonismos que a día de hoy son irresolubles. En este sentido, la película ganadora de los premios Forqué, 'As bestas', nos muestra un conflicto rural atravesado por los monstruos que produce cierta masculinidad, el racismo, la normalización de la cultura de la violencia etc., pero también nos habla de relaciones horizontales, de una producción ecológica no regida por la lógica cortoplacista de acumulación capitalista, de la repoblación o de los puentes fraternos que nos ofrece la sororidad. Un film que gira en torno a la idea de establecer un parque eólico en una zona rural, y que interpela a diferentes territorios que no han querido vender su alma por unas monedas. 'As bestas' ha sido rodada en una pequeña aldea gallega, pero perfectamente podría haber sido rodada en una zona rural de Aragón, en el Delta del Niger o en la Amazonia. Y es que, hay un hilo invisible que une a la resistencia indígena del pueblo Achuar del Pastaza enfrentándose a la compañía petrolera GeoPark, con la batalla que están dando los vecinos y vecinas de la Fueva contra el establecimiento de las placas solares en su territorio. Distintas luchas, mismos enemigos.