Una de las medidas incluidas en la reforma de la ley de dependencia aprobada por el Gobierno español el pasado 13 de julio es la aplicación desde el 1 de agosto de la rebaja de la paga, como mínimo de un 15%, que percibían las cuidadoras informales por atender a personas dependientes en sus domicilios. A esto se añade una reducción de más de la cuarta parte de la aportación económica del Estado español al territorio aragonés en materia de atención a la dependencia y en consecuencia se presume "una mayor destrucción de la red de servicios, cierre de empresas del sector, pérdida de empleos, descensos en la recaudación pública y, como única salida para las personas, el refugio en unas cada vez más miserables prestaciones económicas a las familias que cuiden de los suyos ante la imposibilidad de costearse servicios" en palabras de la Asociación Estatal de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales.
La familia constituye la principal prestadora de cuidados en nuestro entorno y es en este contexto donde las mujeres asumimos de forma mayoritaria la tarea de cuidadora principal y dedicamos más tiempo a la labor de cuidar.
El interés por el cuidado informal (aquél que presta la red social inmediata- familiares, amigos, vecinas- y por el que no se obtiene retribución económica) ha crecido en los últimos años y en cierta medida se han procurado ayudas a este cuidado (siempre escasísimas bajo mi punto de vista y en muchos casos alejadas de una práctica crítica con el sistema patriarcal).
El envejecimiento de la población, el aumento de la esperanza de vida, la incorporación de la mujer al mercado laboral, las transformaciones en los modelos de familia, la disminución de la fecundidad y el menor tamaño de los núcleos familiares, la inmigración, la dispersión geográfica de las familias, los hábitos menos saludables, la aparición de hogares más solitarios y demandas más exigentes son algunos de los cambios demográficos que pueden condicionar una disminución de la población de cuidadores disponibles y que los cuidados requeridos cambien sustancialmente. Se calcula que para el año 2050 la demanda de cuidados por ancianos dependientes ascenderá al 40%. ¿Pero quién asumirá estos cuidados?
Cuidar implica todo un conjunto de tareas en ocasiones dificultosas (personas dependientes cada vez más ancianas, pero también una tendencia a altas hospitalarias rápidas, cirugía ambulatoria, etc sin evaluar previamente los recursos de los que disponen las familias en sus domicilios para atender a estas personas convalecientes).
Cuidar abarca una dimensión relacional y ética en la que se asumen múltiples roles: la cuidadora es “hija”, “madre”, “pareja”, “enfermera”, “psicóloga”, “consejera”, “abogada”, “empleada del hogar”, “trabajadora”...repercutiendo la dificultad para compatibilizar todas estas responsabilidades en la vida de estas cuidadoras. Además son también las mujeres quienes con frecuencia asumen el papel de cuidadoras secundarias, es decir, cuando falla la cuidadora principal suele ser otra mujer de su entorno social inmediato (hija, madre, hermana) quien asume el cuidado.
La labor de cuidado, por tanto, se resuelve con el trabajo y el tiempo de las mujeres. Como ya han dicho algunas autoras, el cuidado informal “se escribe en femenino singular”. Sin embargo, no todas las mujeres participan por igual en el cuidado: son las mujeres de menor nivel educativo, sin empleo y de niveles inferiores de clase social las que configuran el gran colectivo de mujeres cuidadoras informales en nuestro medio. Este hecho agrava la desigualdad entre unas cuidadoras y otras, dado que aquellas con mejores condiciones laborales o con mayores ingresos tienen más posibilidades de obtener ayuda contratada y mejor acceso a los recursos que las que no están en esta situación. En este sentido cabe recordar que son en su mayoría mujeres inmigrantes, en condiciones de precariedad laboral (muchas veces sin contratos ni derechos y con largas jornadas de trabajo) quienes administran estas ayudas en el cuidado o se erigen como cuidadoras principales de personas dependientes, dejando a su vez en sus países de origen a otros familiares dependientes de su cuidado a cargo de hermanas, madres o vecinas. Este hecho genera una clara tendencia a la feminización de la pobreza y en muchas de estas mujeres migrantes grandes sentimientos de soledad (internas con escaso apoyo social en los lugares en que trabajan) y de culpa por atender el cuidado de otras personas que no pertencen a su núcleo familiar, mientras sus hijos viven a miles de kilómetros.
En las cuidadoras aparecen frecuentemente los sentimientos de culpa por “no cuidar lo suficiente”. La alta dedicación a los cuidados y las altas exigencias y demandas (sin horario, sin límites, sin descanso) supone una restricción de la vida social, una peor autopercepción de la salud y más probabilidad de tener problemas emocionales. Se asume con el cuidado no disponer de tiempo para dedicarlo al autocuidado, incluido el de la propia salud: es fácil encontrar a cuidadoras en las consultas con diversos problemas mentales, articulares y circulatorios que en muchas ocasiones llegan a limitar sus actividades diarias normales para su edad, pero a los que no prestan atención hasta que cesa su rol de cuidadora (habitualmente por el fallecimiento de la persona dependiente). Este impacto en la salud de las cuidadoras también influye en las personas que se benefician de sus cuidados.
En este contexto y dado que todos somos en algún momento de nuestras vidas tanto beneficiarios de este sistema informal como cuidadoras de otras personas, se plantean varios interrogantes:
¿Queremos cuidar?
Se ha asumido durante décadas el cuidado informal como proveedor principal de cuidados pero, ¿queremos seguir manteniendo un sistema de cuidados que aún hoy se considera “cosa de mujeres, porque estamos más preparadas para cuidar”? Aunque la mujer se haya incorporado al trabajo de mercado, sigue realizando el trabajo familiar, probablemente porque le otorga el valor que la sociedad patriarcal capitalista nunca ha querido reconocerle. Esta doble jornada mina la salud de las mujeres que también acabarán requiriendo en un futuro de más cuidados por una peor calidad de vida.
¿Cómo queremos ser cuidadas?
Al igual que la decisión de morir en casa pasa por una misma, también así debería ser la decisión de recibir o no cuidados en domicilio por familiares o profesionales. Para ello debería existir una red de servicios públicos de calidad, accesibles a todas las personas que los precisen, en condiciones de igualdad y con un unos puestos de trabajo dignos para las personas que vayan a realizar estas funciones de cuidado.
¿Somos capaces de cuidar?
La decisión de cuidar tiene que ser también libre y en condiciones dignas. Las personas que toman la decisión de cuidar deberían contar con tiempo suficiente para realizar sus labores de cuidado (permisos en el trabajo asalariado, reducciones de jornada sin reducción salarial...) y con apoyo y recursos suficientes para poder administrarse su propio autocuidado.
Éstas son sólo algunas preguntas sin una clara respuesta. Quizás ésta pase por plantear estrategias que cambien el paradigma de los cuidados. En la línea de la economía feminista, establecer la sostenibilidad de la vida en el centro de toda actividad colectiva, lo que suscita algunas cuestiones, como reconoce Cristina Carrasco: “(...) poner de manifiesto los intereses prioritarios de una sociedad, recuperar todos los procesos de trabajo, nombrar a quienes asumen la responsabilidad del cuidado de la vida, estudiar las relaciones de género y de poder y, en consecuencia, analizar cómo se estructuran los tiempos de trabajo y de vida de los distintos sectores de la población”. O pensar en el término trabajo de cuidados, en palabras de Amaia Orozco: “Es un concepto que logra trascender los límites monetarios, porque puede referirse tanto a trabajos pagados como gratuitos; es decir, renuncia a que los mercados sean su eje de referencia. La idea de trabajo de cuidados es un concepto, en sí mismo, trasversal, no sólo por atravesar la barrera monetaria, sino por atravesar otras múltiples como la de dependencia frente a independencia; por entremezclar de forma indisociable lo material y lo inmaterial; por no restringirse a los hogares o a una mujer concreta, sino moverse en el seno de las redes de mujeres; porque, en él, múltiples tareas se entremezclan al mismo tiempo y la diferenciación entre tiempo de vida y tiempo de trabajo es sumamente dificultosa: qué es cuidado, qué es ocio, qué es consumo, cuándo trabajo y cuándo vivo, si ambas facetas son o no inseparables... Esta trasversalidad inherente es una de los aspectos más prometedores de este concepto en tanto que herramienta de deconstrucción; quizá pueda ayudarnos a movernos entre los pares aparentemente opuestos. La idea de trabajo de cuidados está protagonizando gran parte de los análisis económicos feministas recientes”.
Son sólo algunas cuestiones para la reflexión. Cuidar no es una tarea fácil. Produce satisfacción pero también genera esfuerzo, frustraciones, renuncias y contradicciones. Supone asumir responsabilidades sobre el bienestar de otra persona y suele quedar en la esfera más íntima de nuestras vidas. Reflexionar sobre el autocuidado y el cuidado que administramos a nuestro entorno más cercano supone un esfuerzo y una barrera que muchas veces no queremos traspasar. Quizás el tema de los cuidados sea un debate abierto que no podemos evitar por más tiempo.