Perico Fernández, duro fajador

"Todos nos juntábamos alrededor de la tele en blanco y negro a sufrir como condenados viéndolo recibir guantes contra las cuerdas, esperando el golpe de gracia que acabara con el rival que lo martirizaba. Decepciones, sí. Muchas. Pero las alegrías fueron tan grandes que hoy es lo único que queda en la memoria".

Los guantes con los que Perico ganó el título continental de los superligeros contra Toni Ortiz. Foto: Yolanda Castillo.

A mitad de los setenta, cuando subía con su moto de gran cilindrada por el Paseo Cuéllar camino de Torrero, la noticia corría como la pólvora. Iba a ver a un amigo del Hospicio. O del reformatorio, como se decía entonces. “El Peŕez”. Los Pérez eran una familia problemática y provocaron los mayores escándalos de la época en la calle donde vivían. El mayor, el amigo de Perico, andaba con una banda que te ponía un nudo en la garganta cuando te la cruzabas en la calle o en los futbolines. Aún recuerdo cuando se escapó de casa y medio barrio se reunió en el Colegio Luis Vives esperando su vuelta. Si te enfrentabas, sabías que todo estaba perdido. Pero no quedaba otra. Un mascao en la mandíbula, una quemadura de cigarrillo en la mano o el mango de un palo de billar en la sien son recuerdos que todavía tengo vivos en la memoria. Pero era amigo de Perico. Y entonces, eso era mucho. Varias veces al salir del colegio San Antonio de la calle Monterregado, me uní a la chavalería que esperaba bajo la ventana de los Pérez gritando ¡Perico, Perico, Perico!, para que saliera a saludar. Siempre lo hacía. Luego, rebuscabas en la montonera de carteras apiladas en la esquina de la calle Castellón de la Plana y te ibas a casa con el corazón henchido de orgullo. Sí, todos éramos unos engreídos porque Perico, zaragozano y campeón del mundo, visitaba nuestro barrio con su moto descomunal. Un barrio donde solo había trabajadores y no se manejaban los famosos Seat 1500, el coche más grande de la época. Torrero entonces era zona reservada a los 600 y, con suerte, a los 850.

No sé si rezar ha unido alguna vez a las familias, pero puedo asegurar que los combates de boxeo lo hicieron. Las veladas se celebraban a horas donde los chicos de mi edad, unos diez o doce años, teníamos que estar en la cama, excepto si peleaba Perico. Todos nos juntábamos alrededor de la tele en blanco y negro a sufrir como condenados viéndolo recibir guantes contra las cuerdas, esperando el golpe de gracia que acabara con el rival que lo martirizaba. Decepciones, sí. Muchas. Pero las alegrías fueron tan grandes que hoy es lo único que queda en la memoria. Mi clase, al día siguiente, era una tertulia de boxeo. Benito Escriche, el hijo mayor del primer peso pesado aragonés, estaba en ella. Y allí solo se hablaba de los combates de la noche anterior y, a veces, de Arrúa y los suyos. Perico entonces tenía el mismo tirón mediático, sin tanta imbecilidad, que hoy puede tener Nadal, o las selecciones de fútbol o basket.

A mediados de los noventa lo volví a ver alguna vez por el bar Kezka, entonces mi segunda casa. Fidel, el dueño, le compró varios cuadros. No fue el único empresario que le ayudó con lo que fue su mayor afición. La pintura. Entonces ya no era el tipo que había derrotado al japonés Furuyama proclamándose campeón del mundo de los superligeros o al brasileño Henrique en la defensa del título, sus dos mejores combates. Pero seguía siendo el niño que nunca dejó de ser. Un tipo divertido y ocurrente. Que te soltaba lo primero que se le pasaba por la cabeza sin adulterarlo previamente por algún filtro protocolario. Perico ya llevaba muchos años viviendo de la asistencia privada. Pasó por muchos platós de televisión haciendo entrevistas sin fundamento, aunque siempre ganó a los puntos los combates que libró contra ineptos presentadores. Grabó un disco. Y finalmente desapareció para siempre de la vida pública.

En el 2012, en un reportaje del Heraldo de Aragón, se informaba de su penosa existencia. Alternaba como hogar la habitación de un burdel y el asiento trasero de un coche abandonado. Se organizó en el Teatro Principal una gala para recaudar fondos y allí fue donde lo vi por última vez. No había perdido su socarronería aragonesa. El comentarista deportivo José Maria García contó que al nacer el segundo hijo de Perico, lo llamó de madrugada para decirle que había discutido con su mujer. Se ha cabreado porque lo quiero llamar Pedro, le dijo. Claro, Perico, cómo no se va a cabrear si el primero también se llama Pedro. Al que tuvo después, el tercer varón, lo llamó igual.

El año pasado, al cumplir medio siglo, recibí de mi compañera el mejor de los regalos. Los guantes con los que Perico ganó el título continental de los superligeros contra Toni Ortiz. Los encontró en una tienda de antigüedades.

Este sábado, cuando oí la noticia de su muerte en la rueda de prensa del nuevo ministro de deportes Méndez de Vigo, sonreí. Recordó haberlo visto boxear contra Mando Ramos, cuando el que lo hizo fue Pedro Carrasco. Lo despidió como campeón del mundo de los ligeros, cuando en realidad lo fue de los superligeros. Otra pesada broma de las muchas que le gastó la vida y que siempre esquivó saliendo de las cuerdas con su poderosa izquierda. Como cuando Triviño, ex alcalde de Zaragoza, le ofreció un puesto de bedel en el ayuntamiento. “Si quieres un portero, contrata a Zubizarreta”, le espetó.

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