No dejar ni un solo espacio al fascismo: sobre la libertad de expresión y los debates de la izquierda

La polémica en torno a la presentación del libro de Cristina Seguí, cofundadora de VOX, en el Teatro Principal de Zaragoza, ha puesto encima de la mesa algunos debates que la izquierda de la ciudad (y también la de más allá) parece no tener hechos. La protesta del movimiento feminista, de grupos antifascistas y de los propios trabajadores y trabajadoras del teatro obligó a cancelar el acto y trasladarlo al Gran Hotel; la campaña de quejas telefónicas impulsada por feministas y antifascistas consiguió suspenderlo ahí también. Haber obligado a Seguí a realizar el acto en el restaurante Tres Carabelas, refugio histórico de la extrema derecha zaragozana que ya ha albergado diversas reuniones de VOX, Plataforma Ñ, Falange o Fuerza Nueva, es sin duda un éxito de la movilización colectiva.

Que el éxito no nos nuble la vista. Por el camino hemos acabado cayendo en varias de las trampas discursivas de la derecha, mostrando una debilidad que es urgente remediar. El ataque de VOX al acto de presentación del último libro de Miguel Urbán (Apuntes para combatir a la extrema derecha española), programado para este viernes 7 y donde participaremos también Pedro Santisteve y yo misma, ha dejado sin respuesta a mucha de la gente que participó en la campaña contra Cristina Seguí. “Si nosotros no podemos, vosotros tampoco”, dicen los fascistas, los antifeministas, los que nos llaman enfermos al colectivo LGTBI y querrían matar abiertamente a quienes se juegan la vida cruzando fronteras. Y a nuestro lado la gente duda, cayendo en la trampa de aceptar la equivalencia.

No se trata de algo nuevo: históricamente, la derecha se ha demostrado una experta en utilizar los marcos discursivos creados por la izquierda en su contra mientras que ésta se revuelve confusa, carente de herramientas con las que hacer frente al debate. Se habla de no discriminación o de libertad de expresión y quienes se creían convencidos se paralizan, aniquilados por las que hasta ahora habían sido sus palabras. Como si lo nuestro fuera eso, una lucha por el predominio de las palabras. Como si no se tratara más bien de imponer su contenido.

Si queremos tener alguna posibilidad de ganar a largo plazo el combate contra el fascismo y la extrema derecha debemos armarnos con argumentos sólidos que huyan de posiciones simplistas y nos permitan escapar de las trampas retóricas. Lo que aquí se plantean son solamente algunos apuntes, con la intención de que sean útiles para la reflexión individual y colectiva y con la ambición de poner luz sobre algunos puntos oscuros de los últimos días.

La falacia de la libertad de expresión

La política no es un club de debate universitario, donde gana el grupo capaz de levantar la estructura argumental más lógica o de esgrimir la retórica más florida. Eso puede existir, claro, pero no tiene consecuencia alguna en el mundo real. El combate ideológico no es una competición verbal abstracta, sino que tiene consecuencias concretas y efectos materiales sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas. El antifascismo no puede pretender ganar en el nivel de la confrontación de argumentos porque del lado contrario nadie está confrontando argumentos: lo que la extrema derecha pone sobre la mesa son leyes discriminatorias, control de los aparatos de represión y de ejercicio de la violencia del Estado, ocupación normalizada del espacio público y movilización de sus vínculos con el poder económico.

En la segunda tesis sobre Fauerbach (documento clave para todo historiador crítico y de obligada referencia para militantes y activistas), Marx lo explica de manera concisa: “el problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico”.

El racismo, el antifeminismo o la LGTBIfobia no son sólo una ideología o una actitud, sino también, y especialmente, una fuerza material, a menudo institucional, que tiene numerosas consecuencias prácticas tanto directas como indirectas. Con ejemplos extremos todo se entiende siempre mejor: a nadie le parecería normal aceptar la celebración de una charla que negara la realidad del holocausto o que abogara abiertamente por asesinar a las personas migrantes o pertenecientes al colectivo LGTBI. Desmontar el mantra de la confrontación de opiniones (en todo debate debería ser posible escucharse educadamente) y la falacia de la libertad de expresión y comenzar a entender el conflicto como una lucha por la supervivencia, por nuestro derecho a existir y a vivir vidas dignas, es precondición necesaria para la construcción de un trabajo antifascista sólido.

El ataque contra la política

Dice Sara Fernández, obligada por la presión popular a cancelar la presentación del libro de Cristina Seguí en el Teatro Principal, que hay que “despolitizar los espacios municipales” y evitar “cualquier uso político e ideológico de los mismos”. Con esta excusa trata de justificarse ante los ataques de VOX, socio necesario del gobierno municipal, al mismo tiempo que ataca el acto organizado por Miguel Urbán para este viernes. El argumento recuerda al que dio la Universidad de Zaragoza hace unos meses, cuando se organizaron protestas estudiantiles para impedir una conferencia contra el procés catalán que iba a ser impartida por Pedro Fernández, diputado de VOX, en la facultad de Derecho. Unizar acabó cancelándola no por haber comprendido la importancia de evitar la entrada de la extrema derecha en las universidades, sino con la excusa de que, en periodo electoral, no se permitían actos de organizaciones políticas.

Lo que subyace de fondo en ambos razonamientos es la lógica perversa de la neutralidad del espacio público. La subyugación de campus universitarios donde caben ferias financiadas por multinacionales, pero no actividades autoorganizadas por el alumnado. La limpieza de calles y plazas de las que se arrancan pegatinas y se borran pintadas mientras se colocan vallas y marquesinas publicitarias. La pobreza cultural de centros cívicos y teatros donde se puede hacer de todo siempre que no sea político. Prohibido representar a Lorca, recitar a Gloria Fuertes, interpretar a Silvio.

Dice Manuel Delgado en El espacio público como ideología que el concepto de espacio público plantea una esfera de coexistencia pacífica y armoniosa de lo heterogéneo de la sociedad, de aplastadores y aplastados. La noción de espacio público funcionaría como un mecanismo a través del cual la clase dominante consigue que no aparezcan como evidentes las contradicciones que la sostienen. “En este marco, el conflicto antagonista no puede percibirse sino como una estridencia o, peor, como una patología”. Que no se engañe nadie: no hay neutralidad posible. La pretendida ausencia de política es en sí misma tremendamente política, y no persigue otra cosa que el reforzamiento de las actuales relaciones sociales y de su correlación de fuerzas. Que la política la hagan ellos y solamente ellos, llamándola de mil otras formas, mientras nosotros renunciamos al más mínimo cuestionamiento.

Sara Fernández, y sospecho que también el Rectorado de la Universidad de Zaragoza, desearían disponer de espacios públicos libres de estridencias, donde la ideología dominante lo impregnara todo con aceptación tranquila. Desde la izquierda no podemos caer en la trampa: retirarnos discretamente ante la exigencia de despolitizar los espacios municipales (o públicos, o universitarios) solamente permite que estos se reafirmen como constructores de la ilusión de una sociedad sin conflictos. El problema no es que en las instalaciones municipales se hable de política. Esto debería ser casi un hecho obligado y que contribuyera a formar una sociedad crítica y consciente – algo que, como sabemos, Partido Popular y Ciudadanos no ven con buenos ojos. El problema es que se permita entrar en ellas a los agitadores del odio, a los sembradores de miseria, al fascismo y a la extrema derecha.

La escrupulosidad burocrática, o del procedimiento impecable vs. la demostración de fuerza

Tras el éxito de la campaña contra Cristina Seguí, algunos sectores de los movimientos sociales han despertado un miedo lógico a que vengan a por nosotros. Según algunas personas, las feministas y las antifascistas deberíamos poner un especial cuidado en el uso de instalaciones municipales, cumpliendo de manera escrupulosa con todas las exigencias burocráticas para asegurar que nadie pueda hablar en nuestra contra. Esto es en parte cierto. Cuantas menos excusas demos, cuanto menos fácil se lo pongamos, menos posibilidades tendrán para vetarnos del espacio público. Pero la misma argumentación encierra en sí misma otra trampa en la que es importante que evitemos caer.

En primer lugar, sabemos de sobra que los procedimientos técnicos no han caído del cielo y que los poderes encargados de diseñarlos y controlarlos no son neutrales. Refugiarnos en los tecnicismos y legalismos formales es un camino suicida: son ellos quienes tienen las posiciones de poder institucional para aprovechar las normas o transformarlas cuando les convenga, y no tienen pudor en saltárselas cuando sea necesario o en ir contra nosotros, aunque acatemos todos los requerimientos formales. Pensar que si cumplimos todos los (casi imposibles) requisitos técnicos para cada una de nuestras actividades nos dejarán tranquilos, en vez de atacarlas igualmente o de inventarse nuevas exigencias, no sólo es no haber comprendido nada. Es también renunciar a las prácticas de apropiación colectiva, a la ocupación de espacios, a la celebración de fiestas populares y a todo cuestionamiento real (también en los hechos y no sólo en los discursos) de el orden de cosas vigente.

No podemos aceptar que sea ese marco el que decida qué actos son o no legítimos. Lo que hace inadmisible la charla de Cristina Seguí en el Teatro Principal no es, como dijo la señora Vicealcaldesa, que no se hubieran presentado determinadas solicitudes a tiempo, sino su contenido profundamente discriminatorio y que atenta contra los derechos humanos. Lo que da validez a la existencia del Centro Social Comunitario Luis Buñuel y a todas las actividades que en él se celebran no es, como el gobierno de la ciudad querría hacernos creer, el permiso concedido por el Ayuntamiento o por instancias judiciales, sino la construcción de procesos colectivos que nos descubren como comunidad y nos hacen más fuertes y libres.

Esto no va sobre libertad de expresión, sobre exceso de política ni sobre escrupulosidad burocrática: esto va sobre correlación de fuerzas. Cualquier presencia pública es en sí misma una demostración de fuerza que, a su vez, se retroalimenta de ésta. Permitir a la extrema derecha existir en sociedad por carecer de argumentos formales es caer en su trampa: no estamos combatiendo las formas, estamos combatiendo el fondo. Retirarnos nosotras es renunciar a dar la batalla. Por supuesto que queremos expulsarles a ellos y permanecer nosotros, pero no porque queramos “hacer lo mismo que les reprochamos” sino porque lo que hacemos es, de hecho, justo lo contrario. El viejo lema, lejos de ser una metáfora, adquiere así dimensiones materiales concretas: al fascismo y la extrema derecha no hay que regalarles ni un solo espacio.

Autor/Autora

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de nuestra política de cookies, pincha el enlace para más información.

ACEPTAR
Aviso de cookies