Lo que me ha enseñado la montaña

Intervención de Eduardo Martínez de Pisón en el acto de celebración del centenario de la Federación Española de Montaña en el Congreso de los Diputados y Diputadas de este 6 de marzo de 2023

Comisión Europea unión de estaciones de esquí
Canal Roya. Foto: PDMA

La montaña me enseñó, entre muchas cosas más, a ser geógrafo. No al revés… aunque quizá también.

Voy a referirme brevemente a tres enseñanzas concatenadas: en la primera quiero expresar una alabanza al montañismo; en la siguiente, el modo aprendido de considerar la montaña; y en la última, la necesidad de velar por ella.

Alabanza del montañismo

El montañismo es, ante todo, una experiencia a cuerpo limpio en una naturaleza magnífica y exigente. Maestría nacida del ejercicio de medir la tierra con tu cuerpo, de explorar y conocer los rincones de las cordilleras, los torrentes, los hielos, las nieves, los roquedos, los bosques, los animales libres y los cielos. De haber visto la luz remota y diáfana de la alta montaña. De haber dialogado con las tormentas y vivido la serenidad absoluta. El hombre inventó la palabra sublime tras esta experiencia o similar.

Como consecuencia, el ejercicio del montañismo ha permitido entender esa naturaleza prohibida y difundirla, así como frecuentar el lado oculto de esa vivencia profunda, donde la ascensión aparece como una realización espiritual. Y, además, el montañismo no se ha hecho sólo con el piolet, sino con la pluma de escribir, de tal modo que existe una biblioteca completa sobre su mundo y su actividad que trasciende su carácter deportivo. O que hace de este deporte algo especial que no poseen los demás, salvo quizá la caza: literatura, filosofía, conocimiento, geografía, naturalismo, universalidad y, en suma, devoción por el paisaje.

Es decir, cultura: el montañismo es cultura, ejerce magisterio. No sólo por lo dicho, sino porque el acercamiento a la montaña ha sido una pieza sustancial de la civilización europea moderna y contemporánea. Por eso aparece en los mejores autores, como Goethe, Victor Hugo, Ortega o Unamuno. En los mejores pintores también, como Turner o, en el caso de España, Haes y su escuela, Beruete o Sorolla. Y en los mejores científicos desde el siglo XVIII a hoy, geólogos, botánicos, zoólogos y en la más brillante geografía, con Humboldt, quien fue el hombre más alto sobre la tierra cuando casi alcanzó la cumbre del Chimborazo, que entonces se creía la montaña más elevada del planeta.

Por el contacto directo con la naturaleza, por el modo de vivir que exige, por los riesgos que es necesario afrontar y por las aventuras a que incita, el montañismo ha dado lugar a un fondo moral poderoso. Dicho de otro modo: el montañismo crea, tiene y da una ética, por supuesto de comportamiento deportivo, pero también de conducta en la vida y de relación con su medio y su paisaje. Por eso, ha habido autores como Thoreau o Muir que hicieron de esa experiencia de la vida en la naturaleza un tratado de moral, para consigo mismos y para la responsabilidad con la Tierra.

Por todo ello, la montaña ha sido considerada como esencialmente educativa, a través de la práctica del montañismo. Como decía Ortega y Gasset, porque el paisaje es pedagogo. Enseña. No sólo informa, sino que forma. No sólo instruye, sino que educa. Por eso, ayuda a las personas a ser buenas personas. Este recurso educativo lo propagó y ejerció entre nosotros la Institución Libre de Enseñanza desde finales del siglo XIX y su fundador, Giner de los Ríos, lo llevó a la práctica en la Sierra de Guadarrama, a la que entendió como una montaña inspiradora y regeneradora. No olvidemos esta trascendente lección.

Consideración de la montaña

No habría montañismo, lógicamente, sin montaña. Sin paisaje real en el que fundirse. La montaña es el santuario evidente del montañismo. Es decir: un relieve, una altitud, una naturaleza. Y unas condiciones mínimas en el estado de esa naturaleza.

Por ello, la filosofía del montañismo es más honda que el planteamiento de su escenario como un mero soporte rugoso para una práctica física ajena en principio a tal paisaje. Para el montañero la montaña misma es un valor sustancial y una gran parte de su goce o su reflexión o su reto tiene que ver directamente con ella. Las montañas concretas cobran entonces personalidad, carácter, individualidad, genio, suscitan una relación afectiva y forman en la vida un itinerario de recuerdos y de propósitos. Pero, para que mantenga tal valor, requiere guardar un máximo de naturalidad, de fuerza, de belleza, de apartamiento, de soledad, de inaccesibilidad incluso. Sin estos ingredientes, el montañismo decae o se transforma, por ejemplo, en turismo.

El buen estado del medio es, pues, lo que da calidad básica al montañismo. Por eso, éste es, por ética y por sus mismos fines, defensor del patrimonio natural de las montañas. Y lo mismo se extiende a su legado histórico, a sus pueblos y pobladores, a sus paisajes tradicionales, sus caminos, casas, praderas, costumbres y arte. Es a todo este conjunto al que me refiero como “valor”.

Velar por las montañas

Por todo lo dicho, nos corresponde también, como una responsabilidad moral, velar por el buen estado del montañismo y de las montañas. Somos sus guardianes. Y queremos dejar a ambos para el futuro en mejor estado aun del que los encontramos en el pasado. Si lo que recibimos tuvo una evidente calidad de sustancia y de paisaje, como los tiempos traen turbulencias nuevas (y a veces resurrecciones de viejas), hay que estar vigilantes para que no los perturben.

Del montañismo como conjunto de valores íntimamente asociados a un deporte, debemos velar por la buena recepción, uso y entrega de sus principios, por sus modos de plantear la vida y de ver el mundo, velar por su cultura, que se propague, permanezca y aumente. Velar por su ética de compromiso con la naturaleza.

El buen montañismo (y no hay otro que no sea el bueno), el verdadero montañismo requiere una naturaleza intocada, dueña de sí misma, de sus torrentes y de sus tormentas, sin intromisión de elementos artificiales que dañen su estado espontáneo: un solo remonte mecánico en un grandioso circo glaciar lo vuelve banal y vulgar, lo hace urbano y, por tanto, le hace perder su sustancia. El montañismo requiere un paisaje que guarde sus calidades y claves de modo exclusivo.

Hoy, ante el avance indiscriminado del territorio industrial por las montañas (de la industria del ocio) estamos asistiendo a un gran riesgo de pérdida de esas virtudes, pues son muy frágiles los caracteres de la naturalidad. Y es difícil que los entiendan quienes no conocen las montañas ni su cultura, como ocurre habitualmente entre quienes tienen concedidas responsabilidades que afectan a su daño o a su preservación. Al quebrar la entidad natural y paisajística de la montaña también se vulnera, como mal derivado, la esencia del montañismo.

Por todo ello, concluimos estas líneas con sentimientos agudizados por lo que ahora mismo está ocurriendo en el Pirineo aragonés con proyectos de irreparables destrozos en la Canal Roya, haciendo un llamamiento a la activación de la defensa de la montaña. Y, en concreto, de esta montaña.

El alpinista, naturalista y escritor Sylvain Tesson, Premio Internacional en 2023 de la Sociedad Geográfica Española, escribía su “credo” en su libro El leopardo de las nieves del siguiente modo, resumido libremente: “Venerar lo que tenemos delante. Recordar mucho. Disfrutar de lo que se ofrece. Buscar los símbolos y creer la poesía. Contentarse con el mundo. Luchar para que permanezca”. Y no por resignación, sino por amor.

En suma, el verdadero montañismo, el que ama las cumbres y los valles, no puede consentir la destrucción de la calidad de las montañas. Y, en cada caso en que esta desolación se presente, luchará para que la entidad y esplendor de la montaña permanezcan.

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