La política educativa en tiempos del coronavirus: apología del aprobado general desde abajo

Como bien aprendimos del viejo Hegel, la dialéctica muestra la transformación de la cantidad en cualidad. El enfoque meramente cuantitativo no ofrece soluciones para los procesos no mecanicistas. ¿En qué momento una suma de dinero o valor de cambio se transforma en capital? se preguntó Marx en las últimas páginas de El Capital. Es sabido que en química, en función de la combinación cuantitativa de los mismos elementos, obtenemos sustancias cualitativamente distintas. En el ámbito educativo, los procesos de enseñanza-aprendizaje también son procesos cualitativo-productivos. Del mismo modo que resulta absurdo evaluar los conocimientos de historia de un alumno en base …

Como bien aprendimos del viejo Hegel, la dialéctica muestra la transformación de la cantidad en cualidad. El enfoque meramente cuantitativo no ofrece soluciones para los procesos no mecanicistas. ¿En qué momento una suma de dinero o valor de cambio se transforma en capital? se preguntó Marx en las últimas páginas de El Capital. Es sabido que en química, en función de la combinación cuantitativa de los mismos elementos, obtenemos sustancias cualitativamente distintas.

En el ámbito educativo, los procesos de enseñanza-aprendizaje también son procesos cualitativo-productivos. Del mismo modo que resulta absurdo evaluar los conocimientos de historia de un alumno en base al número de reyes godos que recuerda, o los conocimientos de física en virtud de la cantidad de fórmulas que ha memorizado,  carece de sentido evaluar los saberes adquiridos en base a criterios cuantitativos.

Últimamente se oye hablar a los profesionales políticos de educación de que el profesorado tiene que ser flexible en los contenidos conceptuales y procedimentales y enfocar, desde el confinamiento, la evaluación de acuerdo a los actitudinales. Como las sagradas escrituras, el currículo educativo se adapta a lo que sea menester. La magia de la docencia completará el milagro.

Cuando el jueves 12 de marzo, el presidente Lambán anuncia la suspensión de las clases presenciales en todos los centros educativos de Aragón (y la restricción de movilidad al tiempo que convoca presencialmente a los 32 presidentes comarcales) a partir del lunes 16, la comunidad educativa se divide entre los apóstoles del “ya se veía venir” y los escépticos del “¿y ahora qué carajos hacemos?”. El viernes 13, como todo el mundo sabe, nadie se podía contagiar.

Y allí comienza la épica del profesorado y el alumnado, la inevitable desventura del confinamiento. La inconmensurable labor de afrontar una situación excepcional con la normalidad que caracteriza a un misionero. Los diálogos devienen emails interminables con instrucciones difícilmente comprensibles, moodle, classroom, publicidad, videoconferencias, profesores youtubers.

Se ha dicho que el virus no entiende de clases pero sí su gestión. Igualmente, la educación telemática, el célebre “teletrabajo”, también entiende de clases. Se trata de brecha social, no sólo digital. La realización de las tareas se modifica según una geografía social variable. Obviamente, el alumnado que, en su unidad de confinamiento, cuenta con un ambiente acogedor y un capital cultural suficientemente amplio obtiene privilegios sobre el que tiene un solo ordenador para tres hermanos y le “robaba” la WiFi al bar de abajo.

A pesar de los grandes halagos recibidos desde las instituciones educativas, cualquier docente podrá comprobar la segmentación social entre los que “responden de manera eficiente” y aquellos que no dan o no pueden dar señales de vida. En tiempos del coronavirus, la crisis de la política educativa, y en concreto de la educación pública, queda manifiesta por muchos parches que se quieran remendar. Al igual que la crisis sanitaria encierra una crisis económica, también supone una crisis educativa.

Y, sin embargo, en ciertos ambientes, se pretende dar una apariencia de normalidad: “el curso sigue adelante”, “la comunidad educativa está preparada para esto”, “la fecha definitiva de la EvAU será del 7 al 9 de julio”, “el profesorado tendrá que ser flexible”, “juntos lo superaremos”. La rapidez de la interiorización de estos mensajes en buena parte del profesorado no deja de ser sorprendente.

La novedad implica cierto punto de incertidumbre y, en tiempos nebulosos, un clavo ardiendo puede otorgar cierta estabilidad. Cuando la ministra de educación italiana, Azzolina, comunicó la pretensión de asegurar el año escolar y facilitar un aprobado general, miles de tertulianos expertos en política educativa salieron a posicionarse a favor o en contra por las redes sociales. Desde hace una semana el debate se ha trasladado aquí. El profesorado, polarizado como siempre, se divide entre los que sostienen que “ya se veía venir” y los que dicen “¿y ahora qué carajos hacemos?”. Los primeros asumen las declaraciones de Celaá como instrucciones cristalinas para una resolución eficaz del conjunto problemático derivado de la situación actual. Los segundos están divididos, a su vez, entre los que dicen que “no van a aprobar a todo dios” y los que se lo están pensando.

Y lo cierto es que quieren situar el debate sobre la próxima implantación del aprobado general en el terreno de la docencia pero el profesorado aún no se ha pronunciado. Si la decisión se toma desde arriba, entonces tendrá que ser el Ministerio, la Consejería de Educación o la institución política correspondiente quien asuma tal decisión. Nos equivocamos si pensamos que esta es una imposición del gobierno. Entre las labores docentes consta el ejercicio de un proceso de evaluación. Corresponde, pues, a la comunidad docente manifestarse y tomar la decisión. Aunque para una parte significativa del profesorado, las sesiones de evaluación se convierten en un proceso de ajusticiamiento del alumnado bajo la categórica rúbrica de listo/tonto/bueno/malo y sus múltiples combinaciones, la decisión no es baladí.

Si aceptamos que en una situación excepcional son necesarias medidas excepcionales, el aprobado general parece la alternativa más sensata en estas circunstancias. Frente a la meritocracia capitalista, si pensamos el proceso de evaluación más allá de la cuantificación calificativa de una nota o incluso si imaginamos la educación sin un protocolo de evaluación, comprenderemos que los saberes adquiridos son de orden cualitativo y cobrarán, de nuevo, sentido las reivindicaciones de los movimientos estudiantiles universitarios a principios de los 70 y las revueltas italianas por el sei politico.

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