La guerra contra la felicidad de los pobres

Que el cambio de Ayuntamiento iba a significar un giro radical en el planteamiento de las políticas municipales era algo que ya sabíamos. Todos los procesos electorales suponen en cierta forma un cambio de ciclo, pero las elecciones del pasado mes de mayo fueron mucho más que eso. Veníamos de cuatro años que no habían sido el panorama ideal que muchas habríamos querido, pero que sí habían supuesto un dique de contención a las políticas neoliberales de saqueo y expolio, además de facilitar las iniciativas populares y de poner freno al acoso que sufrían muchos proyectos sociales. Zaragoza en Común …

Imagen de archivo de un Pleno del Ayuntamiento de Zaragoza. Foto: Pablo Ibáñez (AraInfo)

Que el cambio de Ayuntamiento iba a significar un giro radical en el planteamiento de las políticas municipales era algo que ya sabíamos. Todos los procesos electorales suponen en cierta forma un cambio de ciclo, pero las elecciones del pasado mes de mayo fueron mucho más que eso. Veníamos de cuatro años que no habían sido el panorama ideal que muchas habríamos querido, pero que sí habían supuesto un dique de contención a las políticas neoliberales de saqueo y expolio, además de facilitar las iniciativas populares y de poner freno al acoso que sufrían muchos proyectos sociales. Zaragoza en Común distaba mucho de ser perfecta, pero a comienzos de 2019 era, posiblemente, el proyecto que mejor había resistido a los envites del poder de entre los llamados “ayuntamientos del cambio”. La perspectiva de que el Partido Popular, Ciudadanos y Vox llegaran al poder político formal (pues el resto de poderes ya los ejercían) era, en demasiados sentidos, descorazonadora.

La ciudad lo sabía. Sólo así puede explicarse la inaudita movilización electoral e incluso la participación activa en la campaña por parte de importantes sectores activistas, muchos de ellos abstencionistas convencidos que nunca antes habían ejercido el voto. Lo que pasó en mayo lo conocemos ya y no es éste el espacio para analizar los motivos. Perdimos. Ganaron. Y dio comienzo la política de la revancha: el ansia por hacer en el menor tiempo posible todo lo que no habían podido durante los últimos cuatro años, el afán por destruir todo lo que oliera a colectivo, compartido, comunitario.

Los procesos de privatización acelerada y las prisas por retomar pelotazos y macroproyectos paralizados durante este tiempo como Torre Village no han venido solos. Van de la mano de un despliegue de control simbólico y material sobre el espacio público, del acoso al hacer en común y del aumento desproporcionado de la presencia policial por todas las zonas de Zaragoza que nos atrevemos a nombrar como nuestras. Porque lo primero (el cercamiento de partes enteras de la ciudad para su mercantilización o para el uso y disfrute de unos pocos) no es posible sin lo segundo (la destrucción de los lazos colectivos y la psicosis securitaria). La vuelta de los UAPO (que nunca se fueron del todo, lo sabemos, pero eran al menos otra cosa) tiene implicaciones concretas, pero es sobre todo un gesto simbólico: nos avisa de lo que viene. Es la primera piedra en la construcción de la ciudad vigilada, de la ciudad patrullada, de la ciudad-cárcel en la que no es posible existir fuera de la lógica del consumo individual de bienes y servicios privados.

Azcón, lo dijo en su discurso de investidura, tiene claras sus prioridades. Parece evidente cómo encaja en su proyecto político la campaña racista de odio y mentiras levantada por el Heraldo y utilizada por grupos de extrema derecha para atemorizar nuestros barrios. Más policía y cámaras de vigilancia, por favor, no nos vayamos a creer que la calle es nuestra y que tenemos derecho a habitarla. Derribemos lo viejo, lo sucio, todo lo sostenido por lazos de solidaridad y cercanía; levantemos en su lugar franquicias y pisos turísticos, cualquier cosa que sea vendible, cualquier cosa que sea rentable. No se trata solamente de querernos pobres: nos quieren tristes. Anulada nuestra capacidad de ser personas plenas. El ataque contra nuestras condiciones materiales de vida no basta: la revancha exige ser absoluta. Lo que nos viene, lo que ya está llegando, es un ataque contra la posibilidad de que seamos felices, de que vivamos vidas siguiera un poco dignas de ser vividas. Es el regreso del orden: cada cual en su lugar y la felicidad en el de los ricos que pueden comprarla.

A mediados del mes de junio, las asambleas y colectivos organizadores de las hogueras de San Juan de varios barrios comenzaron a recibir informaciones contradictorias por parte del cuerpo de bomberos y del recién nombrado Ayuntamiento. Tras décadas de quemar lo malo, decían, el solsticio este año no iba a poder celebrarse. El motivo esgrimido era una normativa autonómica aprobada por el PSOE de Lambán, que hace prácticamente imposible la celebración de fiestas populares pero que habría podido esquivarse con un poco de voluntad política. “Nos imponen una normativa que destruye una parte de nuestra identidad” –dijo entonces la asamblea de la Semana Cultural de la Madalena– “Reclamamos el derecho a la ciudad, al uso y disfrute de los espacios comunes, fuera del negocio y del uso mercantilista de los mismos. Gestionar la ciudad únicamente como empresa, pensarla en función del rendimiento económico privado, nos deja desahuciados de lo colectivo”. La ciudad (y la vida) para unos pocos.

Desde entonces, los ataques se han multiplicado. Las hogueras del Gancho y la Madalena se prendieron, igual que se celebró la bajada del canal en Torrero hace unos días y que el primer sábado de cada mes se sigue organizando, a pesar de las amenazas, el mercadillo de segunda mano que prepara en el centro social comunitario Luis Buñuel la Plataforma Social Rastro. Pero se hace todo de otra forma, con menos ingenuidad y con más consciencia de estar ejerciendo un papel de resistencia activa. En alerta por cuál será el próximo espacio que nos arrebaten. Pendientes de qué es lo que toca defender ahora. Asistiendo con impotencia y rabia a la sucesión de multas, amenazas y prohibiciones: el sitio al centro social Kike Mur, la retirada de permisos al festival de rap Underground Plaza durante las fiestas de las Delicias, la llegada de una multa de tres mil euros (el máximo posible) a una persona vinculada al espacio colectivo Vía Láctea por un cartel mal pegado de una actividad que ella ni organizaba. La estrategia está clara y es de acoso y derribo. Cualquier disfrute popular será criminalizado y prohibido. Y no se trata sólo de acabar con la autogestión: nos acercamos a unas fiestas del Pilar vaciadas de calle, con la mayoría de los escenarios y actividades gratuitas suprimidas y con un dispositivo represivo inaudito que contará, incluso, con seguridad privada.

Dice Mario Benedetti en La tregua que “la vida es muchas cosas (trabajo, dinero, suerte, amistad, salud, complicaciones), pero nadie va a negarme que cuando pensamos en esa palabra Vida, cuando decimos, por ejemplo, que nos aferramos a la vida, la estamos asimilando a otra palabra más concreta, más atractiva, más seguramente importante: la estamos asimilando al Placer". Nosotras, nosotros, nos aferramos a la vida en esta ciudad caníbal que parece empeñada en querer destruirla. No hay frontera veraz entre las políticas materiales y las que nos niegan el ocio, el disfrute, el placer – la vida. Son todas partes de un mismo proyecto político que nos quiere no sólo pobres, sino anulados y aislados, carentes de vínculos sociales y derrotados moral y anímicamente. La guerra contra los pobres es también la guerra contra la felicidad de los pobres.

Las cosas claras: no hay escapatoria partimentada posible. No es posible ya más replegarnos en grupos estancos, darlo todo por nuestra red y dejar que la red de al lado se las apañe con lo suyo. Seguir creyendo que los ataques van dirigidos hacia uno u otro proyecto social concreto es un error que no podemos permitirnos. El ataque es contra todo lo que emane vida, contra todo lo que proporcione placer y no esté monetizado. O nos defendemos todas entre todas, todos entre todos, o iremos cayendo colectivo a colectivo, barrio a barrio. Toca construir comunidades vivas, tejidos comunitarios fuertes, espacios autogestionados abiertos y bien anclados socialmente en su entorno. Romper con el aislamiento, arrebatar espacio al monstruo, salir de la ilusión de neutralidad del espacio público para construir la calle, ese sitio donde ser neutral es impensable. Que no nos pueda la política de la revancha: nos debemos a nosotras mismas el ser felices.

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