Fallece Mariano Esquillor, poeta de la imaginación, de la fantasía, constructor de mundos ya olvidados

Mariano Esquillor, poeta aragonés nacido en Zaragoza en 1919, ha fallecido a los 95 años de edad. Como explicaba hace unos años el también escritor Manuel Martínez Forega, en Mariano Esquillor su vocación literaria es ciertamente precoz, pero su ejercicio práctico es, en cambio, tardío; ello puede dar idea de cómo emerge en el panorama poético aragonés su obra torrencial y profusa, fecunda, casi inabarcable entre los títulos que ha ido publicando desde su primer título (aparecido en 1973 en la colección «Poemas» que dirigía Luciano Gracia en Zaragoza) y el que está a punto de aparecer en 2005. Entre …

Foto: David Francisco
Foto: David Francisco
Foto: David Francisco, extraída de la vídeo-entrevista al poeta

Mariano Esquillor, poeta aragonés nacido en Zaragoza en 1919, ha fallecido a los 95 años de edad. Como explicaba hace unos años el también escritor Manuel Martínez Forega, en Mariano Esquillor su vocación literaria es ciertamente precoz, pero su ejercicio práctico es, en cambio, tardío; ello puede dar idea de cómo emerge en el panorama poético aragonés su obra torrencial y profusa, fecunda, casi inabarcable entre los títulos que ha ido publicando desde su primer título (aparecido en 1973 en la colección «Poemas» que dirigía Luciano Gracia en Zaragoza) y el que está a punto de aparecer en 2005.

Entre ambos, dieciocho libros que recogen veintitrés títulos y una antología pertenecientes a un poeta de la imaginación, de la fantasía, a un poeta constructor -nunca mejor dicho- de mundos ya olvidados, de revelaciones, de espacios tan necesarios no sólo para él, sino imprescindibles para la poesía que se precie de llamarse así. Fácilmente podrían traerse aquí las palabras de Paul Valéry acerca de esa etimología tan cara al poeta verdadero como vilipendiada por las corrientes anecdóticas.

Esa labor operística  -continuaba explicando Forega- ha dado por fin con un talante escritural que funda el objetivo de la palabra poética en su más hondo significado (no vulgar, por cierto, pese a la gratuidad comparativa con que se la ha tratado desde los esquemas conceptuales y semánticos contaminados de la más crasa vulgaridad), y ese significado es el de la profecía, el de la visión anticipada de los mundos, el de su conquista por el espíritu que, imperativamente, ha de ser poético para ese fin.

Para ese fin que no es un fin en sí mismo, sino un medio, un tránsito entre lo que se siente y lo que se alumbra; entre aquello que se dice y su contraste con una realidad adivinada. A esto se le llama iluminación por la intuición, y a Mariano Esquillor este valor le sobra por fecundo, por procreador, porque está inscrito en su génesis natural. No le es necesario anunciarlo: es él, en sí mismo, el testigo de cargo y su palabra el testimonio en un proceso que condena a perpetuidad cualquier estrategia modal o moldeable. La carne de la palabra recubriendo el esqueleto poético de un hombre que lo es por ser poeta o viceversa. Así ha de declararse por cuanto de verdad acreedora ha prestado a la poesía que ha adivinado.

Por su parte, Antón Castro recupera dos artículos que le dedicó. Uno es un perfil del hombre y del poeta; el otro es un poema en prosa, tras una cita en la Casa de Amparo y en uno de los bares que frecuentaba.

Mariano Esquillor era un modesto albañil hasta que descubrió la obra de Victor Hugo y la poesía. Sin abandonar el andamio ni la paleta, se convirtió en poeta: abrió su corazón a las metáforas, a la intuición y al sentimiento, y se puso a escribir una lírica próxima a la visión, al hallazgo deslumbrante, a la intuición que arrastra imágenes brillantes, casi imprevisibles. Así ha ido alimentando una producción vasta que le coloca en la onda de los simbolistas y de William Blake. Esquillor es un raro entre nosotros. Su obra ofrece mil recovecos: miradas, lenguaje, viajes al infierno y a la luz que emana de su interior una particular cosmovisión.

Con una importante obra a sus espaldas, entre cuyos títulos podría destacar “Playa de tormentas mudas” o “Arco lírico”, frecuenta el verso libre y la prosa, como sucede de nuevo en este volumen “Opio”, una colección de poemas en prosa sobre la destrucción y el amor, sobre el éxtasis, el desamparo y la locura, sobre la vida y sus destierros. “Siento el amor que de la vida se nos escapa. Nuestro planeta es un cisne con espadas en los ojos”. Casi empieza así Esquillor, que se ha revelado hace apenas dos años pintor y dibujante, un libro inquietante, donde las fuerzas opuestas se conjuran. Pasión y dolor, desesperación y esperanza, cántico o madrigal y elegía, incluso la persona amada es fuente de sombra y de claridad, es un narcótico y un bálsamo, una aspiración a la totalidad desde la cercanía de la muerte.

El éxtasis deriva de los paraísos artificiales, como hubiera dicho Baudelaire, y de la imaginación, pero también aquí vemos la huella casi sangrienta y demoledora de Lautréamont. El libro es un canto a la existencia y acaso una despedida: un compendio de motivos poéticos y de desgarro. La amada, la musa, la modelo del artista que dibuja, encarna la redención y un descanso en el edén de la belleza en medio de un montón de demonios que le visitan de noche. La lírica de Esquillor tiene momentos de gran expresividad: explosiones de genio y de admirable intuición. Y aquí las hay en todas las páginas.

Vida de poeta | Del libro 'Seducción' (Olifante, 2014). Antón Castro

A Mariano Esquillor

A veces me digo: Cuando llegue la muerte qué descansado se quedará uno. Pero por ahora ni la deseo ni la espero. Ni me aburro. Soy insomne prácticamente y nonagenario. Lo máximo que puedo dormir son cuatro o cinco horas; me levanto antes de que el cielo abra sus ojos enrojecidos, sus pestañas de oro antiguo. Me entretengo en pequeños menesteres, y a veces leo algo: William Blake, Paul Eluard, Alejandra Pizarnik, cuánto me gusta esa suicida de pelo corto y temblor de miedo en la voz, o un poemario dedicado de Manuel Pinillos: fue mi maestro y un acicate cuando yo era, sin saberlo, el albañil poeta. Casi siempre releo los dos o tres poemas que he escrito el día anterior. Los releo, los corrijo, cambio alguna palabra y enfrío mi intuición desordenada, el destello de la visión, esas imágenes que me ha dictado un ciego impulso: la premonición de un ángel que llega. Más tarde, desayuno. Y no tardo en salir a la calle. Para alguien como yo la mañana es infinita y a la vez se me agota en un suspiro. Entro en el bar Mateo o en el bar La ribera y pido un café solo y bien cargado. Me despeja la cabeza. La mañana está tranquila ahí dentro: busco una mesa, repaso los diarios y me centro en lo mío. En mi cuaderno de poemas. Y de dibujos. Uso tinta china y lápices de colores desde hace años. Pinto sueños terribles, ojos de espanto, rostros que ni sé de donde salen y que se perfilan, trazo a trazo, como monstruos, como los restos de una pesadilla. Y lo primero que hago es un pequeño dibujo, que es como el umbral de los poemas que voy a escribir, la puerta que se abre a la musa. A veces lo pinto un poco más, e incluso lo firmo. A medida que lo voy haciendo, escucho las voces, las discusiones, esas conversaciones confiadas entre dos amigos, las confidencias entre dos o tres mujeres. Las miro desde mis gafas oscuras, las contemplo con delectación. Ellas no lo saben, pero siempre hay una frase suya que me inspira o que traslado literalmente a los poemas: “Lo quería furiosamente, pero él no quiso enterarse. Era ajeno al mundo de los vivos: desapareció en el mar durante un vuelo a París”, oí decir una vez. Escribí un poema, o una historia, inventé una vida. Lo que más me ha gustado en este mundo han sido las mujeres. Su calor, su proximidad, su imaginación, su belleza irresponsable con un viejo poeta como yo. Tengo una imaginación demasiado frágil al más leve estímulo femenino. El café es mi paraíso: nunca me aburro. A veces son ellas quienes se acercan y me preguntan. Quieren saber qué hago, quieren saber para qué y para quién escribo. Si me hacen esa pregunta, ese es el mejor momento del día. De la semana. Del mes. Les digo. “Escribo poesía para una mujer, a la que nunca le gustó que escribiera poemas. Y me resulta muy fácil percibir su emoción, oír el llanto feliz de sus lágrimas. Ahora sé cuánto le gustan mis versos: regresa cada tarde a nuestro cuarto desde la región de las sombras solo para oírme”.

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