El trágico final de Emilia: otra forma (más) de violencia institucional

El lunes saltaba a la prensa aragonesa una noticia dolorosa. Descorazonadora. Insoportable.

Foto: Derecho a Morir Dignamente (DMD)

Conocíamos que Emilia, una mujer dependiente de 83 años, se veía empujada a tomar la decisión de precipitarse al vacío, en su piso del popular barrio de Las Fuentes, en Zaragoza. Emilia llevaba más de tres años encerrada en su vivienda, sin ascensor, y sufriendo dolores cada vez más fuertes.

El sufrimiento de Emilia, lo conocen de primera mano muchas más personas que se encuentran en la misma situación. Conforme avanza la enfermedad, y el sufrimiento físico se va acrecentando, se va acompañando por una sobrecarga psicológica de saber que se está destrozando la salud y la felicidad de las familiares que se ven obligadas a cuidar, a sacrificar su cotidianidad e interrumpir sus vidas para sostener la nuestra, que ya se escapa.

Este sufrimiento en todos los ámbitos y sus sobrecargos, no afectan, ni de lejos, a todas por igual. No afectan igual a una persona sin recursos para tener una atención de profesionales sanitarios en casa, que puedan hacer curas y atender a su bienestar físico, sin recursos para tener mobiliario medicalizado y adaptado para la dependencia, o sin tener siquiera ascensor en la vivienda para poder salir de las cuatro paredes en algún momento.

¿Pero cómo ha acabado de forma tan traumática y violenta la vida de Emilia?

Tras muchos años luchando por el derecho de las personas a morir dignamente, cientos de personas han acogido la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia, con gran esperanza, con gran alivio y con una expectativa, al fin, de descanso. Un descanso que no podía ser tal si se asumía que se estaba responsabilizando a familiares y seres queridos que, agotados, tenían que enfrentarse a una decisión dificilísima, con el sobrecargo de una posible responsabilidad penal.

Sin embargo, que un derecho sea reconocido, no implica que realmente sea un derecho efectivo. Las organizaciones feministas ya vienen denunciando que, pese a que se cumplen 36 años de la despenalización del aborto y 11 años de su legalización (Ley Orgánica 2/2010), no existe este derecho de manera real aún a día de hoy en los hospitales públicos. En la misma capital aragonesa, de 750 mil habitantes, no hay un solo centro médico público que practique tal derecho reconocido por ley. Hay de facto sólo dos centros concertados que “presten este servicio” desde el año 2010, por los que el Gobierno de Aragón les paga entre 350€ a 1.500€ por aborto, y al que tienen que desplazarse todas las mujeres de Aragón que tomen la difícil decisión de interrumpir su embarazo.

Emilia ha dado un rostro y un nombre a un problema, a una tragedia y a una insuficiencia de la sociedad, que, pese a la nueva ley, persiste. El suicidio de Emilia, visibiliza una vez más cómo la institución, la ley, o la decisión "democrática" adoptada por el poder legislativo, "la asamblea de representantes del pueblo", es papel mojado si va en contra de la voluntad de los poderes fácticos.

La figura del médico sigue encarnando un poder paternalista y conservador. La objeción de conciencia de un facultativo, esconde la aparente insumisión de toda la institución, que por desidia o por grave fallo, ha acabado con la violenta muerte: la realidad es que no se acabó tramitando su petición como denuncia la asociación para una Muerte Digna o en todo caso no se informó debidamente a la familia.

No puede esconderse como objeción de conciencia la situación de negación de derechos para la interrupción voluntaria del embarazo o para la interrupción voluntaria de una vida de sufrimiento. No hay que negar que también es una cuestión de desconocimiento, de falta de profesionalidad, falta de información o falta de responsabilidad y de acompañamiento. En esta ocasión lo que se denuncia es una obstrucción del acceso a este derecho y se teme que no sea una excepción sino una nueva norma.

Haciendo de nuevo el paralelismo, a raíz de la visibilización reciente de la negación del derecho al aborto en los hospitales públicos, se ha descubierto que es la dirección y la gerencia de los centros los que han decidido no practicarlos, como denuncian algunas ginecólogas y matronas. Además, que la interrupción voluntaria del embarazo se realice en un centro privado evita que se tenga que crear una lista de médicos objetores de conciencia.

En este sentido, estamos ante un nuevo derecho, uno que ha costado mucho conquistar. Uno que se nos sigue queriendo negar, sobre todo y como siempre a las pobres, por parte de quienes, de forma paternalista, quieren decidir sobre nuestra moral, nuestra vida y nuestros cuerpos. No puede decidirse protocolariamente no permitir a las personas acceder a unos derechos peleados. No pueden Departamentos enteros de hospitales, decidir no aplicar esos protocolos para mayor comodidad o simplicidad en su trabajo o por las presiones y represalias que puedan estar recibiendo o sufrir.

La figura del médico se encuentra en lo alto del escalón social de la Sanidad, son ellos los que gestionan, son ellos los que dirigen y son ellos los que, si objetan, todo se para. El médico es un ejemplo de profesional protegido, rodeado de corporativismo y con la sensación de ser intocable para el resto de categorías profesionales de los sistemas sanitarios. La propia profesión está impregnada de un conservadurismo que nace de las capas superiores del sistema y que va descendiendo y formando a los nuevos profesionales que se incorporan a la medicina con el objetivo de que no se avance, se siga haciendo todo "como se ha hecho toda la vida" y evitar nuevos paradigmas que se puedan convertir en problemas, complicaciones o trabajo añadido al que ya se tiene.

¿Hasta qué punto se puede anteponer el derecho y la libertad individual de la objeción de conciencia, alegada además como un armazón de conservadurismo para mantener a todo el sistema sanitario en insumisión ante los avances sociales democráticos, a los derechos de cientos de miles de personas?

Esa es la cuestión a la que hay que poner solución para que el caso de Emilia sea realmente una trágica excepción.

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