Sabido es que las cosas de la Iglesia requieren de un tiempo, concepto este que no comparten con el común de los mortales. El Obispado de Barbastro-Monzón ha propiciado un rotundo ejemplo de esa flema en el cumplimiento de sus deberes, así, tras 19 años del primer requerimiento municipal, 18 del segundo, 11 del tercero, 3 del enviado por la Dirección General de Patrimonio en junio de 2020 y la comunicación de una nueva moción aprobada por el Ayuntamiento el pasado septiembre, por fin, ha caído en la cuenta de que la enorme placa franquista ubicada en la iglesia de san Francisco de Asís debía ser retirada. Las leyes de memoria lo exigen y un elemental sentido de la justicia, además, lo viene aconsejando desde la muerte del dictador, noticia de la que algunos mitrados y purpurados parece que no se han enterado.
Pero la Iglesia, igual que se administra la liturgia de los plazos y sopesa la conveniencia comercial de sus acciones, decide libérrima el sentido de los compromisos terrenos. La desmesurada plancha presidida por el escudo preconciliar de la España una, grande y libre, junto con la cruz y la leyenda joseantoniana «Caídos por Dios y por España. ¡Presentes!», había echado raíces en la cultura política de la curia barbastrense y su desaparición, junto con los nombres de los inmolados en defensa de la religión durante la guerra de 1936-1939, parece que no debía ser borrada del todo de la faz de la capital del Somontano, la ciudad que tantos mártires aportó a la causa nacional, la cuna de san Josemaría Escrivá de Balaguer.
La diócesis, a través de su taimada delegación de Patrimonio, valoró lo que ha dado en llamar «la correcta actualización de los elementos patrimoniales que puedan incumplir la Ley de Memoria Democrática» y en consecuencia, señala, ha tomado la decisión sutil, a qué negarlo, de dejar exenta la cruz junto a la nómina de caídos formando en relieve a tres columnas. Como si de este modo se ventilara cualquier atisbo de franquismo y el vestigio contrario a la memoria quedara legalizado y en perfecto estado de revista tras el olivo que plantó un alcalde para evitar la retirada del tenebroso símbolo.
Eliminar los elementos más elocuentemente franquistas del conjunto revela una alevosa salida por la tangente de las leyes, pero además, semejante gatera constituye la expropiación de la causa por la que comparecen en la fachada de la iglesia los nombres de estos vecinos, que antes quedaban amparados bajo la nómina de «caídos» y ahora han sido desheredados de su causa, desposeídos y arrojados al abismo del anonimato, sin guerra ni paz. Un sacrificio insolvente, como un purgatorio de cruz y raya.
Debería saber el Obispado que tiene la obligación de eliminar los elementos contrarios a la memoria y su mastodóntica placa lo es, en todo y todavía más y peor, en parte. Debería saber, como señaló el Juzgado de lo Contencioso de Huesca en relación con el plafón del régimen ubicado en el patio del Ayuntamiento oscense, que semejante «documento histórico es perfectamente compatible con su retirada y en su caso, almacenamiento». Debería saber el Obispado que la pedagogía de la paz es incompatible con la cutre estética urbana de la dictadura, que el turno de los agravios memorialistas y los coletazos del nacionalcatolicismo debe concluir ya, sin plazos, sin subterfugios ni rogativas, como si estuviéramos en el tiempo de la democracia.
Amén.