El monte que está antes de la valla

En el Monte Gurugú se encuentran algunos de los asentamientos de personas subsaharianas que pretenden cruzar la valla de Melilla. En condiciones de vida pésimas quienes viven en esos lugares pueden llegar a esperar hasta un año el día en que saltarán la verja o tomarán una patera hacia Melilla o Almería.

Foto: Pablo Ibáñez (AraInfo)

Un hombre al final de la playa hace fotos a los pájaros con un teleobjetivo mastodóntico. Tiene la Valla de Melilla Sur enfrente y habla con fervor de las migraciones de las aves. Después añade: “A mí la valla me importa tres pares de cojones”. “Si alguien invade tu patria deberías darle una patada en el culo (...) un país que no protege sus fronteras está destinado a desaparecer”, concluye tajante. Algunas exaltaciones nacionales cuestan. Más cuando a menos de 15 kilómetros se encuentra el Monte Gurugú: todo un emblema de la crisis migratoria en Europa.

En Marruecos lo llaman macizo pese a que es un poco pretencioso definirlo como tal. Se trata de un conjunto de pequeñas montañas en frente de las costas mediterráneas donde los migrantes acampan esperando poder entrar a Europa. “Los saltos ya no son frecuentes”, dice un cooperante andaluz de Nador que quiere preservar su anonimato por miedo a que las autoridades marroquíes lo expulsen del país. Quedan lejos aquellos tiempos, en 2014, en que miles de migrantes vivían en los bosques del Monte Gurugú esperando el día del salto. “Ahora el método de paso más frecuente es en barca”, añade el cooperante que recuerda con tristeza que hace una semana 7 mujeres murieron en una patera cuando la Policía española interceptó la embarcación y la obligó a volver a Marruecos.

Parecería que la instalación faraónica de alambre y púas ha conseguido su objetivo, sin embargo, ONGs como la Asociación Andaluza Pro Derechos Humanos afirman que la disminución de saltos se debe a la “legalización” de las devoluciones en caliente. Eufemísticamente son los rechazos en frontera: una persona migrante puede ser devuelta a Marruecos incluso cuando ha tocado suelo melillense. Pese a que Estrasburgo ha decretado que son ilegales, todo hace suponer que la policía española seguirá usando este modus operandi.

En salto o con barca cualquier persona migrante subsahariana que quiere cruzar la frontera está obligada a vivir en algunos de los asentamientos que se encuentran en las inmediaciones marroquíes de Melilla, en los bosques del macizo. Los sirios y sirias en cambio alquilan pisos en Nador o pernoctan en hoteles baratos de la ciudad. Una persona negra no puede salir del campamento porque sería deportada automáticamente. Su color de piel le delata al instante.

Foto: Pablo Ibáñez (AraInfo)
Foto: Pablo Ibáñez (AraInfo)

Actualmente en el monte viven unas 100 personas acampadas. “Son difíciles de ver porque se esconden huyendo de la policía de Marruecos”, afirma el cooperante. “Cuando la policía encuentra campamentos, quema las chabolas de madera y telas en las que viven los migrantes y los deporta hacia el sur de Marruecos o, si no hay mucho presupuesto, a Fez”, señala.

Los otros asentamientos cercanos a la valla son el Bolingo, el Jeudi l’Ancien, el Batuilla, el Carrière, el Jutia, el Sehrif y el Petit Gurugú. Según un informe del Servicio Jesuita a Migrantes (SJM), las personas que se encuentra en estos campamentos se agrupan por nacionalidades y lenguas. Están los campos francófonos y los campos anglófonos.

“Se sospecha que los asentamientos controlados por los nigerianos han degenerado hasta convertirse en campamentos de trata de mujeres”, dice el cooperante. Para las organizaciones de ayuda humanitaria se ha vuelto imposible actuar en estos campamentos.

“En mi campamento mandaba el chef”, comenta un migrante de origen guineano que ha conseguido llegar a Zaragoza. Los chefs son quienes deciden quién puede cruzar la frontera y quién no. Con frecuencia están compinchados con la propia policía marroquí y con los tratantes de personas que les hacen descuentos cuando tienen que montarse en la patera. “Cuando yo llegué al Gurugú, el jefe me hizo una entrevista para saber a qué me dedicaba en Guinea; lo hacía para asignarme una función cuando se tuviera que realizar el salto. Si en tu tierra fuiste ferretero te tocaba abrir la valla con alicates”, aclara el chico que no supera los 20 años. Él estaba muy debilitado cuando su campamento decidió saltar la valla y finalmente cruzó en barca. Su bote se perdió en alta mar y el pánico se extendió entre los tripulantes. “Yo decía que teníamos que volver, pero el conductor me decía que no”, afirma el joven. Finalmente, salvamento marítimo los rescató enfrente de la costa de Almería.

“Cada campamento es un mundo: algunos están organizados de forma horizontal y otros son verdaderas dictaduras”, cuenta el cooperante. Según otro joven migrante que ha llegado a Zaragoza, en su caso de Costa de Marfil, en su campamento del Gurugú, había hasta policía propia: “iban con palos de madera y por lo que más nos castigaban era por derrochar agua”. Cada campamento es un mundo, sí. Pese a eso hay algo común en todos ellos, la violencia. “Las historias que nos llegan son terribles: la policía marroquí hace verdaderas barbaridades”, dice el cooperante. “En una ocasión los propios migrantes nos llamaron desde un campamento para que fuéramos a buscar a una mujer que había enloquecido. Nos la encontramos atada en un árbol... a saber qué le habían hecho sus propios compañeros del campamento... había sufrido un brote psicótico”. Según afirma el informe del SJM, en situaciones como éstas “aparece enfermedades de tipo mental, vinculadas a su situación de estrés y ansiedad”.

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Para ir desde Melilla al Monte Gurugú quienes nos dedicamos al periodismo tenemos que tomar ciertas precauciones. Esconder las cámaras o directamente dejarlas en Melilla para pasar por la frontera y decir que somos turistas que vamos a hacer senderismo. “Marruecos tiene una campaña de imagen de país moderno, islam moderado, derechos humanos democracia, bla bla bla... y todo lo que vaya en contra de eso está perseguido”, comenta el cooperante. Marruecos no quiere que fotografíen sus miserias.

Tras tomar un taxi en la parte marroquí de la frontera de Melilla que nos lleva por 18 euros hasta el punto más alto de la montaña, descendemos andando por una pista de algo más de 12 kilómetros hasta la población de Zeghanghane. Por la carretera pasan pocos coches y todos miran con curiosidad a los dos blancos de excursión. A veces creemos escuchar voces de personas entre los árboles, pero luego descubrimos que se trata de pastores locales. No vemos nada que se parezca a un asentamiento de subsaharianos. Sí que vemos algún coche que pasa hasta cuatro veces por nuestro lado. No podemos determinar a ciencia cierta si se trata de la policía secreta marroquí o de algún soplón.

No vemos a nadie en el Monte Gurugú y pensamos que ojalá fuera verdad. Ojalá no hubiese nadie que huyese de su tierra y tuviese que esperar en el Gurugú, en el Bolingo, en el Jeudi l’Ancien, en el Batuilla, en el Carrière, en el Jutia, en el Sehrif, en el Petit Gurugú, en los desiertos de Algeria, en las pateras en el mar, en los Balcanes, en las islas griegas, en Turquía, en México, en Centroamérica...

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