El 8 de agosto de 2019 la compañía de barcos griega Saos Ferry anunciaba que suspendía su servicio de transporte marítimo entre la ciudad de Alexandroupolis y la isla de Samothrace. El Saos II y el Saonissos, dos de los tres buques que cubrían los 50 kilómetros de recorrido, estaban averiados y las personas que habían accedido a la isla en coche o moto no podían salir de allí. Los telediarios griegos emitían imágenes del caos que vivía el enclave mediterráneo, donde aproximadamente unos 1.000 veraneantes se habían quedado varados. Según algunos damnificados decían en Twitter, la situación era insostenible. La comida escaseaba en los restaurantes y en el puerto principal de Samothrace se formaban grandes colas de turistas que querían regresar a sus casas sin que la empresa de barcos, absolutamente desbordada, los atendiera.
Durante algunos días las personas que estaban de vacaciones tuvieron que dormir en la playa y, según estas mismas, “el puerto de la isla parecía un enorme aparcamiento”.
Κάποιοι επιδίωξαν και πέτυχαν το φιάσκο του «ΑΖΟΡΕΣ» - https://t.co/u6YoCZEmKE #azores #limani #kamariwtissa #manousis #fiasko #dromologio #samothraki #diasyrmos pic.twitter.com/j4JlzKTCEF
— STATUSRadio (@STATUSRADIO_942) September 11, 2019
El 15 de agosto se dio por finalizada la crisis turística gracias a la intervención del gobierno griego que fletó dos buques, uno con capacidad para 140 pasajeros y otro para 600 personas y 75 vehículos.
En parte la rápida actuación institucional tuvo que ver con la presión efectuada en redes. En Twitter se atacaba duramente al recientemente elegido gobierno griego y se le acusaba de abandonar a sus conciudadanos en unas condiciones pésimas. Asimismo, desde los comercios y hoteles de la isla, se describía la situación como “un desastre económico”. Se anularon cuantiosas reservas y algunos lugareños hablaban de verano fallido.
Una semana después del suceso, en la marquesina del puerto, cuando la situación ya se había normalizado, se podía leer aún un cartel de las protestas vacacionales. “Hay alguien ahí fuera para ayudarnos”, afirmaba el trozo de papel.
Sucede que la isla de Samothrace situada en el mar de Tracia es uno de esos enclaves griegos paradisíacos en un país en el que el litoral ha sido entregado sin miramientos al turismo. Quedan pocas islas desconocidas en un mundo que ha pasado de contar con 50 millones de turistas anuales en 1950 a tener 1.400 millones de personas que se mueven y lo visitan en 2018. Es por ese motivo que Samothrace funciona como un secreto que solamente conocen los griegos. Se puede acampar libremente en toda la isla, el naturismo es una práctica frecuente en los ríos y cascadas que hay en el interior insular y por las noches centenares de jóvenes se reúnen para tocar música tradicional griega en Therma, un villorrio al norte con aguas termales que aún conserva cierto halo hippie setentero.
La juventud griega, cansada de pelear contra la troika y la deuda y sus propios gobiernos, encuentra en el islote un espacio de evasión. Pero incluso en el paraíso hay contradicciones. Mientras el alcohol, las drogas y la música toman la noche, en el extremo sur del peñón de 30 kilómetros de diámetro, el más cercano a la isla turca de Gokçeada, llegan barcas con migrantes y es de suponer que otras tantas se hunden en el mediterráneo.
El 19 de agosto mientras tomo un baño en la playa de Ammos la barca de un pescador se acerca abarrotada. Pienso: imagina que en esa barca hubiese refugiados. Y los pensamientos se hacen reales, porque dos policías de paisano se acercan rápidamente a la embarcación y empiezan a descargar mujeres, hombres, niños y niñas que parecen sirios y que visten con ropa poco adecuada para la playa y apenas llevan equipaje. En los detalles se aprecia algo parecido a la desesperación: pese a ir con pantalones largos o calzados con zapatillas de deporte, no les importe mojarse la ropa al pisar la tierra de la playa.
Saco la cámara y disparo intentando pasar desapercibido desde mi toalla de baño mientras los agentes reúnen debajo de una sombra al grupo de una treintena de personas. Acto seguido, uno de los policías se me acerca y me pide que le enseñe las fotografías que he tomado. No hace falta ningún idioma para entender que tengo que borrar las capturas. Las personas migrantes esperan sentadas bebiendo agua hasta que una camioneta y un todoterreno de la policía se las lleva a no sé donde.

Cuando todo ha terminado llegan dos familias de turistas que han reservado un tour en velero. Se hacen selfies posando con el barco de fondo. La contraposición es obscena: unos rostros sonríen y los otros no, unas fotos perduran y las otras son eliminadas. Tampoco quiero señalarles; su actitud es la de todo el mundo. Dejar de mirar para fuera, dejar de pensar en el sufrimiento ajeno para pensar solo en uno mismo. Un selfie.
Nunca sabré la historia de esas personas que llegaron en la barca pesquera. Deduzco al día siguiente, cuando me topo con otra escena, que han llegado en lancha de plástico a otra playa, inaccesible en coche, procedentes de Gokçeada y ahora han sido transportadas a Ammos para un nuevo traslado que nunca sabré dónde.
Distintos elementos están disparando las llegadas de personas migrantes a Grecia en cifras que podrían estar rondando los niveles de 2015, cuando una gran parte de la sociedad europea se volcó por la causa de las personas refugiadas.
El verano especialmente caluroso de la era del cambio climático que ha mejorado las condiciones marítimas está en la antesala de ese aumento. Sin embargo, el motivo más poderoso para entender la situación es la tensión entre Turquía y Europa tras el incumplimiento por parte de Bruselas de algunos puntos del acuerdo de la vergüenza firmado en 2016. En este se disponía que los migrantes que tocaran costas griegas –“ilegalmente”- serían devueltos a Turquía que a cambio obtendría 6.000 millones de euros en ayudas y la promesa de acelerar las negociaciones para que se eliminara el visado para los ciudadanos turcos que viajaran a Europa. Al mismo tiempo, el acuerdo añadía que por cada migrante de origen sirio retornado a Turquía, Europa se comprometía a reasentar un refugiado sirio de Turquía.
En julio, el ministro de Exteriores turco, Mevlüt Çavusoglu, anunciaba que el pacto –en realidad y según el CIDOB, un acuerdo meramente formal sin validez legal a nivel europeo porque no había sido firmado por el Consejo Europeo- quedaba suspendido. Las motivaciones turcas para obrar de tal modo eran el bloqueo económico impuesto por Europa a Ankara por sus exploraciones en aguas chipriotas en busca de yacimientos de gas y la lenta aplicación de la liberalización del visado.
El pacto de la vergüenza consiguió que de las 150.000 personas refugiadas que llegaban mensualmente a las islas griegas el verano de 2015, a principios de 2016 fueran 50.000 y a finales de ese mismo año 3.000 al mes. Con el nuevo escenario geopolítico parece que las llegadas podrían emular a las de 2015 porque Turquía estaría dejando de ejercer como frontera en el blindaje de una Europa asediada por la extrema derecha. En Lesbos por ejemplo, el 29 de agosto llegaron 500 personas en 13 barcas hinchables, un número que sin llegar a ser el de hace cuatro años se le parece. Se asemeja la cifra, pero no la cobertura mediática.
La crisis de los turistas en la isla de Samothrace hizo reaccionar rápidamente al gobierno griego dejando claro que en la solidaridad hay algo muy nacionalista. Por su parte las personas atrapadas pudieron ver por unos días lo que significa no poder salir de una isla y que nadie escuche; vislumbraron la desesperación. Cabe suponer que si les hubiesen dicho que en lugar de cuatro días, pasarían un año en ese mismo lugar hacinados en campos como el de Moria en Lesbos que con 10.000 personas ha rebasado el límite situado en 3.000 o si no supiesen cuánto tiempo iban a pasar en la isla, probablemente, muchas de ellas, pese a saber que el mar depara muerte, se hubiesen lanzado a navegar con una barca hinchable de juguete.
El mediterráneo ya no es ese mar que se quería un crisol de culturas y que retomaba su nomenclatura latina, el mare nostrum, para glorificar su origen milenario. Bañarse en él cada vez es más difícil porque es una fosa común que ahoga 3.000 personas al año; 37.000 cadáveres contabilizados desde 2000 según Stop Mare Mortum. En sus costas se agolpan las barcazas y los chalecos naranjas, quizás el color que mejor define una época de guantánamos e ISIS.
El 20 de agosto la presencia de refugiados en el enclave paradisíaco alejado de las rutas clásicas de migración, vuelve a hacerse evidente. Desde otra playa del sur de Samothrace, Kipos, se observa nítida la isla de Gokçeada. Solo está a 27 kilómetros.
En la carretera paralela al mar que lleva a la playa y que los turistas transitamos para ir a tomar un baño o practicar el windsurf se pueden ver chalecos, bidones de plástico vacíos, botellas de 10 litros de agua sin agua, zapatillas de adulto, zapatos infantiles, ropa abandonada. Cerca del mar como una ballena embarrada está la barcaza hinchable. Las olas golpean contra la patera y su simple ir y venir ha conseguido romperla. Son los restos de esta historia.

En Kipos, la compañía telefónica anuncia al turista apostado en la arena tomando el sol que está recibiendo cobertura turca en lo que parece una metáfora del movimiento en el mundo global: las comunicaciones pasan fáciles, los humanos no.
A mitades de agosto una barca llegaba con 65 personas a Formentera y a finales de mes eran 51 las que lo hacían a Ibiza en lo que supone un viaje extraño y peligroso desde Argelia. Más de 200 kilómetros de navegación para quienes huyen de sus hogares perseguidos por el conflicto.
Como Samothrace, estos dos enclaves baleares son considerados por distintos motivos lugares paradisíacos, antídotos para olvidar el trabajo, las deudas, el estrés, la política, los vecinos, el tráfico, la contaminación. Como en Samothrace será mejor decir que eran. Ya nadie puede escapar de la realidad de las migraciones del siglo XXI: una de cada 108 personas en el mundo es refugiada o migrante.