Contra el monstruo de la sospecha y la mentalidad del martirio

¿Qué es lo que lleva a alguien a asomarse a la ventana móvil en mano para grabar lo que pasa en su barrio, buscando desesperadamente alguien a quien achacar mala conducta? ¿Qué tipo de miseria personal atraviesa a quien descarga contra sus iguales la frustración que le genera esta situación colectiva que nos desborda a todos y a todas? La primera semana de la cuarentena ocurrió algo que me tuvo con el cuerpo revuelto durante varios días. Hacía cola junto con otras cuatro o cinco personas en la puerta del local donde se realiza el reparto semanal de mi cooperativa …

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Qué es lo que lleva a alguien a asomarse a la ventana móvil en mano para grabar lo que pasa en su barrio, buscando desesperadamente alguien a quien achacar mala conducta? ¿Qué tipo de miseria personal atraviesa a quien descarga contra sus iguales la frustración que le genera esta situación colectiva que nos desborda a todos y a todas?

La primera semana de la cuarentena ocurrió algo que me tuvo con el cuerpo revuelto durante varios días. Hacía cola junto con otras cuatro o cinco personas en la puerta del local donde se realiza el reparto semanal de mi cooperativa de consumo (ya sabéis: verdura de temporada producida en condiciones éticas por agricultores de cercanía y comprada sin intermediarios a los productores directos) cuando un vecino se asomó al balcón a gritarnos asesinos. Nuestra primera reacción fue de desconcierto. Nos encontrábamos en la calle para no apelotonarnos dentro del almacén, guardábamos una prudencial distancia de dos metros entre nosotros e íbamos visiblemente cargados con carros y bolsas de la compra. No se podía sospechar que estuviéramos haciendo ninguna otra cosa, y en condiciones mucho más seguras que las decenas de personas que se aglomeraban en el supermercado a escasos 500 metros. En un arrebato de ingenuidad, tratamos de sacarle de su error explicándole que estábamos recogiendo patatas y borraja. Su gesto de satisfacción fue mayúsculo: “yo no llevo siete días comiendo arroz con tomate – nos dijo – para que vosotros salgáis a la calle a matarnos a todos”.

El domingo comentaba con una amiga la ilusión que nos hacía el primer día de salida de las niñas y niños. Nos encontrábamos las dos (ella en Barcelona, yo en Zaragoza) asomadas con ansia a la ventana tratando de intuir la primera bicicleta, el primer patinete, el primer balón que asomara por una esquina anticipando la risa. Pasé una mañana estupenda, disfrutando de la felicidad ajena y de cada conversación infantil que subía desde la calle. Luego entré en twitter, me acordé del señor del arroz con tomate y, claro, se me fastidió el día.

Hay una pregunta que me bombardea una y otra vez la cabeza: ¿qué es lo que lleva a alguien a asomarse a la ventana móvil en mano para grabar lo que pasa en su barrio, buscando desesperadamente alguien a quien achacar mala conducta? ¿Qué tipo de miseria personal atraviesa a quien descarga contra sus iguales la frustración que le genera esta situación colectiva que nos desborda a todos y a todas? Hay en la figura del “policía de balcón” mucho más que un exceso de celo por la norma: hay, sobre todo, un odio irracional que surge de la sospecha de que el otro (da igual quién sea) está menos jodido que tú. Y eso (ay) no puede permitirse.

El miedo y el aislamiento han construido un clima social proclive a la radicalización (para nuestra desgracia, hacia la derecha) de los sentidos comunes. Ante la impotencia generada por realidades colectivas que no podemos controlar, cada vez más gente parece estar cayendo en determinados lugares comunes que refuerzan las pocas seguridades que todavía quedan. Una ética de la desconfianza (yo lo hago todo bien ergo cualquiera que no actúe como yo tiene necesariamente que estar haciéndolo mal) que destruye la posibilidad de construcción de vínculos solidarios y allana el terreno para la extrema derecha.

¿Qué expresa esa necesidad de autoconfirmación de la desconfianza en los demás, de comprobación de que las secretas intuiciones en que “todo el mundo es idiota” (salvo tú, claro) eran correctas? ¿Dónde está la frontera entre la disciplina individual al servicio del interés general, y el ansia censora y represiva de señalar la (casi anhelada) infracción ajena? Tras 45 días de confinamiento, la frustración acumulada se convierte en rencor contra quienes parecen disfrutar de privilegios de los que nosotros carecemos. No contra quienes nos obligan a trabajar sin protección, contra quienes nos multan por ir por la calle sin poder justificar un contrato laboral ni contra quienes acaparan test PCR en clínicas privadas impidiendo su gestión pública, no: mejor contra quienes pasean al perro dos veces al día o le conceden a la niña media hora más de saltar al aire libre. Porque (y esto no es nada nuevo) siempre es más fácil volcar la rabia contra nuestros iguales que tratar de dirigirla contra quienes se encuentran más arriba.

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El sábado pasado se hacía público el resultado de los test realizados a 742 trabajadores y trabajadoras del macromatadero de Binéfar: un 24% dio positivo en COVID-19. El “terror al despido” evidencia lo que muchas y muchos ya denunciamos el 13 de abril, cuando volvieron a sus puestos miles de trabajadoras y trabajadores no esenciales: el enorme coste de vidas y riesgo para la salud pública que iba a suponer el priorizar los beneficios de las grandes empresas por encima de nuestro cuidado colectivo y nuestra supervivencia física. El ejemplo de Litera Meat es especialmente desgarrador por lo que tiene de simbólico (cómo negar el aura de película de terror del concepto “macromatadero”), pero por todas partes se multiplican los lugares donde centenares de personas se ven obligadas a trabajar a diario sin equipos de protección individual y apelotonadas en naves, oficinas o cadenas de montaje donde mantener siquiera un metro de distancia se convierte en tarea imposible.

Seamos serios. No existen dos sociedades separadas, una de lo inevitable (la producción, claro) y otra de lo prescindible (sorpresa: la vida). El hecho de que hayamos normalizado la esclavitud asalariada no la convierte en un mundo aparte, sin efectos sobre el resto de realidades sociales. Si tanto miedo tenemos del resurgir de la curva, si tan convencidas y convencidos estamos de la necesidad del distanciamiento físico extremo, entonces empecemos por señalar los lugares donde éste se rompe a gran escala: fundamentalmente, los centros de trabajo. Afiliémonos a un sindicato, organicémonos en nuestros barrios, neguémonos a trabajar si no es en condiciones seguras. Pero dejemos de disparar contra nuestras vecinas.

La intencionalidad del fotógrafo que baja a la calle cargado con un teleobjetivo está clara: tergiversar la realidad, potenciar el odio, sembrar desconfianza. Pero, ¿qué es lo que lleva a miles de personas (muchas de ellas, de izquierdas) a caer estúpidamente en la trampa, a compartir compulsivamente las mismas cuatro imágenes, a demostrar su ceguera hasta el punto de indignarse con un vídeo (el tan difundido de Plaza Goya en Madrid) donde no se ve a absolutamente nadie incumpliendo las indicaciones? Bajo todo ese resentimiento, bajo esa necesidad de cacarear un discurso precocinado y de ostentar el gesto victorioso de quien ya sabía tener razón, se esconden dos cosas.

Primero, el desarrollo de un proceso de fascistización social que vitorea y legitima la escalada represiva. Al principio, aplaudir a la policía (sic). Después, justificar la oleada de multas. Lo siguiente, quizá, respaldar las palizas y las agresiones. Total, “algo habrá hecho”, “si es que no se nos puede dejar solos”, “demasiada poca policía hay para lo que nos merecemos” … etcétera. La expansión de la vieja acusación neocon de “muchos derechos pero cero obligaciones” a estratos sociales que hasta ahora se habían mantenido alejados de la repetición de semejante tipo de dogmas.

El segundo fenómeno me produce, si cabe, todavía más miedo. Porque debajo de la bilis y el rencor se gesta, soterradamente, una mentalidad de martirio. La incapacidad de asumir que puedan ser correctas las cosas no dolorosas, soportables o que incluso generen goce. ¿Quién se asoma a su ventana para grabar a menores de edad y subirlo a las redes sociales?, nos preguntábamos el domingo. Alguien que ha aprendido a defender la muerte (el hacinamiento en los centros de trabajo, los miles de personas teniendo que decidir si gastar en comida o en luz y gas, el autoritarismo en las calles) y a castigar la vida. Alguien que ha interiorizado la locura de que sólo el sufrimiento es responsable, de que la felicidad es motivo de sospecha, de que nadie tiene derecho a demostrar que está mejor que nosotros. Más allá de los niños, lo que les jode es el disfrute ajeno.

El peligro es una realidad consustancial a la vida. No pretendo argumentar que, por ello, no debamos seguir las indicaciones médicas o que podamos dedicarnos a burlar las recomendaciones sociales. Pero no nos dejemos separar por la sospecha permanente y caigamos en la trampa de pensar que lo malo que pase será culpa de acciones individuales aisladas. Porque no se trata sólo de que sea mentira, sino que además estaríamos haciéndole el juego a la fascistización social y a la extrema derecha.

Leía en twitter hace unos días que se nos va a hacer muy dura la desescalada si la cosa va a consistir en enfadarse con el grupo que pueda salir antes que tú. ¿Queremos culpar a alguien del alargamiento del confinamiento? ¿Necesitamos descargar en algún lugar la rabia, la impotencia y la frustración acumuladas? De acuerdo, pero elijamos bien a nuestros enemigos. Denunciemos a los defraudadores; a los gobiernos que durante los últimos años han desmantelado la sanidad pública para regalársela envuelta a sus amigos; a los especuladores que trafican con bienes de primera necesidad e inflan los precios de los alimentos y del material sanitario; a los gobernantes que permiten que sigan vigentes unas leyes racistas que condenan a la miseria a cientos de miles de personas; a los explotadores que nos obligan a seguir trabajando a pesar de haber aplicado un ERTE, a los que amenazan con despedirnos si nos quejamos, a los que priorizan sus beneficios por encima de nuestras vidas. Aunque para eso hace falta ser más valiente, claro.

Y mientras tanto, disfrutemos de todas las cosas buenas que seamos capaces de arrancarle a esta situación maldita. Comamos rico y bien si podemos, riamos con nuestras vecinas, bebamos todo lo que queramos, disfrutemos de la buena música, absorbamos este sol de primavera si tenemos la suerte de que da en nuestra ventana, defendamos los servicios públicos y disfrutemos del goce de las niñas y niños que gritan de placer en la calle. No hagamos sitio a los monstruos. La vida siempre gana.

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