Mohamed, descendiente directo del profeta según sus propias cartas astrales ya que no quedaba nadie vivo ni del siglo VI ni del XVII −siglo en el que el fundador, Al-Sharif, bastante más avaricioso que el resto de sus compatriotas, se convirtió en sultán−, tardó cuatro días en viajar desde su palacio habitual parisino a la región epicentro del terremoto de 6,8 Richter que sacudió Marruecos recientemente. 50.000 viviendas destruidas, miles de personas muertas y desaparecidas, seis mil heridas y un millón más en estado de emergencia, naturalmente, de las desfavorecidas de Allah, fueron sus consecuencias.
Al cabo de cuatro días −sus negocios parisinos impidieron la presteza−, el jefe espiritual de los creyentes, el dictador más rico del mundo y, puede, el que más taqihah (gorros) tenía de toda la humanidad, se dignó pasear en helicóptero admirando el caos mientras miraba la hora en uno de sus mil doscientos Rolex de oro. Aburrido, al cabo de unos días ordenó al mandamás de sus 1.100 sirvientes personales preparar sus dos Boeing 747 y 737 para marchar a cualquiera de sus veinte palacios en veinte sitios distintos del orbe, todo ello producto del robo continuado al pueblo en su calidad de dictador perpetuo. Era suficiente el postureo: una visita al hospital, oración en la mezquita para que la réplica no le cogiera en su país, la donación de medio cuartillo de sangre con muchos fotógrafos delante y... Esto último, ¡pobrecito!, lo había estresado de tal manera que quería largarse cuanto antes del país.
Además, había dado orden de que se les prometiera, con cargo a los presupuestos y por cada vivienda destruida, 2.700 euros. Ya valía, era mucha tela. Preocupado por si se le hubiera ido el bolígrafo de la mano, llamó al “calculator” oficial del séquito. Este le tranquilizó: era una suma soportable, 135 millones. Oenegés, algunos estados, el banco mundial, enviarían dinero, así que parte de esa limosna se equilibraría con las dádivas. El jefe espiritual y material del país se tranquilizó. Por su real cabeza pasó una idea peregrina: “¿Y si parte de esas ayudas fueran a parar al bolsón particular?”. Contemplaría la posibilidad en su lugar favorito, París.
Por supuesto, en absoluto pensó en detraer unas migajas de su fortuna personal, Forbes la calculaba en 55.700 millones de dólares. El descendiente directo de dictadores se sonrió. La revista especializada en fortunas de las personas más ricas del mundo iba bien encaminada, aunque desfasada. Sus ganancias como máximo accionista del grupo OMNIUM, grupo con valoración por encima de 60.000 millones de euros, no estaban contadas. Había dado orden a una de sus compañías, el fondo buitre de inversiones, de donar, con bombo y platillo, 91 millones de euros. Realmente, le jorobó la limosna, pero su inquina por esta pérdida la compensó cuando un vasallo le comentó que le sería rehecha, enseguida, con un “pellizco” extraordinario para su real patrimonio a los resultados del presente año.
Naturalmente, sus neuronas de niño crecidito y mimado no le daban para saber que su fortuna personal equivalía a la mitad del PIB de su reino de horca y cuchillo. Un ejecutivo del grupo que se atrevió a insinuar que el montante final de la devastación sería de unos 2.500 millones de euros, menos de un cinco por ciento de su patrimonio, fue despedido de inmediato. El directivo pudo dar gracias a sus dioses de que fuera francés y de que no estuviera dentro de las fronteras del reino. Pensó en Jamal Khashoggi, el descuartizado por orden de uno de sus primos hermanos y un escalofrío de terror recorrió su cuerpo.
Después de la catástrofe, pasada la semanita de audiencia en las televisiones, lo dejarían en paz. Poco a poco, las noticias de sus miles de millones, de sus queridas en París o en Gabón, de sus viajes extravagantes y carísimos, de sus seiscientos coches de lujo o sus serrallos en medio mundo serían historia y seguiría siendo lo de siempre: el dictador más rico del planeta a quien le importaba un carajo todas esas gentes harapientas, míseras, sucias que habían tenido la suerte de ir a ese paraíso que los pobres imaginaban antes de tiempo. ¡Allahu Akbar, qué bien pensados los cuentos chinos sobre dioses para imbuir esperanzas a los desgraciados!
Pensó en las recientes catástrofes: la de Libia, la de Grecia, la de su propio país y volvió a lanzar ese ¡Allahu Akbar! en el que no creía. Su padre ya lo decía: “las catástrofes afectan a los pobres, se amortiguan con los dioses y los mangantes como nosotros, hacemos caja”.