Todo es una farsa

DIAGONAL | Reeditada en formato Blu-ray, 'Primera plana' ofrece una mirada mordaz de la amistad, del periodismo y de la instrumentalización electoralista de la justicia.

Walter Matthau y Jack Lemmon en un fotograma de Primera Plana de Billy Wilder.
Walter Matthau y Jack Lemmon en un fotograma de Primera Plana de Billy Wilder.
Walter Matthau y Jack Lemmon en un fotograma de Primera Plana de Billy Wilder.

DIAGONAL | Ignasi Franch | Reeditada en formato Blu-ray, 'Primera plana' ofrece una mirada mordaz de la amistad, del periodismo y de la instrumentalización electoralista de la justicia.

A menudo, la figura del periodista en el cine ha servido de muleta narrativa, impulsándose tramas a través de la curiosidad temeraria que se presupone a estos profesionales. En otros casos, como los de Park Row o Mientras Nueva York duerme, se han realizado meritorias miradas al sector que, a la vez, han llegado a servir para examinar una sociedad.

El periodismo también se ha convertido en material cómico. En este aspecto, es difícil soslayar Primera plana, una pieza teatral llevada cuatro veces a la gran pantalla. A finales de los años 20, Ben Hecht y Charles MacArthur escribieron esta farsa sobre política, pena capital y gacetillerismo compulsivo. En ella, Hildy Johnson es un reportero que quiere reinventarse como hombre casado dedicado a la publicidad. Su principal desafío es conseguir que su jefe, el visceral Walter Burns, acepte su dimisión sin resistirse… ni vengarse. Pero ese conflicto se complicará con la fuga de un condenado a muerte, justo cuando Johnson se despedía de sus colegas en la sala de prensa de la prisión.

Un proyecto ‘retro’

Cuando Billy Wilder (El apartamento) adaptó esta obra, ya se habían producido dos versiones fílmicas. Su Primera plana (1974) supuso una especie de vuelta a los orígenes, al ignorar las alteraciones ensayadas con Luna nueva (1940). Hawks y compañía habían convertido en mujer a uno de los dos protagonistas para llevar el conflicto hacia lo romántico, y también alteraron personajes o eliminaron situaciones para adecuarlos a la censura del momento. Wilder sí quiso (y pudo) recrearse en la acidez del original, limitándose a eliminar algunos tacos y expresiones racistas.

El realizador observa a los periodistas como canallas, a veces entrañables y a veces completamente despreciables: están dispuestos a robar pruebas para explicar una verdad, pero también exageran situaciones o las inventan. El vínculo que se establece entre los creadores y sus creaciones es curioso, porque Hecht, MacArthur y el mismo Wilder fueron periodistas. Contem­plando a sus personajes conjuran sus propios pasados. Pero si los reporteros aparecen como seres casi insensibles, pertrechados en un cinismo que alterna el autodesprecio con la soberbia, el papel de los funcionarios públicos es aún peor: están dispuestos a ejecutar a una persona sabiendo que ésta ha recibido un aplazamiento. Y es que la pena capital es representada como un instrumento para movilizar sectores del electorado, azuzando el terror rojo y la conflictividad racial. La vocación del reportero sirve, de pura casualidad, para fiscalizar a los poderes, sensacionalismos, rutinas negligentes y humor negro al margen. Quizá esto es lo más absurdo y terrible de la ficción: la falibilidad de la justicia se subsana por puro azar.

Contando con más recursos técnicos y económicos que en las versiones anteriores, Wilder y compañía abrieron las ventanas para que la comedia respirase. La sala de prensa de la prisión seguía siendo el centro del relato, pero se detecta un mayor número de escenas exteriores. El resultado es satisfactorio, pero puede considerarse algo apelmazado. Los tiempos de la screwball comedy (género vigente en los 30) quedaban lejos, y el revival puede parecer ligeramente necrófilo. De hecho, algunos de los elementos más destacables parecen más bien novedosos, como una caracterización frágil del anarquista que recuerda al primer Woody Allen. Pero esta desconexión con el presente no necesariamente es negativa. Quizá en Primera plana pueden intuirse, a pesar de su tono exagerado y de su enfoque retro, algunas verdades intemporales del periodismo ausentes en obras más apegadas a su momento histórico, como El último testigo (1974), Todos los hombres del presidente (1976) e incluso Network (1976).

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