Tenía yo once años cuando realicé mi primera salida al monte. Fue organizada por el colegio y yo ignoraba todo acerca de ese lugar al que nos iban a llevar. El destino era poco relevante. El principal atractivo para aquella niña lo constituía la perspectiva de pasar un domingo con las compañeras, bajo la atención que nos prestara la monja responsable de velar por todas. En casa, los días precedentes estuvieron llenos de consejos: si miras a los lados en el autobús te marearás, cierra bien la fiambrera y la cantimplora –ambas de estreno-, abrígate si sudas. De algún modo, …
