De niño me acerqué al rugby a través del UHF. Un puñado de partidos del V Naciones, emitidos en aquella cadena que después pasaría a denominarse La2. Lejos de comprender el deporte deseaba ver las alineaciones a toda costa. Una lista de apellidos franceses, galeses, irlandeses, escoceses o ingleses, venía seguida de una serie de profesiones que el narrador solía mencionar. Carpintero, agricultor, policía, abogado, ganadero, minero… Me fascinaba, ver a gente corriente, que se ganaba el sueldo de diferentes formas, dejarse la piel, literalmente, en torno a un balón ovalado. Pese a que el fútbol de entonces, todavía era un deporte medianamente respetable, la actitud y el sacrificio de estos rugbiers superaba con creces a la de los futbolistas más aguerridos.
Por alguna extraña razón el rugby dio paso a la hípica y al golf en esa cadena. Me quedé sin el V Naciones televisado. Me reencontré con el rugby gracias a un profesor de filosofía del instituto. Un rugby de muy bajo nivel, y lo empecé a practicar, en un sitio con tan poca tradición como Aragón. Para entonces, el profesionalismo se atisbaba en muchas ligas y algunos, cobraban bajo mano lo que la IRB no permitía hacer mediante contrato. Poquito a poquito llegaba el rugby moderno.
El Mundial de 1995 fue la antesala de la declaración oficial del rugby como un deporte abierto al profesionalismo. Jonah Lomu, fue quizá el símbolo de lo que el profesionalismo podría traer, y de hecho, trajo a los pocos meses. Lomu era un jugador de rugby, no excesivamente talentoso técnicamente, pero un portento físico, que con cerca de dos metros de altura y 120 kilogramos de peso, desarrollaba velocidades de plusmarquista y se deshacía de los contrarios con inmensa facilidad. Pero además, Jonah era un producto de marketing perfecto.
La famosa jugada del mundial de 1995 en la que Lomu se deshizo, tras recibir un mal pase, de tres jugadores ingleses, con una facilidad apabullante, sería la primera de una serie de descosidos a defensas de diferentes naciones. En el mundial de 1999 Francia sería la víctima de una jugada parecida. En esta ocasión Jonah se zafó de hasta seis jugadores galos para plantar el oval ante la mirada atónita de un Émile Ntamack que salía despedido del all black momentos antes.
El caso es que Lomu de nuevo trajo el rugby a la televisión, de forma fugaz, por estos lares. De nuevo me atrapó en la pantalla el balón oval. Aquella imagen distaba bastante de las del V Naciones que añoraba de mi infancia. Pero ese tipo era ciertamente espectacular. Tanto que alguna de esas embestidas quedaron grabadas en mi memoria para toda la vida.
El profesionalismo cambió el rugby rápidamente. Más físico, más contacto. Mucho más rápido. Aquellas cordadas de altos, bajos, gordos y esbeltos, pasaron a ser quinces de superhombres, como los que hoy vemos en las pantallas, y con algo de suerte y dinero en alguna de las catedrales del rugby. Parte de culpa la tiene Lomu. Puso su granito de arena, quizá varios, para que disfrutemos de un nuevo rugby, veloz y contundente, que ha cambiado substancialmente en tan solo dos décadas de profesionalismo. Un rugby espectacular que ha eclipsado a la belleza añeja de las contiendas del rugby amateur.
Pese al cambio, yo, como muchos y muchas otras, mantengo mi dosis de aquel rugby amateur casi a diario. Todavía convivo con esos entrenamientos nocturnos, de gente cansada de trabajar y estudiar, que comparten vestuario, y luchan por ganar partidos en campos alejados de cualquier glamour. En cierto modo tengo la suerte de disfrutar de ambos. De aquel rugby romántico que me cautivó de niño, y de ese otro que me fascina como jugador.
Hoy me despertaba con la noticia de que Lomu había fallecido en Auckland, a los 40 años, aquejado de un síndrome nefrítico que ya le había hecho pasar por un trasplante de riñón, y le mantenía a la espera de otro. No voy a hablar más de él. Hoy corren los ríos de tinta con sus hazañas y sus sufrimientos.
Descansa en paz Jonah.