Hacia la universidad del común

La suspensión del acto de apertura del curso universitario por parte del Rector de la Universidad de Zaragoza, acto en el que estaba programada la presencia del ministro de educación del Estado español, José Ignacio Wert, y del príncipe heredero español, Felipe de Borbón, nos enfrenta a muchas preguntas algunas de las cuales quizá fuera conveniente explicitar. En primer lugar, porque, con acto o sin él, el curso se ha abierto, las clases han comenzado a impartirse y todo parece ingresar en la normalidad aterradora que dibuja una educación cada vez más ajustada a la razón neoliberal. Pero también porque, …

Foto: Junta de PAS
Foto: Junta de PAS

La suspensión del acto de apertura del curso universitario por parte del Rector de la Universidad de Zaragoza, acto en el que estaba programada la presencia del ministro de educación del Estado español, José Ignacio Wert, y del príncipe heredero español, Felipe de Borbón, nos enfrenta a muchas preguntas algunas de las cuales quizá fuera conveniente explicitar. En primer lugar, porque, con acto o sin él, el curso se ha abierto, las clases han comenzado a impartirse y todo parece ingresar en la normalidad aterradora que dibuja una educación cada vez más ajustada a la razón neoliberal. Pero también porque, si bien alguien pudiera pensar que la suspensión del acto es un acontecimiento menor y sin excesiva importancia, muy al contrario, ésta supone la emergencia de todo un nuevo escenario, un campo de posibilidades que previamente no existía y, por lo tanto, no podía ser siquiera intuido, apenas imaginado. La primera pregunta pero también la última que se impone no es otra que  la de cómo vivir y aprender sin ese dinosaurio mutante que es y ha sido a lo largo de la Modernidad —e incluso ya desde antes, desde la Edad Media— la institución universitaria. Casi mil años nos separan de la fundación de las primeras universidades occidentales. Sin duda, la universidad se ha demostrado uno de los dispositivos de saber y poder no sólo más persistente de nuestra historia reciente sino también más efectivo. A lo largo de los siglos, ciertamente de maneras variables, a su través se ha organizado tanto la producción de verdad como la selección y distribución de conocimientos, la formación diferencial de las poblaciones y el reparto asimétrico del capital cultural, la gestión, en definitiva, de los procesos de subjetivación y composición social.

Pero, qué ocurre —qué ha ocurrido, qué va a ocurrir— cuando el acto institucional no tiene lugar, qué importancia tiene la supresión del rito que declara abierto el curso universitario. Los rituales tienen una potencia performativa y, por tanto, una efectividad material difícilmente evaluable en sus consecuencias. Cualquier etnólogo sabe hasta qué punto la estabilidad de un orden social se asienta sobre la repetición de rituales codificados. ¿Existirían los cristianos sin el bautismo? ¿Qué diferencia existe entre una pareja casada y una que no lo está? ¿Qué pasa con los seres queridos difuntos que no son despedidos a través de las ceremonias fúnebres? ¿Cómo se compondría el tiempo si no celebrásemos el fin de año, la llegada de la primavera, el solsticio de verano? ¿Sería acaso un tiempo lineal, o seguiría apareciendo como la sucesión de segmentos temporales iguales los unos de los otros y siempre repetidos? ¿Se envejece sin soplar las velas de cumpleaños? Los rituales fijan el sentido y la percepción del tiempo y el espacio: el feminismo nos ha enseñado que incluso la determinación del sexo o la raza, la construcción de nuestros cuerpos y nuestros más íntimos deseos depende de la continuidad de ciertas invocaciones y gestos. El rito tiene efectos constituyentes. En la vida, pero más aún en la universidad, que es poco más que una gran escenografía sin otro sostén que su repetición continuada. La supresión de un rito institucional como es la apertura del curso universitario introduce a toda la institución en un impasse. El curso tiene lugar. Al menos por el momento. Y, sin embargo, nunca ha empezado. Los novios quizá aún vivan juntos por un tiempo, pero no se han casado. Uno de los contrayentes se dio a la fuga el día de la boda. No acudió —no acudirá— al acto.

La oportunidad —ese tiempo extraño, siempre breve, en el que el marco de los posibles se abre— está dada. Quizá podamos empezar a trabajar en responder entre todos a la cuestión de cómo hacer una universidad que no sea una institución pública bajo control y administración del Estado, ni una entidad privada, empresa de servicios dedicada a la obtención de beneficios y a la producción directa de plusvalía, ni, por supuesto un monstruoso híbrido público-privado, sino una institución del común, de todas y para todas. La suspensión del acto de apertura tiene, paradójicamente, la virtud de sí abrir un espacio nuevo a partir del cual comenzar a inventar un nuevo marco para la producción y distribución del saber. La universidad por venir habrá de erigirse sobre una exigencia ineludible, la de la democratización radical de la institución: de su gestión interna, que ha de abrirse a la participación de todas, pero también de los procesos epistemológicos de producción de verdad, escapando a la lógica perversa del saber experto. Algunos experimentos se están ya haciendo. La construcción de otras formas de saber distintas de las hegemónicas está en marcha. Los intentos todavía son defectuosos, sin duda. Pero el laboratorio está tratando de perseverar. Entre esos experimentos está el seminario que se ha organizado desde de Nociones Comunes Zaragoza, "Las actuales luchas por la democracia: destituir el gobierno de las finanzas, constituir el común". El lunes 23 quienes participamos en este ensayo de la universidad por venir, en este tanteo de cómo pueda ser una institución del común dedicada al saber, sí celebraremos la apertura del curso. Sin príncipes ni bufones.

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[Pablo Lópiz Cantó es miembro del Consejo de Redacción y director de Revista Turba]

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