El coronavirus y mis muchos miedos

Necesito volcar algunos miedos en un papel. Me suele pasar con diferentes sensaciones: el odio, el temor, la ira…; me llevan irremediablemente a acercarme a un teclado y tratar de plasmar con palabras las sensaciones que me recorren el cuerpo y los pensamientos que desbaratan mi normalmente calmado cerebro. Sí, tengo miedo. La actual situación a la que está llevando el coronavirus al planeta me desconcierta y siento un vértigo y un miedo que antes no hubiera ni percibido. De hecho, en situaciones normales, habría hecho un par de chascarrillos, como los que seguramente hice hace unos días en las …

Foto: OMS

Necesito volcar algunos miedos en un papel. Me suele pasar con diferentes sensaciones: el odio, el temor, la ira…; me llevan irremediablemente a acercarme a un teclado y tratar de plasmar con palabras las sensaciones que me recorren el cuerpo y los pensamientos que desbaratan mi normalmente calmado cerebro.

Sí, tengo miedo. La actual situación a la que está llevando el coronavirus al planeta me desconcierta y siento un vértigo y un miedo que antes no hubiera ni percibido. De hecho, en situaciones normales, habría hecho un par de chascarrillos, como los que seguramente hice hace unos días en las redes sociales, y habría abierto un libro, o qué se yo, me habría puesto el último disco de Biznaga. Pero hoy no, hoy siento miedo.

Existe un poso de miedo material. No tengo especial miedo al virus pues no estoy, que yo sepa, en uno de los grupos de riesgo. Sin embargo, si temo por familiares que se encuentran en uno de esos grupos. Mi padre es uno de ellos y no se lo toma muy en serio el hombre. Supongo que este miedo será compartido por la mayor parte de la población que tendrán familiares o conocidos en uno de esos grupos de población más vulnerables. O que trabajarán en grupos de riesgo como en los hospitales.

Este miedo es solo una pequeña parte de mis temores. Temo por aquellas personas que son vulnerables, y no por su estado de salud o su cercanía con el virus, sino que socialmente están más desamparadas. Olvidadas. Desplazadas. Sometidas. Me viene a la mente la cárcel, quizá por la cercanía con la que últimamente la siento. Me he acordado estos días de la población del Centro Penitenciario de Zuera que no tendrá actividades. También de la vulnerabilidad de su salud en un sistema en el que la salida del módulo, a diferentes actividades educativas o deportivas, es también una gatera que te saca del hacinamiento, que te deja ver el sol.

He pensado en quienes viven en la calle. En quienes no pueden encerrarse en casa pues carecen de ella. En la tan cacareada higiene reclamada por los medios y políticos cuando duermes en un cajero. Cuando no puedes dormir más de dos noches al mes en un albergue. Cuando obligatoriamente la calle es hogar, la fuente pública tu baño y la caridad tu comida y ropa. Una higiene que, sacándola de lo micro a lo macro, me gustaría saber cómo se le puede pedir a los 3.000 millones de personas en el mundo sin acceso al agua corriente.

Pero si tengo un miedo que supera a todos estos es el del cambio. No porque el cambio me asuste esencialmente. Soy partidario de un cambio radical en la sociedad. Sin embargo, tengo miedo de que este cambio no sea el que deseo.

Con la crisis del coronavirus hemos asumido con resignación el confinamiento obligatorio para las personas contagiadas y el voluntario para evitar una mayor propagación del virus. Un ejercicio de responsabilidad colectiva alentado, sin duda, por un bombardeo mediático y político en el que es, desde hace muchos años, el primer momento en el que todo el mundo en este cainita Estado español parece estar de acuerdo. Las calles aparecían desiertas en la noche del viernes 13, una pesadilla, o un sueño con el que yo personalmente jamás hubiera fantaseado.

Esta asunción de la norma me asusta en cierto modo. Si bien combatir una pandemia puede exigirnos este tipo de medidas, tengo miedo de cuál puede ser el siguiente motivo por el que se nos exija el confinamiento voluntario. La probabilidad de que este tipo de crisis sean cada vez más frecuentes está ahí. Las siguientes pueden ser por la carencia de combustibles fósiles, por el aumento de las temperaturas o por la ausencia de agua. O por las tres a la vez. Y temo que el comportamiento que hoy se considera como ejemplar, y que hemos asumido como normal, se replique en otras ocasiones en las que la rebelión debiera ser la única salida. Imaginen estar encerrados contra su voluntad en casa porque un Estado ha decidido, qué se yo, que el ocio colectivo queda suprimido en su sociedad después de unos disturbios a la salida de un concierto o de un campo de fútbol. Llamadme loco si es necesario, pero me asusta la normalización del aislamiento.

Temo que la muerte del capitalismo globalizado nos lleve también a un escenario de mayor concentración de poder, de cierre de fronteras, de autoritarismos. China se ha puesto manos a la obra a ayudar en lo posible en la lucha contra la pandemia, se juega los cuartos en una Europa que fabrica la mayor parte de sus bienes en Asia y a la que trata como el futuro cliente del 5G por el que mantiene un conflicto con los Estados Unidos. El mundo anglosajón por su parte ha elegido la autarquía en la gestión de la crisis. En el caso del Reino Unido la no gestión.

Puede que esta sea la primera crisis global en tiempos de duda sobre el concepto de globalización y los resultados van a ser inciertos. Es en esa incertidumbre en la que baso mis temores. ¿Qué clase de sociedad pretenden construir tras el largo y costoso, sobre todo en lo ecológico, periodo de capitalismo globalizado? En este sentido, Boris Johnson ya anticipado, de forma soslayada, una especie de juegos del hambre en el que el más fuerte sobrevivirá.

También en lo económico, pero en clave micro, tengo miedo de que la ausencia de beneficios de las empresas, mientras dure la crisis del coronavirus, y en otras futuras, afecte, como sin duda lo hará, solamente a los bolsillos de los y las trabajadoras y a las arcas de los Estados. Por el momento, se verán obligados a hacer frente a un aluvión de pagos en base a ERTEs, EREs y subsidios a la vez que ven sus ingresos reducidos, tanto trabajadores como Estados, con la brusca caída del consumo como futuro inmediato.

Temo también que el coronavirus pierda la batalla y termine siendo algo así como una gripe estacional pero que todas las herramientas de control social se queden o aumenten. Quien haya leído todo el artículo pensará que soy un hipocondriaco social. Una enfermedad para la que no debe existir cura. Pero albergo temores que me llevan a pensar en un escenario futuro en el que el ultra-control sea el postulado que rija los futuros Estados no globalizados con el fin último de preservar su existencia. El lenguaje bélico utilizado por los políticos y el confinamiento voluntario, os puedo asegurar, que no ayudan a quitarme ninguno de estos miedos.

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