Derecho al aborto, neoliberalismo, comunidad

La reciente aprobación de la llamada Ley Orgánica del Protección de la Vida del Concebido y de los Derechos de la Mujer Embarazada ha vuelto, una vez más, a poner de relieve que los cuerpos de las mujeres están, siguen estando, en el centro de las batallas políticas. El campo de las luchas sociales ha reconfigurado sus fronteras en torno a la cuestión del aborto estableciendo una línea de demarcación aparentemente muy nítida entre quienes están a favor de la nueva ley y quienes se oponen a ella. Uno de los efectos de esta nueva configuración es que, de buenas …

aborto-paredesLa reciente aprobación de la llamada Ley Orgánica del Protección de la Vida del Concebido y de los Derechos de la Mujer Embarazada ha vuelto, una vez más, a poner de relieve que los cuerpos de las mujeres están, siguen estando, en el centro de las batallas políticas. El campo de las luchas sociales ha reconfigurado sus fronteras en torno a la cuestión del aborto estableciendo una línea de demarcación aparentemente muy nítida entre quienes están a favor de la nueva ley y quienes se oponen a ella. Uno de los efectos de esta nueva configuración es que, de buenas a primeras, nos vemos luchando al lado de quienes hace apenas unos días eran nuestros enemigos declarados. Quienes nos oponemos a la nueva ley provenimos, en muchos casos, de posiciones inicialmente antagónicas. La pregunta que surge es si, cuando nos enfrentamos conjuntamente a la reforma que impulsa el gobierno, estamos, en realidad, luchando por las mismas cosas. La tesis que se pretende sostener es que no es así. A pesar de estar en un mismo frente de la batalla los objetivos permanecen heterogéneos. Al menos se pueden diferenciar dos tendencias. Una de ellas me parece lleva a un callejón sin salida. O lo que es peor, de vuelta a lo mismo. Manteniendo la terminología ya habitual, para diferenciar ambas tendencias se hablará, por un lado, de feminismo liberal y, por otro, de feminismo de clase o, mejor aún, interseccional. El primero de ellos es una trampa que es mejor evitar.

En momentos como el actual, en el que la urgencia de la acción de respuesta ante la agresión que supone la reforma de la ley se impone ante cualquier otra consideración, las posiciones tienden a confundirse, y el campo de quienes estamos en contra de la reforma de la ley del aborto parece homogeneizarse fuertemente. Al igual que ocurre con el machismo en el interior de los movimientos de izquierda, los discursos liberales, que, por otro lado, en un contexto de dominación de clase, son necesariamente hegemónicos, tienden a borrar los discursos atentos a la compleja malla de opresiones interconectadas, y, en concreto, a la opresión de clase. Esta tachadura también acontece en el interior de los discursos feministas. Muchas veces de modo sutil. Muchas veces cuando creemos estar, precisamente, siendo más contundentes en nuestros asertos y más radicales en nuestras posiciones.

Detectar las derivas liberales de nuestro feminismo es un objetivo prioritario. Y cómo si no a través del análisis de los discursos. Incidir en lo que se dice nos debiera permitir aclarar las posiciones. Quizá, también, bosquejar posibles líneas de acción, fomentar ciertas prácticas, imaginar otras formas de hacer feminismo diferentes de la liberal, unas formas que, atentas a los múltiples vectores de opresión, sienten las bases para una reconsideración de las experiencias posibles.

Feminismo interseccional

Si algo ha puesto de relieve la reforma de la ley del aborto es su carácter clasista. Las restricciones que impone sólo afectarán a las mujeres que se encuentren en una posición de mayor vulnerabilidad social, pero, sobre todo, económica. Las mujeres que cuenten con recursos económicos y sociales que fomenten su autonomía no encontrarán excesivas dificultades para interrumpir un embarazo, ya sea desplazándose a otros países del entorno, pagando por diagnósticos favorables a sus intereses o accediendo a las redes de seguridad que de modo más o menos clandestino se vayan construyendo. Es sobre este vector de clase que trataré de delinear el análisis de los discursos feministas que actualmente se están desarrollando. Por lo tanto, de lo que se trata es de detectar el entrecruzamiento de los vectores de clase y sexo/género para poner de relieve el modo en que ciertos discursos feministas, al favorecer la reproducción de la dominación de clase, fracasan en su proyecto de emancipación feminista y terminan, tras un más o menos largo rodeo, reproduciendo la dominación masculina.

Desgraciadamente, por limitaciones de espacio, pero sobre todo, por falta de fuerzas, me veo obligado a dejar de lado otros vectores que habría que integrar en el análisis. Me parece especialmente importante todo aquello que se refiere a las nuevas restricciones a la maternidad de mujeres lesbianas y mujeres solteras a partir de su exclusión de los servicios públicos de inseminación artificial. También la restricción a la paternidad de hombres homosexuales que se pone de relieve en los acuerdos que el Estado español ha firmado con el ruso en lo referente a las adopciones. Qué decir de las dificultades que afrontan las mujeres migrantes tras las reformas que las excluyen del acceso a los servicios sanitarios básicos. Entiendo que todas estas políticas se articulan de modo coherente con la reforma de la ley del aborto con el objetivo de fomentar unas formas de dominación masculina, heterosexual y racista concretas asociadas a un modelo de racionalidad neoliberal.

La hipótesis del retroceso

El primer aserto que conviene considerar es el que afirma que la nueva ley supone un retroceso histórico. Hay que tener en cuenta que criticando este supuesto retroceso, en último término, se están defendiendo posiciones progresistas, a favor del progreso. Esta postura no sólo es absolutamente estéril, sino políticamente muy peligrosa. Es estéril desde el punto de vista del entendimiento, porque no permite comprender nada de lo que está pasando, nada sobre la función de las nuevas tecnologías jurídicas e ingenierías legislativas en lo referente a los derechos sexuales y reproductivos; pero, además, puede resultar políticamente muy perjudicial por cuanto supone unas concepciones del desarrollo histórico que colaboran con la catástrofe. Walter Benjamin ya diagnosticó en sus Tesis de filosofía de la historia[1] cómo el gran error de la clase obrera alemana había consistido precisamente en creer que nadaba a favor de la corriente[2]. La imagen que, remitiendo al Angelus Novus de Klee, el judío comunista diese del progreso histórico es certera: una acumulación de ruinas sobre ruinas. Sostener concepciones progresistas sabiendo lo que el progreso ha significado para las comunidades colonizadas del sur global así como para las clases populares del norte es cuando menos desafortunado. La socialdemocracia debe estar frotándose las manos, seguro, al contemplar cómo sus cantos de sirena del progreso histórico han alcanzado, de nuevo, los oídos de la tripulación.

Y la referencia a las sirenas, esos monstruos femeninos que la Antigüedad imaginase como mujeres-pájaro que atraen con su canto a los navegantes hacia una muerte segura, no es inocente, ni un descuido misógino. Aquí se utiliza para caracterizar a esos discursos que, diciéndose feministas, abocan, sin embargo, al naufragio. La sirena es aquí esa figura, por lo demás también mitológica, de la mujer blanca pequeñoburguesa, con estudios y un fuerte sentido de su autonomía personal. No es diversa funcional, ni pertenece a una minoría racial o étnica, ni siente sus capacidades profesionales fuertemente devaluadas. En definitiva, la socialdemocracia con alas de feminismo.

La cuestión del aborto y de los derechos sexuales y reproductivos, como más en general, la dimensión de las luchas, no debe ser leída en términos de progreso o retroceso. Las hipótesis progresistas no dejan de considerar que el tiempo avanza de manera lineal hacia un mañana mejor y, lo que es peor, que todas y todos vamos en el mismo barco, que la historia es una. Pero las historias son muchas y diferentes según la posición que se ocupe. Y, en lo que respecta a la reciente reforma de la ley del aborto, poco o nada tiene que ver para las mujeres y la comunidades empobrecidas social y económicamente respecto de lo que significa para quienes sí cuentan con recursos. Mejor que luchar por el progreso es combatir por y pensar en términos de justicia y, en concreto para la cuestión que nos ocupa, de eso que las feministas de Color estadounidenses llaman justicia reproductiva[3].

Hay que tomarse en serio las palabras del Ministro de Justicia cuando afirma que su ley es la más progresista del gobierno[4]. Si bien la primera sensación es que las dice exclusivamente para reírse de quienes nos oponemos a su reforma, lo cierto es que, cuando se toman en serio, revelan un problema que no debe ser eludido y que permite saltar sobre los límites teóricos que implica la hipótesis progresista del retroceso histórico. Efectivamente, la nueva ley no nos devuelve, por más que quieran algunos sectores de la derecha, al pasado. La ley se integra dentro de un marco más amplio de reformas legislativas cuya funcionalidad es necesario investigar. En ese sentido, es la más progresista. Es una construcción normativa cuyo sentido y alcance dependen por entero del contexto actual, de las lógicas neoliberales y de los modos de gestión de la crisis. Por lo tanto, frente a los discursos progresistas que leen la ley como un retroceso, se trata de leer la funcionalidad de la ley en tanto que tecnología jurídica adecuada a la coyuntura actual. ¿Cómo funciona esta tecnología? ¿Qué efectos se persiguen de su aplicación en un contexto social como el que vivimos? Y, sobre todo, ¿cómo afecta al ordenamiento del campo estratégico de las luchas feministas?

Tecnologías del derecho y feminismo liberal

Partiendo, por tanto, de que la reforma de la ley del aborto es una tecnología jurídica totalmente actual, reflejo de las posiciones de ciertos sectores importantes de las élites nacionales e internacionales, la tesis que quiero sostener, y que, por desgracia, tal vez suene provocadora, no es otra que la de considerar que, en realidad, el feminismo liberal, socialdemócrata, y aquellos que han promovido la reforma de la ley del aborto trabajan, a partir de la articulación de sus diferencias, juntos, a favor de la reproducción del dominio de clase y del régimen neoliberal.

Esto aparentemente introduce problemas de delimitación de campo al, supuestamente, obligarnos a plantearnos cuál es la contradicción fundamental, si la que se establece a partir de la cuestión de sexo/género entre quienes están a favor del aborto y quienes están en contra, o bien la que se establecen a partir de los intereses de clase. Pero a estas alturas ya se sabe que no se trata de delimitar contradicciones principales y contradicciones secundarias, sino de observar cómo estas intersectan, cómo los diversos vectores de opresión se articulan y refuerzan unos a otros y, a través de su conjunción, conforman un orden de dominación. Sólo luchando simultáneamente contra las diversas estructuraciones de esta dominación se hace posible quebrar el orden instituido. De ahí que se pueda afirmar que el feminismo liberal trabaja del lado de aquellos a los que dice se enfrenta. El feminismo liberal dibuja un camino de ida y vuelta que, finalmente, refuerza no sólo la dominación de clase sino también la dominación masculina.

El problema, planteado de modo muy escueto, es el siguiente: el discurso feminista parece estar reorganizándose rápidamente a raíz de la reforma de la ley del aborto. Esta reorganización supone la institución de un relato hegemónico dentro del feminismo. Según este discurso hegemónico interior al feminismo el debate se cierra en torno a dos alternativas: por un lado, la sostenida por el gobierno, que defendería una ampliación en la capacidad de control por parte del Estado del cuerpo de las mujeres y de su maternidad; frente a ésta, se encontraría la reivindicación de las mujeres de la propiedad sobre sus propios cuerpos y de su capacidad soberana de decisión. Pero, ¿y si esta narrativa no fuese en realidad antagonista respecto del funcionamiento efectivo de la nueva ley, sino que trabajase empujando en su misma dirección? Tal es la sospecha que se quiere poner sobre la mesa: cuando el discurso reivindicativo feminista se organiza en torno a formas fuertemente individualistas asentadas en la reclamación de la propiedad sobre el cuerpo u órganos del cuerpo ―mi cuerpo, mi coño, mi útero― y sobre la exaltación de la capacidad de decidir de manera autónoma ―yo decido―, se corre el riesgo de trabajar para el enemigo, porque, de hecho, la ingeniería de derecho puesta a trabajar en la ley del aborto no persigue exactamente la extensión o intensificación del poder del Estado sobre los cuerpos de las mujeres, sino, antes bien, la privatización de estos mismos cuerpos y, a través de ella, la desarticulación de las formas de comunidad y de organización de la comunidad opuestas al proyecto neoliberal.

Poder capitalista y dominación masculina

La tesis que aquí se defiende es, por tanto, que asociar la lucha por los derechos a un discurso propietarista y, más en concreto, al discurso del individualismo posesivo, lleva a un callejón sin salida. La reivindicación de la propiedad sobre el cuerpo y, en el caso que nos ocupa, de las mujeres sobre sus cuerpos, sobre sus úteros o sobre sus coños, sólo está en aparente contradicción con la extensión del intervencionismo estatal sobre esos mismos cuerpos. El problema, como en otras ocasiones[5], está en suponer una contradicción entre propiedad privada y gestión estatal, cuando ambas son efectos derivados de un marco liberal o neoliberal previo, y ambas funcionan de manera articulada.

Tratemos de verlo con más detenimiento. Tratemos de observar la reforma no desde un punto de vista legalista, como si emanase del cuerpo de un soberano y cayese como una maldición sobre las gobernadas, sino atendiendo a  los efectos reales que se pueden derivar de su aplicación sobre la sociedad. Tratemos de entender la reforma como lo que es, como una tecnología política, con una efectividad limitada. ¿Qué efectividad tiene la reforma del marco legal y normativo en lo referente a la interrupción del embarazo? Podría suponerse que impedir a las mujeres abortar, pero sabemos que eso no es cierto, y que la normativa el único efecto que puede tener es, si no impedir que las mujeres pobres y sin recursos aborten, sí impedir que aborten en condiciones de seguridad. Lo que se consigue con la normativa es dejar a algunas mujeres, no a todas, en una situación de riesgo y vulnerabilidad extremos. E insistimos: a algunas mujeres, a aquellas que no tienen recursos económicos o sociales. La ley traza, así, una línea dentro del colectivo de mujeres, fijando una frontera de clase, una segmentación entre las que podrán acceder a los servicios sanitarios en condiciones de seguridad y aquellas que sólo podrán hacerlo poniendo sus vidas en juego. Esto se lleva a cabo a través de la privatización de un derecho, mediante la supresión de lo que, con la ley de plazos, aparecía como un derecho público y gratuito, y que ahora pasa a convertirse en un servicio de acceso limitado a quienes cuentan con recursos económicos y sociales. Al sacarse el aborto del ámbito del derecho jurídico se lo saca también del ámbito de los derechos sanitarios. Si atendemos a la cuestión desde una perspectiva de clase observamos que la prohibición del aborto supone, antes que la mera prohibición, más bien la privatización. Esta privatización supone un reparto desigual de la precariedad y una fuerte intensificación de la vulnerabilidad de las mujeres de clases empobrecidas: hoy, cada vez más, en el contexto de esta estafa a la que llaman crisis, del 99 %. A partir de la aprobación de la ley sólo podrán abortar en condiciones de seguridad aquellas mujeres que cuenten con recursos suficientes para costearse no ya la intervención sino las condiciones de seguridad en que la intervención se desarrolla. Por lo tanto, no es sólo una tecnología jurídica al servicio de la dominación masculina, sino, también, al servicio de la dominación de clase. O mejor dicho, es una tecnología al servicio del sistema capitalista y patriarcal.

El cuerpo como propiedad

Si se acepta este análisis, poniendo de relieve la interconexión de dos estructuras de dominación, los discursos feministas que asientan su defensa del derecho al aborto sobre la reivindicación de la propiedad sobre el cuerpo y los órganos del cuerpo dejan de aparecer como discursos claramente antagonistas respecto de las políticas sostenidas por las élites. Esta aserción, por supuesto, no se presenta de manera inmediata como evidente y, por tanto, ha de ser justificada. ¿En qué sentido la reivindicación de la propiedad sobre el propio cuerpo y sobre los órganos del cuerpo no es antagonista respecto de una tecnología jurídica que somete a criterios de mercado el derecho a la interrupción del embarazo? Es necesario detenerse  a observar, aunque sea brevemente, las implicaciones que se derivan de la consideración del cuerpo como algo que se posee, es decir, como una propiedad. Adoptar las metáforas de la propiedad para referirse al cuerpo y a los órganos de cuerpo sólo es posible bajo ciertas condiciones y conlleva la asunción de dichas condiciones si no como naturales al menos sí como inevitables[6]. Somos sujetos encarnados (embodied): la subjetividad se da incorporada. Eso no significa necesariamente que tengamos un cuerpo. Problematizar la presunta naturalidad o inevitabilidad del cuerpo como propiedad permite poner de manifiesto otras posibilidades de acción y otros criterios para la toma de decisión.

La cuestión no es si el cuerpo es o no una propiedad. Más importante resulta saber si el discurso que piensa el cuerpo bajo la metáfora de la propiedad es táctica y estratégicamente el más oportuno para el despliegue de las políticas feministas en lo referente al derecho al aborto. En cualquier caso, conviene apuntar la génesis de estas concepciones que asocian individuo y propiedad, o lo que es lo mismo, las condiciones de emergencia de las teorías del individualismo posesivo, es decir de aquellas teorías que entienden que el ser humano es un individuo propietario de sí, de su cuerpo, sus capacidades y su persona. C.B. Macpherson, en su ya clásico La teoría política del individualismo posesivo[7], ponía de relieve cómo la aparición de la noción misma del individuo propietario de su persona depende históricamente de la maduración de cierto modelo de sociedad, del modelo de la sociedad posesiva de mercado, más habitualmente llamada sociedad capitalista. Efectivamente, las teorías del individualismo posesivo, cuya primera expresión encontramos en Hobbes y que culminan en la teoría liberal de Locke, describen de manera  acertada a algunos seres humanos tal y como estos aparecen constituidos en las sociedades capitalistas: pero precisamente porque han sido constituidos como individuos propietarios: incluso aquellos de quienes inicialmente podríamos decir que no tienen nada, aún poseen sus cuerpos y sus capacidades, es decir su fuerza de trabajo. Ahora bien, ese individuo propietario es una construcción histórica contingente, un efecto de la maduración de las condiciones materiales de producción y distribución propias del capitalismo. Los seres humanos no aparecen constituidos en todo lugar ni en todo momento como individuos propietarios. Ciertas condiciones históricas, materiales, los hacen aparece como tales. De hecho, allí donde no hay propiedad privada no hay individuo.

Geopolítica de los cuerpos

Si bien el análisis de Macpherson es irreprochable, es necesario hacer ciertas rectificaciones más o menos obvias, que en ningún caso contradicen sus conclusiones, sino que las amplían. Si, como se apunta, los seres humanos sólo aparece como individuos propietarios de sí bajo condiciones histórico-sociales concretas, es necesario constatar que tampoco en la sociedad de mercado capitalista todos los seres humanos aparecen constituidos como individuos propietarios. El capitalismo, que ha sido desde el principio un proyecto colonial, racista y heteropatriarcal, ha excluido sistemáticamente del estatuto de individuo propietario a la mayor parte de la población. La línea racial ha instituido una segmentación entre quienes pueden ser considerados propietarios y quienes no. Lo mismo ha ocurrido con la línea de sexo/género. Si en muchos casos se sigue sin reconocer el estatuto de individuo propietario a los habitantes del sur global, en el norte global las poblaciones minorizadas no han accedido a dicho estatuto sino muy tardíamente y de manera tremendamente precaria, tal y como, de hecho, se constata a día de hoy con la reforma de la ley del aborto.

Los análisis desarrollados desde el feminismo marxista, especialmente los últimos trabajos publicados por Silvia Federici[8], han puesto de relieve cómo desde los albores del capitalismo, a través de la “llamada acumulación originaria”, de una acumulación por desposesión que se reitera sin cesar, las mujeres se han visto excluidas del reconocimiento concedido a los trabajadores blancos. Su trabajo y, en especial, el trabajo reproductivo, simplemente no ha sido considerado como trabajo y, por lo tanto, no ha entrado como mercancía en el circuito de intercambios, obviándose la contraprestación del salario. Hasta el punto de que a lo largo de la modernidad muchas mujeres han sido antes consideradas como propiedad que como propietarias. Sin embargo, esos  mismos análisis muestran hasta qué punto la línea de defensa asentada sobre la consideración mercantil de la actividad propia resulta del todo insuficiente y debe ser circunscrita en el interior de un combate más amplio por la transformación del modelo social y productivo.

Los análisis en términos de clase, al menos los herederos de la tradición marxista, han hecho suficiente hincapié en el carácter ideológico de las teorías del individualismo posesivo y en cómo éstas resultan funcionales a la lógica de dominio capitalista. Efectivamente, asentar los derechos en la propiedad y considerar a todos los seres humanos como propietarios no sólo desatiende, sino que oculta las desigualdades. Presuponer que un trabajador es libre por el sólo hecho de estar liberado de las cadenas de la esclavitud o de la servidumbre, cuando, de facto, se encuentra atado por la necesidad y el hambre, cuando no a sangre y fuego, al dueño de los medios de producción, es, cuando menos, tendencioso. Considerar a quien no tiene nada, salvo su capacidad de trabajar para otro, como propietario de una mercancía, igual a otros propietarios que, ellos sí, tienen en su haber los medios de producción y reproducción, es algo peor que tendencioso. Sin duda, las reivindicaciones feministas de la propiedad de las mujeres sobre sus cuerpos, órganos y capacidades responden a una situación de desposesión en la que ni siquiera le son reconocidos los derechos comúnmente asociados a la propiedad. Sin embargo, estas reivindicaciones se enfrentan a las limitaciones derivadas de asumir el marco de la sociedad posesiva de mercado, el cual se fundamenta en la desigualdad radical entre supuestos propietarios y, más importante aún, en la exclusión de gran parte de la población del reconocimiento del estatuto de individuo propietario. Tal vez, como ha apuntado Judith Butler en conversación con Athena Athanasiou, sea oportuno preguntarse si podemos encontrar vías éticas y políticas de oposición a la desposesión forzada y coercitiva que no dependan de la valorización del individualismo posesivo[9].

La razón neoliberal

Pero, volvamos al principio. ¿En qué sentido la defensa del feminismo liberal de la propiedad de la mujer sobre su cuerpo trabaja en el mismo sentido que la tecnología jurídica implementada por el gobierno a través de la reforma de la ley del aborto? Como se ha indicado previamente, la efectividad de la reforma no consiste en prohibir el aborto, sino en privatizarlo, en hacer de la interrupción del embarazo en condiciones de seguridad un privilegio de las mujeres con recursos y en aumentar el grado de vulnerabilidad de aquellas que no puedan costeárselo. La ingeniería del derecho puesta en marcha no pretende impedir nada, sino dejar en manos de cada mujer la responsabilidad de su destino, haciéndolo depender de su capacidad individual para acceder a los servicios sanitarios. De una manera perversa afirma “es tu cuerpo, tú decides, tú lo pagas”. En el contexto del neoliberalismo de gestión de crisis en que nos encontramos, la reforma legal se muestra como una medida no sólo de privatización de lo que previamente fueran servicios públicos, sino de privatización de los procesos de decisión y de la existencia misma de las mujeres, cuyo bienestar queda exclusivamente a su propio cargo. El individuo es abandonado a su propia suerte en un marco de fuerte inseguridad. O mejor dicho, las personas son construidas, a partir de este tipo de tecnologías legales, como individuos y, más en concreto, como individuos propietarios de sí, responsables de todo aquello que les suceda, desligados por completo de las comunidades a las que pertenecen. En este sentido, la reclamación del derecho a decidir, cuando asociada a la metáfora de la propiedad sobre el cuerpo y los órganos del cuerpo, no supone una contradicción para las lógicas efectivas que introduce la nueva ley. Más bien parece que no hace sino profundizar en unas formas de compresión de la subjetividad y de los avatares del cuerpo en consonancia con el proyecto neoliberal. Esto hace que la potencia crítica de tales reivindicaciones se vea fuertemente limitada.

El efecto más obvio de las inevitables limitaciones de las reivindicaciones propietaristas no es otro que la exaltación de la decisión libre y autónoma. Mi cuerpo, yo decido. El individuo propietario de sí aparece como aquel capacitado para decidir sobre su vida y sobre su cuerpo de manera libre, sin la interferencia del resto de los individuos. Con su propiedad, el individuo hace lo que le  place. Cada individuo es una monada, un átomo independiente respecto de los demás átomos, y los derechos de uno terminan donde empiezan los de los demás. El discurso centrado en el derecho a decidir  cae muy habitualmente en la forclusión de la relacionalidad que subyace como instancia ontológica constitutiva del sujeto encarnado. Al instalarse en la hipóstasis del sujeto como individuo libre olvida que éste es un efecto histórico y contingente, derivado de los marcos relacionales concretos en que surge y habita.

Una ontología relacional

Dicho de manera muy burda, nadie decide nada autónomamente, sino siempre determinado por el contexto. Hasta el punto de que eso que llamamos autonomía no es una propiedad intrínseca del sujeto, sino una creación colectiva. Sólo bajo ciertas condiciones sociales es posible una decisión siempre sólo relativamente autónoma y libre. De ahí que resulte oportuno desplazar el foco de atención desde la dimensión del individuo al plano de la comunidad y de los marcos normativos que la conforman, puesto que es allí donde son producidos los grados de autonomía, los márgenes de libertad y, en definitiva, las condiciones para la decisión. Permítase un breve rodeo. Lo que quizá pueda resultar difícil de percibir para la decisión de interrumpir el embarazo se hace de fácil entendimiento en el caso de la maternidad. A saber, el carácter intrínsecamente relacional de la subjetividad y, por tanto, de lo que el sujeto hace y decide. Hay una forma de entender la maternidad como función propia de la madre, y a ésta como individuo aislado. Sin embargo, la maternidad requiere de toda una comunidad implicada de una forma u otra en hacerla posible. Aún en los casos más penosos de aislamiento social y precariedad laboral, es el orden de la comunidad el que hace o no posible el desarrollo de la actividad de la mujer como madre. En situaciones menos terribles observamos cómo las amigas y amigos, la pareja en caso de que exista, la familia y, en definitiva, el medio social, o unas condiciones laborales medianamente dignas y unos servicios sociales efectivos, determinan de manera sustancial el ejercicio de la maternidad. En el límite, del mismo modo que no es posible caracterizar a la madre como plenamente autónoma y libre, tampoco es posible achacarle la responsabilidad de la crianza. La crianza es una responsabilidad de la comunidad, que, de hecho, actualmente reparte de manera desigual los trabajos y las responsabilidades. Este reparto desigual es lo que determina qué significa ser madre hoy y, en condiciones de mayor justicia, podemos suponer otras formas muy diferentes de configuración de la maternidad y la crianza.

Reinventar la comunidad

Frente a la cuestión del aborto el desplazamiento del foco de atención desde el individuo propietario del cuerpo y de las decisiones que atañen a éste a la comunidad tiene efectos semejantes. No se trata en ningún caso de afirmar que ha de ser la comunidad la que decida en sustitución de la mujer. Al contrario, al mostrar el carácter determinado de la decisión de la mujer, lo que se pone de relieve es, precisamente, la responsabilidad de la comunidad a la hora de asegurar y fortalecer las condiciones para una decisión lo más libre y autónoma posible. En boca de una mujer sin recursos la afirmación “Yo decido”, en un marco fuertemente restrictivo para con la posibilidad de decidir de las mujeres, sólo tiene el efecto de esos enunciados que J. Bulter, en conversación con Gayatri Chakravorty Spivak, ha denominado “contradicciones preformativas”: como cuando el esclavo afirma su libertad o como cuando los inmigrantes latinos ilegales cantan en español el himno estadounidense y dicen aquello de “we are america”[10], a través de la enunciación se hace existir aquello cuya existencia misma es negada por la condiciones materiales y sociopolíticas. Sin embargo, no basta la declaración para que el “derecho a decidir” tenga efectividad real. La pregunta que surge inevitablemente es ¿qué pasa con aquellas mujeres que, precisamente, por las condiciones a las que se ven sometidas, no pueden decidir? Es necesario transformar las condiciones materiales, los sistemas normativos y las dinámicas comunitarias de modo tal que la decisión pueda tener lugar de la manera más autónoma posible, para que las mujeres, todas, sin diferencia de clase, puedan tomar la decisión de interrumpir o llevar a término el embarazo con el margen de libertad más amplio posible. Sin duda, lo más perverso de la reforma legal que ha aprobado el gobierno es la referencia explícita que se hace en el título mismo de la ley a la protección de los derechos de la mujer embarazada, cuando uno de los derechos fundamentales de la mujer embarazada no puede ser otro que su derecho a interrumpir el embarazo. La defensa del derecho al aborto, para todas las mujeres y en condiciones de igualdad, no asociada a los derechos de propiedad, sino asentada en la conciencia de que es la comunidad, es decir todos y todas, quien tiene la responsabilidad última de la salvaguarda de la libertad y el bienestar de sus miembros, acaso permita dibujar un feminismo que, al no olvidar su dimensión de clase, ejerza como potencia antagonista frente al patriarcado neoliberal que nos asola.

[Pablo Lópiz Cantó es miembro del Consejo de Redacción y director de Revista Turba]

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[1] Benjamin, W., “Sobre el concepto de historia”, en Obras, Libro I, Volumen 2, Madrid, Abada, 2010.

[2] “‘Le Monde’ critica la ley del aborto y asegura que España va ‘contracorriente’”, El País, 30-12-2013, http://sociedad.elpais.com/sociedad/2013/12/30/actualidad/1388410034_762765.html.

[3] Silliman, J., Fried, M.G., Ross, L., Gutierrez, E.R. (ed.), Undivided Rights: Women of Color Organizing for Reproductive Justice, South End Press, 2004.

[4] Nati Villanueva. “Gallardón: «La Ley del aborto es la más progresista del Gobierno».” ABC.es, 27-12-2013, Madrid, http://www.abc.es/espana/20131227/abci-gallardon-entrevista-201312270948.html.

[5] Me refiero aquí a aquellas luchas que, como la lucha por la educación o por la sanidad públicas, funcionan según el modelo inverso, exigiendo más Estado allí donde los servicios están siendo privatizados. Las luchas por el derecho al aborto también conocen y han funcionado según este modelo, asimilando el derecho al aborto con un derecho sanitario y exigiendo que el Estado se haga cargo de la cobertura. En todo caso, el problema consistiría en asociar los derechos a la defensa del Estado, incluso del Estado de Bienestar. Si la crítica, aquí, no se dirige a este modelo es, primero, porque es una crítica que ya está siendo desarrollada en extenso desde los movimientos de defensa de lo común, y, segundo, porque no parece que actualmente sea el discurso hegemónico dentro del feminismo.

[6] Para Foucault, la diferencia teórica más importante entre liberalismo y neoliberalismo reside aquí. Mientras el liberalismo clásico considera que el sujeto es por naturaleza propietarios de su persona, el neoliberalismo ha dejado atrás el naturalismo para devenir constructivista. El neoliberalismo, consciente de que toda propiedad es efecto de un cierto régimen de derecho, constata que la propiedad del sujeto sobre su persona, sobre su cuerpo y sus capacidades ha ser promovida, creada y asegurada por el Estado. Foucault, M., El nacimiento de la biopolítica, Madrid, Akal, 2008.

[7] Macpherson, C.B., The Political Theory of Possessive Individualism, Ontario, Oxford University Press, 2011.

[8] Federici, S., El calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, Madrid, Traficantes de sueños, 2010.

[9] Butler, J., y Athanasiou, A., Dispossession: The Performative in the Political, Polity Press, Cambridge, 2013, pp. 1-9.

[10] Butler, J. y Spivak, G.C., Who sings the nation-state?, Calcuta, Seagull Books, 2010, pp. 48 y 60-62.

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