Cumpleaños feliz… y extraño

42 AÑOS. Quiero dedicar unas líneas y compartir algunas reflexiones acerca del reciente aniversario de la Constitución Española, un aniversario extraño porque se celebra en medio de fuertes restricciones por el COVID-19, pero no solo por eso. También se celebra en un ambiente de polarización como no he conocido en mi largos años de actividad política, y mira que hubo momentos de enorme crispación. Que, dicho sea de paso, siguieron milimétricamente a sucesivas derrotas electorales de la derecha. Pero de lo que quiero hablar no es de la pandemia ni de los aspavientos exagerados con los que algunos se empeñan …

Cumpleaños
Antonio Piazuelo.

42 AÑOS. Quiero dedicar unas líneas y compartir algunas reflexiones acerca del reciente aniversario de la Constitución Española, un aniversario extraño porque se celebra en medio de fuertes restricciones por el COVID-19, pero no solo por eso. También se celebra en un ambiente de polarización como no he conocido en mi largos años de actividad política, y mira que hubo momentos de enorme crispación. Que, dicho sea de paso, siguieron milimétricamente a sucesivas derrotas electorales de la derecha.

Pero de lo que quiero hablar no es de la pandemia ni de los aspavientos exagerados con los que algunos se empeñan en agitar la vida pública hasta extremos difíciles de justificar. Bajemos el nivel de ruido y hagamos uso de argumentos y razones acerca de un asunto que, desde hace ya algún tiempo, viene siendo recurrente: la posible, necesaria, conveniente o indeseable (según opine cada cual) reforma del texto constitucional de 1978.

Son 42 los años que cumple nuestra ley básica y esa ya es una edad en la que empiezan a hacerse aconsejables algunos retoques, tanto en los seres humanos como en las leyes. Han pasado muchas cosas en nuestro país desde que entró en vigor la Constitución y no me cabe la menor duda de que, en varios aspectos, su articulado ha sido sobrepasado por la realidad y convendría adaptarlo a esos cambios. En ello hace tiempo que estoy de acuerdo con los profesores Eva Sáenz, de la Universidad de Zaragoza, y David Carpio, de la de Barcelona. Hay reformas que apenas suscitan debate, como la preferencia constitucional de los varones en la sucesión a la Corona, o el necesario reflejo en el texto de nuestra integración en la Unión Europea y del desarrollo del estado autonómico. Pero también hay otros asuntos en los que existen puntos de vista enfrentados y sobre los que echo de menos debates públicos y clarificadores que busquen puntos de encuentro. En todo caso, es un asunto delicado puesto que la reforma constitucional tiene procedimientos tasados y, según los artículos a los que afecte, esos procedimientos son largos, costosos y requieren fuertes mayorías.

Con lo que no estoy de acuerdo es con la propuesta, planteada por personas a las que respeto y con las que comparto muchos puntos de vista, que pretende iniciar un nuevo proceso constituyente y, en consecuencia, alumbrar una nueva Constitución, no reformar la actual. Creo que el solo hecho de plantear esta solución es un error político.

Y creo que es un error porque la Constitución de 1978 nació tras un derroche de generosidad y voluntad de consenso por parte de la gran mayoría de las fuerzas políticas y justo eso, generosidad y voluntad de consenso, es lo que en 2020 brilla lamentablemente por su ausencia. Todavía diré más: me parece completamente inimaginable que se puedan acordar siquiera las reformas más imprescindibles y menos polémicas mientras estén al frente de sus organizaciones los actuales dirigentes políticos y se siga manteniendo un clima de enfrentamiento en el que hemos pasado de la discrepancia y el debate (todo lo duro que se quiera) al exabrupto, a los insultos y, avanzando en esa dirección, hasta negar al adversario (considerado ya como enemigo) la legitimidad democrática por más que le respalden millones de votos.

En este ambiente, pensar en la posibilidad de un acuerdo que desemboque en una nueva Constitución, que luego debería ser ratificada en referéndum por el conjunto de los españoles, me parece una fantasía por completo ajena a la realidad de nuestro país hoy. Es imposible que, en la situación política a la que hemos llegado, se alcancen mayorías como las que se alcanzaron hace más de cuatro décadas. Incluso si llegara a contarse con la mayoría necesaria en el Parlamento (algo más que dudoso), el texto que saldría de ahí no sería un buen instrumento para la convivencia y la integración, como lo ha sido el que está vigente, sino un elemento de división, de confrontación ideológica y territorial que solo traería malas consecuencias para todos.

Tal como yo lo veo, antes de abordar las reformas (y no digo ya plantearse un proceso constituyente) será preciso reconducir el debate político hasta llevarlo a los límites de la discusión razonable, lo que obliga a todos a reconocer la legitimidad de cada una de las opciones que han conseguido representación en el Parlamento a través de las urnas. Y estamos lejos de ello.

En el Congreso vemos a diputados, que se sientan en él por voluntad popular (conviene subrayarlo), que no reconocen al Gobierno y lo califican de ilegal. Que consideran a otros enemigos de la libertad (comunistas, bolivarianos…) a los que debe negarse toda posibilidad de gobernar. O independentistas a los que acusan de querer la desaparición de España (olvidando que la propia Constitución avala la defensa de todas las ideas por métodos democráticos). ¿Se imaginan que todos los diputados escoceses partidarios del separatismo fueran tachados de “ilegales” en la Cámara de los Comunes del Reino Unido?. Y los hay que, paralelamente, niegan legitimidad a los que se declaran herederos del franquismo y lo defienden con el respaldo de sus votantes.

Unos y otros están en su derecho de defender lo que les parezca oportuno. A lo que no tiene derecho nadie es a alimentar el odio entre españoles. Un clima de odio, fomentado desde sus tribunas, que no es el mejor para que florezcan los acuerdos políticos en los que debe sustentarse cualquier reforma constitucional… Si no queremos acabar tirándonos la Constitución a la cabeza como, por desgracia, ha ocurrido demasiadas veces en España.

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