Antidisturbios: una formación deficiente

LA MAREA | Antonio Maestre y Eduardo Muriel | Pese a que los más jóvenes habitantes de Linares (Jaén) no conocen su historia, el poblado de La Enira, muy cerca de la localidad, se habilitó en los años sesenta del siglo pasado en el marco de un plan público que preveía alojar a los trabajadores de la Empresa Nacional de Industrialización de Residuos Agrícolas. De las siglas de esta entidad estatal nació el nombre de este pequeño puñado de calles que pronto fue abandonado hasta que, poco a poco, unió su destino al de los agentes antidisturbios. La Trece, una …

Antidisturbios durante las protestas de apoyo a Gamonal en Zaragoza. Foto: AraInfo
Antidisturbios durante las protestas de apoyo a Gamonal en Zaragoza. Foto: AraInfo
Antidisturbios durante las protestas de apoyo a Gamonal en Zaragoza. Foto: AraInfo

LA MAREA | Antonio Maestre y Eduardo Muriel | Pese a que los más jóvenes habitantes de Linares (Jaén) no conocen su historia, el poblado de La Enira, muy cerca de la localidad, se habilitó en los años sesenta del siglo pasado en el marco de un plan público que preveía alojar a los trabajadores de la Empresa Nacional de Industrialización de Residuos Agrícolas. De las siglas de esta entidad estatal nació el nombre de este pequeño puñado de calles que pronto fue abandonado hasta que, poco a poco, unió su destino al de los agentes antidisturbios. La Trece, una compañía de la Reserva General de Policía Nacional, se instaló allí en los ochenta con sus familiares. Cuando el grupo se disolvió, años después, sus integrantes se repartieron por diferentes comisarías y el poblado volvió a quedarse vacío hasta que, de nuevo, cobró vida, esta vez como campo de ejercicio para antidisturbios.

Finalmente, en 2009, se puso en marcha lo que hoy se conoce como Centro de Prácticas Operativas de La Enira, un complejo de entrenamiento en el que, además de las Unidades de Intervención Policial (UIP) –los agentes encargados actualmente de controlar las reuniones en lugares de tránsito público y a las masas en manifestaciones–, también afinan sus habilidades los agentes del Grupo Especial de Operaciones (GEO), la Legión y otras unidades del Ejército, además de policías de otros países, como Marruecos o México. Por el complejo de La Enira, donde simulan situaciones reales como detonaciones, asaltos en viviendas o tácticas de guerra urbana, entre otras actividades, pasan cada año más de 4.000 agentes y soldados.

La UIP es un cuerpo policial de élite al que se accede por unas oposiciones internas que incluyen pruebas físicas, teóricas y psicotécnicas, más exigentes que las necesarias para ser miembro de la Policía Nacional. Una vez superada esta primera barrera, los agentes realizan un curso preparatorio, que sólo supera un 70% de ellos, y tras el cual pasan a integrarse en un cuerpo formado por unas 2.700 personas, que además del sueldo base (de unos 1.500 euros al mes para agentes sin rango alguno) perciben un plus anual de 6.500 euros brutos, más dietas. Esta preparación, así como las jornadas de actualización que se realizan anualmente, se desarrollan en el centro de La Enira. El entrenamiento de un antidisturbios es más exigente que el de un agente de policía raso. En palabras de Serafín Giraldo, portavoz del sindicato Unión Federal de Policía (UFP), su preparación “está en un nivel intermedio entre la policía y los GEO”.

En las calles de La Enira, entre las casas abandonadas y cada vez más deterioradas, los antidisturbios se entrenan con tácticas de actuación en medios urbanos. Unas prácticas que llegaron a ser denunciadas en 2012 por el Sindicato Unificado de Policía (SUP) por su extrema dureza, ya que en ocasiones han acabado con heridos. De hecho, el 21 de mayo de 2008, un agente que se estaba formando en La Enira recibió el impacto de una bala de goma y perdió la visión de un ojo. El policía fue jubilado por incapacidad permanente e indemnizado con 25.000 euros.

La peligrosidad del material antidisturbios es precisamente uno de los factores denunciados por los manifestantes y las organizaciones de derechos humanos y ha colocado a la UIP en el punto de mira durante los últimos años. La Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) envió una delegación de observadores a las denominadas Marchas de la Dignidad, el pasado 22 de marzo en Madrid, para comprobar si el Estado español respetaba los derechos de manifestación. Precisamente, esa protesta se saldó con 67 agentes y un centenar de manifestantes heridos.

Los organizadores de las marchas mostraron de inmediato su indignación por el uso de la violencia policial. Poco después, lo hicieron los propios agentes, que se quejaron de falta de transparencia en la investigación de los hechos. El malestar entre los antidisturbios culminó el 16 de abril, cuando la Confederación Española de Polícia (CEP) y el SUP se manifestaron coincidiendo con la final de la Copa del Rey, en Valencia. Pedían la dimisión del jefe de la UIP, Jesús Ruiz Igusquiza, por “no saber liderar el dispositivo” y por “los fallos de coordinación”. También le reprocharon anteponer “previsiblemente órdenes políticas a las operativas”.

Hermetismo

Uno de los problemas que señalan abogados y organizaciones sociales para evitar que las fuerzas de seguridad actúen de manera desmedida y con impunidad durante las manifestaciones es el hermetismo ante los protocolos de actuación de los antidisturbios. Existen tan sólo unas normas genéricas que pivotan en torno al concepto del “uso progresivo de la fuerza”, basado en el principio de intervención mínima y de menor lesividad.

Para ello, se establece un procedimiento que consiste en el uso progresivo de los medios y el material antidisturbios atendiendo a las órdenes de los mandos. Y poco más. Sólo sobre el uso de balas de goma –una pelota de 90 gramos de caucho macizo con una velocidad de salida de 720 kilómetos por hora– existe la orden de no disparar a menos de 50 metros y de hacerlo siempre apuntando al suelo, algo que, a la luz de los casos de heridos graves, parece no cumplirse a menudo.

Por su parte, el secretario general de la federación de UIP del Sindicato Unificado de Policía (SUP), Jacinto Morales, se limita a alegar que los agentes actúan “dentro del marco de nuestro ordenamiento jurídico”. “Es evidente que en este colectivo, como en cualquier otro, se cometen errores. En nuestra opinión, con la presión actual de un país en recesión, son mínimos y se corrigen internamente”, añade. Amnistía Internacional ha intentado acceder a los protocolos de actuación de los antidisturbios, sin éxito.

“Las informaciones que nos dieron sobre el uso de material antidisturbios eran de tipo técnico, no hay instrucciones claras sobre el uso de la fuerza”, asegura Virginia Álvarez, responsable de política interior de esta organización en el Estado español. “No se hace ninguna alusión sobre la peligrosidad de los materiales y la formación en derechos humanos es muy deficiente”, agrega. Para Amnistía, “los protocolos de actuación de la policía antidisturbios deberían ser claros y públicos”.

Muertos y heridos graves

El caso más dramático ocurrido en los últimos años ha sido el de Íñigo Cabacas, el joven vasco que murió en 2012 tras ser alcanzado en la cabeza por una bala de goma, en este caso lanzada por los antidistubrios de la Ertzaintza. La investigación sigue abierta. Pero no ha sido el único que demuestra la extrema peligrosidad de estas armas. Aquel mismo año, durante la llegada de la marcha de los mineros a Madrid, Consuelo Baudín fue herida por una bala de goma, cuyo impacto le hizo pasar dos meses en cuidados intensivos y casi le cuesta la vida. La Justicia archivó la causa porque no se pudo identificar al agente agresor pero, tras meses de lucha, Baudín logró reabrir el proceso hace dos meses.

A otros manifestantes les ha costado lesiones permanentes, como es el caso de Ester Quintana, que perdió un ojo durante la huelga general de noviembre de 2012 por culpa de un proyectil de goma lanzado por un mosso d’Esquadra. O el de Iñaki, otro joven que recibió el impacto de una bala de goma junto a un ojo y le hizo perder un 95% de visión, durante las protestas de las Marchas de la Dignidad, el pasado 22 de marzo.

“En medio de los discursos, comenzaron las cargas y hubo mucha confusión. Cuando me iba, me giré y sentí el impacto. Vi la bola llegar, noté un intenso dolor y me temblaron todos los dientes”, recuerda. El joven fue atendido por el SAMUR, trasladado al hospital de campaña y, finalmente, a un centro hospitalario. La bala le había fracturado parte del pómulo. Ahora, para que la lesión no empeore, se ve obligado a acudir tres veces a la semana a revisión. “Pierdes un ojo, ni más ni menos. Si me dicen que tengo que reunir mucho dinero e irme a otro país a operarme, pues lo aceptaría mejor, pero he perdido un ojo para toda la vida, ya no hay nada que hacer”, lamenta con la voz quebrada. Iñaki, que está preparando una denuncia, tiene claro que una carga como la ocurrida aquel día “no se puede justificar”.

Jaume Asens, miembro de la comisión de defensa del Colegio de Abogados de Barcelona, explica que las investigaciones suelen archivarse por falta de autor conocido. “Llevar a un agente ante la Justicia es una carrera de obstáculos y además los tribunales dan más credibilidad a los testigos policiales”, afirma el letrado. “Siempre se anuncian investigaciones internas pero nunca se nos dice el resultado; y es que hay un corporativismo terrible, una concepción desmedida de infalibilidad de los policías”, añade. En muchas ocasiones, los abogados presentan en los juzgados pruebas de todo tipo, pero el juez, pese a que reconoce el delito, admite que no se puede identificar al agente. “Sólo puedes averiguar quién ha sido si los propios cuerpos de policía facilitan el dato, pero encubren a sus agentes”, sostiene.

Por ello, resultaba casi excepcional la sentencia de un juzgado madrileño hecha pública a mediados de abril, según la cual un agente debía indemnizar con 480 euros a una activista de la Plataforma de Afectados contra la Hipoteca (PAH) a la que agredió el pasado 21 de marzo, cuando protestaba en la sede de la Sareb, conocida como el “banco malo”. El fallo judicial considera que “la actitud del agente fue desproporcionada y en absoluto necesaria para cumplir su función”. Durante esa protesta, el policía también golpeó al activista que fue a socorrer a su compañera y “le agarró por los testículos”. Por este motivo, se le impuso una multa de 300 euros.

Hasta entonces, las escasas condenas a antidisturbios se han limitado a hechos que no tenían nada que ver con protestas de carácter político. Otro herido grave a causa de una bala de goma es el joven Gabriel Ruiz, quien perdió un testículo por el impacto de otra bala de goma durante las marchas del 22-M. Ahora, está esperando a recibir los informes sanitarios para presentar una denuncia. “La Policía dice que mi lesión no la ha producido una pelota de goma, sino que tiene otra causa”, lamenta.

“Me parece una salvajada. Sé que, cuando cargan, ellos hacen su trabajo, pero también les tienen que investigar; no pueden tener una impunidad total”, reivindica Ruiz. “A mí la lesión no me la puede compensar nadie, yo lo que quiero es que la Policía deje de actuar así”, agrega. Virginia Álvarez, de Amnistía Internacional, denuncia que la búsqueda de responsabilidades policiales es una batalla que siempre se pierde: “Los jueces investigan muy poco, la Fiscalía tiene una actitud pasiva ante las denuncias de malos tratos, pese a las numerosas recomendaciones de organismos internacionales”.

Esta organización ha publicado varios informes desde 2007 en los que insiste en que la impunidad de la tortura y los malos tratos en el Estado español es un problema estructural, un grave déficit democrático que es más palpable ahora, en un periodo de intensas protestas, pero que siempre ha estado ahí. El último ha sido el Estado español: el derecho a la protesta, amenazado, en el que actualiza este seguimiento.

Una de las principales peticiones de esta organización es la “reparación adecuada” de las víctimas, aunque no se consiga identificar al agente de policía agresor. La Policía alega que los casos de malos tratos por parte de agentes son “aislados”. Además, el secretario general de la UIP, Jacinto Morales, argumenta que la jornada laboral es excesiva y lleva al límite a los miembros de estas unidades. “Un funcionario no puede estar en un dispositivo en una manifestación durante diez horas seguidas, donde últimamente además de insultos recibe agresiones físicas por lanzamiento de objetos y al día siguiente volver a otra manifestación de las mismas características”, expone. “Se está traspasando el límite de lo que humanamente se puede soportar y posiblemente éste sea uno de los extremos a corregir para evitar que se cometan errores de funcionarios que se extralimitan en un momento puntual”, concluye.

El Gobierno carga contra la prensa

Las asociaciones que se dedican a la defensa de los derechos humanos se muestran preocupadas por la reforma del Código Penal y la nueva Ley de Seguridad Ciudadana anunciada por el Gobierno, al considerar que promueven la impunidad policial en detrimento del derecho a la información, entre otros. Así lo alertaba la Federación de Asociaciones de Periodistas (FAPE) en una declaración formal al Gobierno el mes pasado, en la que afirmaba que con las nuevas normas se abre un “horizonte de sanciones que pueden derivar en intolerables presiones a los medios”.

El anteproyecto de la conocida popularmente como ley mordaza contempla la sanción del uso de imágenes de autoridades o miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad que “atenten gravemente contra su derecho al honor, a la intimidad o a la propia imagen” o “pueda poner en peligro la seguridad personal o familiar de los agentes, de instalaciones protegidas o en riesgo el éxito de una operación”. La ambigüedad de estos y otros artículos, alerta la FAPE, supone una “restricción indebida” del derecho a la información y expresión.

A ella se unen los ataques sufridos reiteradamente por los periodistas durante el ejercicio de su trabajo. Tanto en Catalunya como en la Comunidad de Madrid se han establecido distintivos –un brazalete y un chaleco, respectivamente– para visibilizar a los reporteros. Una señal que muchos trabajadores de la información se niegan a portar, ya que consideran que justifica la violencia contra los manifestantes.

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