1 de abril del 39: queda inaugurado el infierno

Y perdimos. Ya lo creo que perdimos. Y no solo perdimos la guerra, perdimos nuestra libertad

Paloma Lafuente. Foto: Pablo Ibáñez (AraInfo)

Con los mismos fusiles que asesinaron a un gobierno elegido por el pueblo, con los mismos que convirtieron a este país plomizo y mediocre en una matanza de personas  inocentes, dignas, que prefirieron enfrentarse a ser esclavas, siguieron fusilando durante 40 años nuestra libertad, nuestra voz, nuestras esperanzas, nuestro futuro.

El 1 de abril de 1939 el fascismo abría sus puertas en España, clausurando el pensamiento y asesinando voluntades. Quedaba inaugurado el infierno.

Un país que había amagado, con mucho esfuerzo y trabajo de años atrás, con salir de su  gris oscuro sempiterno para lucir un tono tricolor de igualdad y progreso. Ese país que había empezado a florecer vio cómo quedaba inaugurado ese campo de concentración que rompería vidas y sueños, que ahogaría voces y amores, que gasearía el progreso y la educación. Un país que sumiría a quiénes perdieron la guerra en décadas de tortura, humillación, pobreza, violación y exterminio. Un campo de concentración en el que las concertinas de sus muros se decoraban de  crucifijos, tricornios, de arriba-España y cartillas de racionamiento.

Existe la noticia oficial de que el infierno cerró sus puertas hace cuarenta años. Pero a mí me parece que nunca se cierra lo que sigue supurando, lo que no cicatriza porque sigue enfermo. Porque seguimos perdiendo.

Bebés que jamás han vuelto a abrazar a sus madres, exilio con maleta de cartón llena de miedo y hambre. Cunetas con huesos anónimos enterrados que buscan ojos que los reconozcan y lloren, cabezas rapadas soñando con llantos arrebatados, fusilamientos a bajo cero de pólvora y sangre en la culata.

Ya lo creo que seguimos perdiendo. El dictador genocida del campo de exterminio se afanó en que su legado siguiera por los siglos de los siglos. Amén. Y nos impuso una monarquía cacique, corrupta y dictatorial. Nos inyectó en vena una sociedad sometida a una iglesia castradora de libertades y derechos. Nos dejó la herencia de la incultura, el ostracismo y la pleitesía al amo.

Casi ocho décadas después de su inauguración, nos gobierna la herencia golpista y los huesos de mi gente siguen hundidos y apiñados bajo tierra. Casi ocho décadas después sigo caminando por calles con nombres de verdugos y deciden sobre mi cuerpo quiénes pasean bajo palio.

A una de las pocas supervivientes de aquel infierno le escuché decir hace un tiempo: “Se perdieron nuestras vidas, perdimos a nuestra gente. Se perdió la libertad. Pero la dignidad, la dignidad nunca la hemos perdido.”

Perdimos. Y yo me siento igual de triste que orgullosa de ser una de esas perdedoras.

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