Veía el Grand Prix cada verano. Como muchas otras niñas, me sabía los nombres de los pueblos, imitaba los juegos y admiraba a las presentadoras. Eran todas monísimas, delgadísimas, simpatiquísimas. Eran, básicamente, todo lo que yo no era. Porque yo era gorda. Y si algo aprendimos las gordas en los años 90 es que lo nuestro era mirar, no estar. Aplaudir, no protagonizar. Reír, pero nunca demasiado alto. Por eso lo de Lalachus no es una anécdota, es una revolución. Es una grieta en la pantalla por la que asoman todas las que nunca salimos. Que una mujer gorda, cómica, …

