OCHO minutos es una medida del tiempo que pasa, podría ser como cualquier otro espacio temporal, pero en este caso es el tiempo que ve mi hijo en el contador desde su cabina. Es el tiempo que puedo hablar por teléfono con Javitxu. Ocho minutos se convierten en una nueva medida del tiempo que pasa cuando tu hijo está en la cárcel.
Las primeras veces me quedaba con la voz entrecortada como si eso no fuera posible. La mitología griega distingue a tres dioses como máximos mandatarios del tiempo. El más conocido es Kronos que rige el paso lineal del tiempo, el Saturno romano que devoraba a sus hijos en el cuadro de Goya. Luego está Kairós, que domina la fugacidad del tiempo valioso, el que nos inspira; solo lo reconocerás si eres capaz de subirte sobre su cola o su lomo, pero tienes que estar atento, tiene alas en los pies y va pasa muy rápido. El tercero se llama Aión –a una jota de ser de los Aijón– es el Dios de lo eterno, del tiempo circular. Entender el tiempo como algo más que una simple medida lineal, me ayuda a comprender mejor lo que me ocurre. Aunque me siga jodiendo porque ya no vuelvo a saber de él y desaparece.
Los que conocen el caso, el de los seis de Zaragoza, saben los pormenores. Cuatro años y nueve meses en los que mi hijo, por orden judicial, por aplicación de Ley Mordaza y la reforma del código penal, va a desaparecer y su presencia quedará reducida a visitas mensuales y a una voz durante ocho minutos, también a letras en una carta. Como tiene que escribir de puño y letra, no tienen acceso a escribir e imprimir, al fin veo la caligrafía de mi hijo. Estar en la cárcel es un viaje a tiempos pasados, como el hecho de que te metan preso por manifestarte.
Tampoco puede llamar todos los días, porque es una voz muy preciada y su pareja y su madre y su abuela y su gente de Anticapis y los de su grupo de música, los Frunk, y con quienes debatía de política y filosofía quieren oír esas palabras de persona buena, tranquila y pacífica y le requieren para sí. No estoy celoso, al contrario, orgulloso de que su voz tenga quien le escuche, quien le quiera escuchar porque mi hijo es un ser pensante y decidido a denunciar los mensajes de odio de la ultraderecha, le cuesten la cárcel, a pesar de ello. Se llama coherencia.
En ocho minutos hablamos de política, normalmente marxista o de esa cuerda –sé que para Nolasco esto ya es suficiente para que ambos merezcamos el peor de los infiernos, es lo que tiene la nostalgia del franquismo– también hablamos de algún libro que estemos leyendo –sé que esto también significaría una purga merecida para Nolasco: ¿leen libros? ¡A la hoguera!–, puede ser uno de Philip K. Dick o de comics de Alan Moore, o nos contamos sobre algo que planeamos escribir… También hablamos de fútbol, de un equipo doce años en segunda, de lo fácil que es especular con una nueva, e innecesaria, Romareda. Y nos reímos, siempre me salgo con la mía y le hago reír, y viceversa. De Nolasco, por ejemplo, nos reímos mucho. Para eso hemos nacido los bufones, ¿no? De payaso a payaso, Alejandro: sé de qué va tu circo.
Pero el tiempo “es lo que mide un reloj”, dijo Einstein. En este caso, un deadline que cuando quedan pocos segundos avisa a Javitxu desde su cabina y, en mitad de cualquier conversación, la voz de mi hijo interrumpe de lo que estemos hablando para decirme: “se va a acabar la llamada papá, te quiero mucho.” Mi pecho se hunde, la boca del estómago me quema y pujan por salir lágrimas que llevo cinco años acumulando en este proceso injusto. Aquellas que vienen de algún contacto forzoso entre el alma y el cerebro y que se nutren de una pregunta legítima: ¿Qué tipo de sociedad encierra a Javitxu?
Creo que no somos conscientes de lo que cerca que estamos de perderlo todo, más aún cuando permitimos que mi hijo y los otros tres mayores de edad de los 6 de Zaragoza entren en prisión, o las 6 de La Suiza, o ya antes los jóvenes de Altsasu, Alfon o Hassel que sigue preso por una canción, repetir todo esto no sirve de nada, repetirlo muchas veces cansa. Quizá deberíamos tomar nota de lo que el sistema nos da y lo que nos quita, echar cuentas, y calcular si nos merece la pena seguir buscando justicia en forma de limosna dentro de las instituciones o debemos organizarnos fuera de ellas, a pesar de ellas. Yo tengo la respuesta desde hace un par de meses. Cuando se formalizó que mi hijo entrara en prisión. Ocho minutos no me bastan.
Me falta el resto del día con Javitxu, con sus 24 horas disponible, como diría Kronos, para aprovechar los pequeños Kairós que pueda atrapar dentro de esta organización circular que nos propone Aión.
Sus leyes mordazas, sus cárceles, sus herramientas represivas, me sobran. Que desaparezcan ellas. Que se dibuje la danza humeante entre los rescoldos de las víctimas de sus incendios por el abuso de poder contra las gentes de izquierdas. Bueno, tiempo al tiempo.
Muchos ven pasar el tiempo en las manecillas de un Rolex y luego hacen política, pero es una forma de ver pasar el tiempo incompatible con la justicia social.
Ya no tengo mucho más que pedir, nos lo han denegado todo. No voy a hacer como si esto no hubiera pasado, como si no hubiera un responsable claro de que mi hijo se reduzca a una llamada de ocho minutos.
Cuando no tienes nada que perder, tampoco lo tienes que ganar. El indulto no es una petición, es una EXIGENCIA. Y cada minuto que los cuatro chavales siguen en la cárcel, nuestra democracia se resquebraja y queda expuesta, mañana quizá nadie salga a defenderla por no perder su tiempo en ella.