El Congreso se divierte

El Congreso, el Senado, los jefes de Gobierno, los estadistas de la OTAN… Parece que sus jornadas de trabajo comienzan con el suculento y relajado desayuno en su lujosísimo hotel, por una visita a cualquier museo para posar admirando algo que, en el fondo, desprecian, llegar a la mitad de su faena ¿laboral?, a una comida interminable con chefs de lujo elaborando bocados exquisitos —a veces tan estúpidos como selectos— para terminar, entrada la madrugada, con cenas refinadas en palacios vedados al común de los mortales. Mientras, docenas de camareros abotonados van sirviendo platos carísimos y bebidas reservadas para tan …

El Congreso, el Senado, los jefes de Gobierno, los estadistas de la OTAN… Parece que sus jornadas de trabajo comienzan con el suculento y relajado desayuno en su lujosísimo hotel, por una visita a cualquier museo para posar admirando algo que, en el fondo, desprecian, llegar a la mitad de su faena ¿laboral?, a una comida interminable con chefs de lujo elaborando bocados exquisitos —a veces tan estúpidos como selectos— para terminar, entrada la madrugada, con cenas refinadas en palacios vedados al común de los mortales. Mientras, docenas de camareros abotonados van sirviendo platos carísimos y bebidas reservadas para tan eximios paladares en cristales como poco de Bohemia. Es cierto, siendo objetivos, que en esas cenas intercambian chistes, guiños, ocurrencias, incluso discursos agotadores (siempre escritos por otros) que demuestran su inequívoca adhesión al trabajo.

Y me parecería aceptable siempre que lo hicieran después de su jornada laboral. Pero nunca que —personajes pagados, muy bien por cierto, por las arcas públicas— su trabajo fuera divertirse y derrochar alegremente. Y mucho menos que tal despilfarro les sea pagado por las mismas arcas públicas que, luego, advertirán que no hay “caja” para contratar más médicos en los centros de salud.

Y no me vale argumentar por parte de quienes ven estas diversiones como “normales” de que es el “chocolate del loro”. En absoluto. Esa expresión la escuchamos en los primeros tiempos de la corrupción y, al cabo del tiempo, hemos comprobado, impresionados, que ese “chocolate del lorito” podría alcanzar la cifra de medio billón de euros, quinientos mil millones de euros dicho de otra forma. En el caso de esta nueva juerga congresual, 36 estadistas de la OTAN en Madrid que se divierten entre paletillas de cordero, champán Clicquot y onzas de plata regaladas (sin que nadie mire el incisivo de caballo alguno) —esposas, esposos, lacayos, servidumbre, ministros, secretarios, chóferes, “gorilas” y demás maraña de realquilados, pagados todos por las arcas públicas e incluidos en el lote aunque a algunos solo les alcancen los bajos del animal y ninguna moneda argéntea— el citado “cacao del papagayo”, vamos a citarlo así, puede alcanzar la cifra de cien millones de euros: un par de hospitales públicos menos.

Más que lo anterior, esos privilegios que los privilegiados del mundo se conceden en regalías unos a otros sin mérito alguno —ninguno recuerda a Pepe Múgica— sorprende la normalidad con la que el ciudadano normal admite semejantes bacanales y derroches. Entretenimientos que no son, para nada, elementos de trabajo que respondan a sus muchos miles de euros cobrados oficialmente, sin contar los extras en negro, rosa o blanco que se repartan en medio de la jarana. Un Presidente de Gobierno, un Ministro, un rey, coronado o emérito, una o un consorte adscrito, —con mayor rigor si, además, se está en una crisis en donde hay doce millones de “pobres” y, además, otros tres millones de trabajadores que se levantan a las siete de la mañana lo son, también, sin llegarles su sueldo hasta final de mes— deberían ejemplarizar con estos comportamientos y trabajar de la misma manera que cualquiera de sus electores. Al fin y al cabo, solo son unos funcionarios a los que se les ha votado —hay algunos que ni tan siquiera— no para presumir, coquetear, pasar modelitos, mariposear o divertirse, sino para cumplir lo mejor posible con sus funciones.

Que luego, con sus dineros, sin esos miles de funcionarios velando por su seguridad y en sus ratos libres, quieran salir a echar cuantas canas al aire les apetezcan o engullir tantos corderos o faisanes como quepan en sus estómagos, tienen todo el derecho del mundo. Pero los ciudadanos de este país deberíamos exigirles usos y costumbres equivalentes a los de “la mujer del César”. Que el Congreso se quiere divertir, estupendo, siempre será mejor un chiste que un insulto, pero sin que un euro más de la cuenta salga de las arcas públicas y sin que el trabajo de semejantes personajes sea ese, precisamente: el bureo y la parranda.

Si los y las ciudadanas tuviéramos el suficiente criterio para exigir a nuestros máximos funcionarios, que solo son eso, el cumplimiento estricto con su trabajo y no se limitaran al postureo con los dineros de todos, creo que un país, cualquiera, el nuestro por ejemplo, funcionaría mucho mejor.

Al parecer, serían necesarias más revoluciones francesas —una, por lo que se ve, fue escasa— que igualen de verdad a las personas, a todas, ante la Ley, las costumbres, los usos y las juergas.

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