Si hay algo más grande que la libertad es el odio a quien la quita: Una mirada parcial al sistema penitenciario boliviano

Bolivia es ese lugar en el que la policía protege la entrada a los bancos privados. Parece un espejismo de que algo hay de estatización de la banca. Nada más lejos de la realidad. Es lo de siempre, la protección del gran capital privado, lacerante herencia de la época neoliberal que, de momento, no tiene tintes de cambiar. Bolivia también es ese país en el que la policía hace como que protege la entrada a la ausencia de estado que significan las cárceles. Bolivia se encuentra actualmente en ese proceso de fortalecimiento del estado. Un estado que se está intentando …

A todos los reclusos del penal de San Sebastián de Cochabamba.
A todos los reclusos del penal de San Sebastián de Cochabamba.

Bolivia es ese lugar en el que la policía protege la entrada a los bancos privados. Parece un espejismo de que algo hay de estatización de la banca. Nada más lejos de la realidad. Es lo de siempre, la protección del gran capital privado, lacerante herencia de la época neoliberal que, de momento, no tiene tintes de cambiar. Bolivia también es ese país en el que la policía hace como que protege la entrada a la ausencia de estado que significan las cárceles.

Bolivia se encuentra actualmente en ese proceso de fortalecimiento del estado. Un estado que se está intentando construir sobre una Constitución profundamente democrática, socializadora, igualitaria y decolonial, pero cuya principal carencia es la puesta en práctica de esa teoría. Años de neoliberalismo y colonialismo han construido por una parte una forma de ser, de trabajar, de hacer política, de relacionarse y de vivir profundamente desigual, jerárquica e individualista, donde la corrupción amparada en el olvido del pueblo, de la gente corriente, ha sido la norma que ha marcado la cotidianidad boliviana. Por otra parte, esos mismos años neoliberales han sido causa y escenario de profundas experiencias colectivas de lucha social que, junto a lo primero, han ido construyendo esa conciencia popular boliviana tan dialéctica y contradictoria, la limosna y la lucha.

El nuevo proceso de cambio, tiene importante tareas tan pendientes como urgentes. Y urgente es la atención al pueblo, a los marginados y a los empobrecidos por un capitalismo feroz que durante décadas ha campado a sus anchas por Bolivia. Urgente es que el estado profundice su existencia en sanidad y en educación, pero también en las cárceles. Para un gobierno socializante, plurinacional y de raigambre popular, que se ha empoderado en el país con mayor índice de pobreza de Sudamérica, la atención a los marginados sociales, garantizándoles una vida digna, tiene que ser prioridad. Mayúsculamente más importante que cualquier otra medida política macroestructural.

La pobreza es el producto de un sistema económico que necesita de ella para acumular y concentrar la riqueza en pocas manos. Es el producto más cruel y cotidiano del capitalismo. La gran mayoría de los condenados por delincuencia, son producto de la marginalidad, y la marginalidad, en esa perversa rueda de la vida, es producto de la pobreza. Los marginados sociales son las victimas inmediatas de la violencia estructural capitalista. Un sistema, que necesita de ellos, que los condena, para después olvidarlos a su suerte.

Las cárceles de Bolivia están saturadas de gente pobre, de victimas de un orden económico perverso que adquirió su máxima expresión en la época del neoliberalismo. Por ello, insisto, es necesaria obligación de un gobierno autoproclamado como antineoliberal y antiimperialista, poner remedio a todas las consecuencias que el capitalismo imperialista produjo, y sigue produciendo, sobre el pueblo boliviano. Es prioridad y obligación atender y garantizar unas condiciones de vida dignas para todo ese pueblo que fue sometido y marginado, que fue, pero que todavía sigue siendo objeto, de la violencia estructural capitalista. Un estado progresista, con tintes socialistas, debe elaborar leyes justas que favorezcan a las clases populares y a los más marginados, pero si no es así (por las cuestiones burocráticas y los problemas políticos que siempre aparecen en una primera etapa de cambio social) por lo menos debe garantizar, inmediatamente a la toma del poder, unas  condiciones de vida dignas en las cárceles, esos lugares que son el espejo, en reducido, de todas las lacras sociales acumuladas durante años, y de los que nunca se habla.

Una comuna perversa

La cárcel de San Sebastián de Bolivia es un insalubre, inhabitable y viejo recinto construido en 1903, de unos 550m2 y que aloja a alrededor de 600 internos. Las cuentas dicen que le toca a menos de un mísero metro cuadrado por persona.

La primera vez que entré a la cárcel me pareció un pequeño pueblo dentro de la ciudad, donde destacaba el mercado y el compartir colectivo de los presos. En teoría una idílica y justa forma de convivencia para cualquier sistema carcelario. Luego me enteré que todo ese mercado, convivencia y vida autogestionada estaba regido por un sistema mafioso controlado por capos que se enriquecen a costa de los presos y de un sistema carcelario que lo permite.

Una policía corrupta, que pretende cobrarte por todo, (por custodiarte un móvil o una cámara fotográfica que está prohibido pasar) y que hace como que vigila la entrada de acceso al recinto. Su labor consiste en controlar quien entra a la cárcel, cambiando a su antojo cada día las condiciones necesarias para acceder.

Al entrar, después de que los segundos guardianes de la puerta (presos internos) te den el permiso a cambio de algún pesito, como si lo hicieras a un mercado, te encuentras de bruces con un patio repleto de gente, mujeres cocinando y vendiendo comida, niños jugando, presos paseando, trabajando en marquetería, en los puestos de venta de bebida, en las tiendas, botando la basura, limpiando, jugando al billar o al futbolín, o tirados acurrucados en una aguayo mugriento en algún rincón escondido intentando dormir agarrados a la pasta base o a un bote de clefa.

Los pasillos angostos, el inseguro cableado, los supuestos baños (hay cinco servicios rotos y siete duchas junto al basurero, de las cuales dos no funcionan, para 600 personas), las precarias construcciones de madera, la ropa tendida en cualquier lugar por falta de espacio, las chapas superpuestas y amontonadas a modo de tejado, los añadidos constructivos con materiales reciclados, la falta de habitáculos dignos para todos los internos…son muestra de la dejadez e irresponsabilidad gubernamental con un sistema carcelario privatizado y mafioso. Es necesario recalcar que ningún funcionario público entra a la cárcel, y que toda la vida interior (horarios, albañilería, trabajos, limpieza, etc., es gestionado por los presos).

Y en ese escenario, donde te puedes sentar a tomar algo previo pago del alquiler de la mesa al capo que controla la terraza, se pueden ver, además de a unos presos trabajando, a otros sentados en algún rincón angosto mirando a la nada y otros andando sin rumbo en un horizonte de años de reclusión sin juicio.

Todos los internos están mezclados y compartiendo conversación o actividad, violadores con asesinos, maltratadores con ladronzuelos, y todos ellos con grandes y pequeños traficantes, pues la mayoría está internado por la ley 1008 de control de sustancias estupefacientes. Una ley arcaica e injusta, que condena igual al que trafica con kilos de cocaína que al que posee unos gramitos de pasta base. La cantidad de cualquier tipo droga (independientemente de un gramo o de cien kg)  no te salva de un tiempecito en la cárcel. La ausencia de valentía institucional va a seguir condenando a familias enteras, desde los niños a los abuelitos, sin alternativa laboral ni económica, cuyo trabajo consiste en la producción, distribución y venta de cocaína. Una realidad perversa, donde no se discuten alternativas ni soluciones profundas que podrían acabar con los privilegios de los grandes cárteles de la droga, pero enemistarían al gobierno antiimperialista de Evo Morales con el Imperio. De la sociedad boliviana están ausentes el debate sobre la normalización y legalización o sobre el control y compra estatal de toda la producción de hoja de coca, importantes cuestiones planteadas por algunas organizaciones sociales y desoídas por el gobierno boliviano.

La cobardía de este gobierno progresista para solucionar la cuestión del sistema penitenciario, hace que Javier, un joven muy inteligente de 18 años, se encuentre durmiendo en el duro y frío suelo de los pasillos en lugar de estar estudiando ingeniería comercial, que es lo que le gusta. Me comenta que sólo le faltaba un curso para entrar en la universidad, pero que a lo que salga de la cárcel, cuatro años sin juicio, quizás no lo pueda retomar. Su afición por la Historia me hace tener una interesante conversación sobre Cuba y España, y termina concluyendo, según él, en la necesidad de crear una educación pública de calidad, pues eso sería el comienzo real de un Proceso de Cambio en la conciencia de los jóvenes para construir un país verdaderamente socialista. El delito por el cual el estado boliviano le ha jodido la vida: traficar con unos gramitos de cocaína con los cuales sobrevivían él y su mamá. Un sistema que obliga a buscarse la vida de esa forma, pues no ofrece otras alternativas, y castiga por intentar, no ya vivir lujosamente, sino simplemente sobrevivir al día a día, es deshonroso que se autocalifique como un sistema del pueblo y de los pobres.

Y este gobierno, de campesinos cocaleros, clases populares e indígenas es el mismo que permite que en la cárcel sólo pueda vivir más o menos dignamente, y esto significa tener una pequeña celda, aquel que tiene de 1.400 a 5.000 dólares para comprar o alquilar un habitáculo agosto que llaman celda. Es aquel que permite que las desigualdades de clase de una sociedad profundamente desigual se reproduzcan en la cárcel. El que tiene dinero tiene comodidades, y el que no, junto a muchos, va a mal dormir cada día en algún hueco del pasillo.

Francisco, biólogo de 56 años, me cuenta que a pesar de todo, lo peor no es lo físico, sino la gran tensión mental diaria que supone tener que dormir en el suelo, entre muchos compañeros borrachos, sin saber a qué hora vas a despertar o que va a ocurrir durante la noche. En 24 horas es imposible tener un solo segundo de mínima intimidad. Me asegura que eso es lo más parecido al infierno. Cree que en el infierno no hay que buscarse la vida, como hay que hacer aquí menudeando, o con pequeños trabajitos como tirar la basura o lavar, todo para conseguir algo más de plata de los 200 bolivianos (unos 20€) que el estado otorga al mes a cada interno. Con estos 200 bolivianos (6,60 Bs al día) hay que apañárselas durante todo el mes teniendo en cuenta que una comida diaria cuesta 7,50 Bs. Las cuentas no dan. Francisco, que está claramente desnutrido, me dice que lo peor de todo, (peor que dormir en el suelo del angosto y sucio pasillo) es mendigar sobras y ver a la gente comer.

Francisco, que tiene 18 años cotizados en el Estado español, en ese mismo estado que se ha olvidado de él, y del que está reclamando a la embajada cumplir la condena en cárceles españolas o tener una mayor pensión y prestación sanitaria, que un día se quedó en paro, y la ley 1008 lo llevó a esta cárcel, es un biólogo tan culto como indignado. Junto a Francisco me encuentro a internos con problemas psicológicos graves, a lisiados físicos, a jóvenes drogodependientes que no tienen ningún tipo de atención sanitaria, ni siquiera primaria y básica.

La ley del más fuerte (económica o físicamente) es doctrina. David, un joven cuyo hermano fue asesinado en Chile, me cuenta como lo torturaron los propios compañeros a los que no quiso obedecer. La jerarquía y la justicia también son autónomas al interior de la prisión. Me comenta David que si yo tuviera que estar preso en una cárcel boliviana, se arruinarían mis ojos claritos de occidental. No puedo responder, pues qué le voy a decir.

Las cárceles no tienen ningún tipo de función social, son el lugar en el que encierran a todo aquel disidente político o marginado social al que la violencia estructural de un sistema de explotación capitalista ha condenado y determinado. Si esto es así, en Bolivia todavía se fomenta más. El objetivo no es ningún tipo de reinserción. Más bien, cárcel y reinserción social son, deliberadamente, dos términos muy contradictorios y opuestos. No existe ninguna política pública (la función de estas políticas en otros estados ya es otro debate) dirigida a un mínimo bienestar o a la reinserción social de los presos. El sistema carcelario (especialmente el boliviano), lejos de servir como solución a algo, es un tremendo generador de problemas sociales y personales.

Akan, que es un turco lleno de tatuajes, discriminado racial y psicológicamente por sus compañeros, me comenta que la única función de la cárcel boliviana es el fomento de la demencia social. Allí dentro se consume droga, se bebe alcohol, se trafica, todo está dirigido bajo control de las mafias de presos, existe la justicia y el comercio autónomo. Es esa especie de comuna autogestionada perversa, donde el estado y la policía abandonan a su suerte y a la suerte de las mafias organizadas a niños, jóvenes y viejos. Aquí dentro, la realidad es mucho más cruel que allá afuera. Akan dice que a él solo le alegran los niños, son alegres y muy valientes, me comenta.

Muchos internos apoyan el Proceso de Cambio. Dicen que ha sido positivo para el país. Yo también lo creo, pues a pesar de los errores, de la falta de experiencia, de algunas políticas antipopulares del gobierno del MAS, considero que hay que estar con este Proceso, para que realmente sea un proceso en el que se cambien las estructuras económicas de producción y de poder político que durante años de neoliberalismo han marginado y empobrecido a los más débiles. Pero para eso se necesita de un gobierno que no se quede en el cambio cultural, que también es importante, sino que se atreva con el cambio económico. Posicionarse a favor del pueblo siempre ha significado enemistarse con las transnacionales y la burguesía autóctona. Compañeras y compañeros del MAS, o con los marginados o con los privilegiados. Los Derechos Humanos, y no me refiero a los de esa declaración liberal de 1948, sino a los de verdad, se tienen que respetar y hacer cumplir.

[Diego Marín Roig, corresponsal de AraInfo en América Latina y redactor en Somos Sur]

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