Renta Básica y mujer

Cualquiera que se haya interesado por el concepto de Renta Básica Universal, y por su posible aplicación, habrá percibido que el debate ha rebrotado con fuerza desde hace algunos meses. Y también se habrá dado cuenta de que es cada vez más abierto el arco ideológico, económico y social en el que se sustenta esta idea: desde economistas del FMI, pasando por multimillonarios dirigentes de las empresas punteras en nuevas tecnologías, hasta personas cercanas a la socialdemocracia y organizaciones que tienen el anticapitalismo por bandera. Cierto es que el bando opuesto a la RBU es igualmente transversal y numeroso, pero …

Cualquiera que se haya interesado por el concepto de Renta Básica Universal, y por su posible aplicación, habrá percibido que el debate ha rebrotado con fuerza desde hace algunos meses. Y también se habrá dado cuenta de que es cada vez más abierto el arco ideológico, económico y social en el que se sustenta esta idea: desde economistas del FMI, pasando por multimillonarios dirigentes de las empresas punteras en nuevas tecnologías, hasta personas cercanas a la socialdemocracia y organizaciones que tienen el anticapitalismo por bandera. Cierto es que el bando opuesto a la RBU es igualmente transversal y numeroso, pero pretendo centrarme aquí en los efectos que una Renta Básica tendría sobre un colectivo que tampoco responde a parámetros socioeconómicos o ideológicos, pero que supone aproximadamente la mitad de la Humanidad: las mujeres.

He dicho en otro lugar que el debate sobre la RBU está sembrado de pequeñas trampas, de intuiciones que parecen evidentes y se revelan desacertadas. Analizar su repercusión sobre la igualdad de género es algo, por lo tanto, que debe hacerse con precaución para evitar resbalones.

La primera intuición a este respecto parece ampliamente positiva. La RBU es un sistema radical de redistribución de la riqueza de tal modo que, aunque todos la percibirían por igual, su repercusión en el sistema fiscal haría que los más adinerados fuesen ‘perdedores netos’ (es decir, el incremento de lo que tendrían que pagar en impuestos sería más, mucho más, de lo que recibirían) mientras los más desfavorecidos serían ‘ganadores netos’. En este sentido salta a la vista que la mayor parte de los trabajadores precarios, mal pagados o en paro son mujeres, de modo que la RBU generaría una fuerte redistribución desde las rentas de la población masculina a las de la femenina. Añadamos a eso la cantidad de mujeres que siguen sin tener ingresos propios, dedicadas a las tareas domésticas y a cuidar de los hijos o de los mayores. Recibir una renta que cubriera sus necesidades básicas debería proporcionarles mayor independencia y más libertad para trabajar o no, según su opción. Sin hablar de tantas mujeres maltratadas que no pueden alejarse del maltratador porque no podrían subsistir por sí solas.

Sin embargo no son pocas las feministas que se oponen a la Renta Básica porque precisamente temen que, si cada mujer recibiera una cantidad garantizada (en torno a los seiscientos euros), carecería del habitual incentivo de “redondear los ingresos familiares” para entrar en el mercado laboral y acabaría consolidando su papel tradicional como ama de casa. Y, desde luego, no se ve ningún incentivo claro para que los hombres asuman una parte de los trabajos domésticos. Probablemente, lo contrario: vendría a reforzar la dualidad Mujer = Ama de casa, Hombre = Trabajador remunerado.

El otro elemento de riesgo que se aprecia desde un punto de vista de igualdad de género es que, para financiar la RBU, los gobiernos intenten reducir (o eliminar) los gastos de protección social. Esa es una posibilidad real, que convertiría en humo todos los beneficios de la RBU y que, sin duda alguna, haría recaer sobre las mujeres nuevas cargas de manera mucho más aguda que sobre los hombres.

Vemos, en consecuencia, que el debate sobre la Renta Básica Universal no puede ceñirse a la posibilidad o no de financiarla, que es a lo que algunos pretenden reducirlo. El debate y la negociación, si se llegase a ello, deben abarcar también -entre otras cosas- la necesidad de blindar presupuestariamente las partidas fundamentales del Estado del Bienestar. Sanidad, Educación, Dependencia y Servicios Sociales no son los capítulos de los que debe salir el dinero para financiar la RBU porque, si así fuera, los beneficios que pudiera generar para amplios colectivos (las mujeres entre ellos) se diluirían hasta prácticamente desaparecer.

Pero también se haría necesario que los gobiernos contemplen, en paralelo con la implantación de la Renta Básica, una serie de políticas públicas que coadyuven a la socialización de los trabajos de cuidado y reproducción, hoy prácticamente a cargo de mujeres en exclusiva, y al reparto de esas tareas entre hombres y mujeres. Los permisos de paternidad iguales a los de maternidad e intransferibles entre los miembros de la pareja, la universalización de la educación infantil (entre 0 y 3 años) y la flexibilización de horarios laborales que favorezca la conciliación familiar y ayude a corresponsabilizarse a los hombres en las tareas domésticas serían algunas de esas políticas.

En mi opinión, el problema de fondo no está sin embargo en la implantación o no de la Renta Básica, sino en el modelo tradicional de familia patriarcal que aún subsiste en nuestras sociedades y con más fuerza de la que a veces pensamos. En todo caso la idea de la RBU tiene en su centro una nueva idea sobre la ética del trabajo tal como la hemos vivido hasta ahora, y es esa vieja ética precisamente la que ha dado lugar al modelo de familia alrededor del que giran nuestros Estados del Bienestar.

Es, por lo tanto, sobre ese modelo patriarcal sobre el que hay que actuar, con independencia de la implantación de la RBU. Pedir que la Renta Básica acabe con la desigualdad entre hombres y mujeres (tan arraigada en muchas mentalidades), o con la división sexual del trabajo, o con la opresión y la violencia de género, es pedir algo para lo que no está pensada y culpabilizarla por algo que tiene otros culpables. Como dijo una pensadora feminista, la británica Carole Pateman, ’eso sería como esperar que la educación pública acabara con la corrupción política’.

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