Las vidas de Abu

Abu significa “padre de”. Los hombres cambian su nombre al convertirse en padres de un varón, tomando el nombre de su hijo con el prefijo “Abu”. Muchos de los hombres que conozco son Abu. Y todos los Abu que conozco están solos. En especial, el último Abu que conocí es alguien terriblemente solo y a quién merece la pena conocer, aunque sea de manera anónima.

Abu tiene 35 años y una vida tan intensa que parecen varias. Es una persona de carácter fuerte, con alma de líder, que en un pasado disfrutó de toda clase de lujos y libertades, presumido, generoso y agradecido. También algo egocéntrico, exagerado y narcisista. En apariencia física es un hombre atractivo, serio, intimidante, poderoso. Por desgracia todo es una fachada, como lo son todos los signos de fortaleza de las personas cuyo pasado ha sido desgarrado por misiles.

Con el cuerpo cansado de no dormir y la mirada perdida por la dosis de heroína que acababa de consumir delante de mí, se dispuso a contarme su historia. Le llevó unos minutos arrancarse en su discurso, como si tuviese que hacer un gran esfuerzo en recordarlo todo y ser capaz de verbalizarlo sin desmoronarse. No lo contaré todo, respetando su anonimato, pero sí trataré de esbozar una línea general de sus múltiples vidas.

El relato de Abu comenzó con un amor adolescente e imposible. A sus quince años, cayó prendido de la hija de sus vecinos, Ana, una jovencita de su misma edad con la que pasaba la mayor parte del tiempo. Ciegos de amor y de hormonas adolescentes, tomaron la decisión de casarse, pero lo que para ellos era una fantasía impregnada de romanticismo, color de rosas y felicidad, para los padres de ambos no fue tan buena idea. Aludiendo a su inexperiencia y a su corta edad, se negaron a aceptar el matrimonio de los dos jóvenes. “Busca un juguete con el que pasar el rato”, le decían, burlándose.

Hasta donde yo conozco, y basándome en mi propia experiencia con personas árabes, me atrevo a decir que el amor es un aspecto clave en su cultura, un pilar fundamental sin el cual se sienten incompletos. No es un amor como el que yo conocía, no es un amor pasajero, de mariposas en el estómago, no es un amor carnal ni físico; es un amor totalmente diferente, intenso, incondicional, vital e infinito en el tiempo, que puede, o no, estar dirigido a la persona con la que uno está unido en matrimonio, o a la madre o el padre de tus hijos.

Abu, desesperado y dolorido, buscó soluciones por doquier con la intención de hacer cambiar a las familias de opinión. Por desgracia, su ingenuidad le jugó una mala pasada y siguió las recomendaciones de personas que decían ser sus amigos pero que mucho distaban de ello: “Tienes que presionar a tus padres, comienza a beber para olvidar o córtate con un cuchillo, entonces te dejarán casarte con ella”. Abu les hizo caso y, como era de esperar tras semejante chantaje emocional, su madre se vio forzada, presa de la angustia y la preocupación por su único hijo, a aceptar la boda y a intentar que la familia de la joven también cambiase de idea. Tras varios meses de desesperación a la espera de un consentimiento que nunca llegaba, la familia de su enamorada se mantenía firme en su posición.

Abu había renunciado a su salud, a su integridad, había caído en el alcoholismo y en la autolesión como último recurso para conseguir casarse con la mujer a la que amaba. Todo había sido en balde y no había sino incrementado las burlas, por parte de sus mayores, hacia su inmadurez. Impregnado de aquel sentimiento de derrota, recurrió a su madre para encontrar otra esposa, sin importar quién fuese. Su madre accedió y poco tiempo después se casó con su propia prima, Isra.

Isra fue consciente en todo momento de que Abu amaba a otra mujer y, de la manera en que mejor supo, lo respetó. El avanzado alcoholismo de Abu le obligó a ingresar en un tratamiento para su desintoxicación,  tras el cual salió vencedor, volviendo a su vida normal con su mujer, a la que empezó a querer cuando quedó embarazada y dio a luz a su primer hijo. Fue en ese momento cuando su nombre pasó a ser Abu (seguido del nombre de su hijo). Sin embargo, la felicidad no duró mucho. “Los problemas llegaron cuando la mujer con la que yo verdaderamente quería estar, Ana, se enteró de mi matrimonio”.

Abu hablaba con calma, meditando bien cada palabra, separando las frases para que el intérprete tradujese al instante lo que él decía. Estaba sentado frente a mí, de rodillas, con las manos abiertas apoyadas en sus muslos. Su tono de voz era suave y tranquilo, como si recitase un poema. Carraspeó. Yo apenas hablaba, sumida en su mirada fija y en las imágenes que aparecen en mi mente cuando comprendía sus palabras. Me preguntó si le entendía, afirmé y él continuó.

De nuevo, Ana, el amor de su vida, apareció, atrayendo más problemas. Le pidió que abandonase a su familia para estar con ella, le prometió hijos y dicha. Abu seguía ciego de amor por esta mujer, por lo que no dudó en hacerlo, sin pensar en las consecuencias. La simple idea de casarse con Ana le emocionaba tanto que ni siquiera tuvo en cuenta a su nueva familia. Se casaron en secreto, a escondidas, incluso, de sus padres. Y los problemas volvieron, esta vez para quedarse.

Isra, desolada, decidió marcharse lejos, llevando consigo a su hijo. Esto supuso un hecho clave en la salud de Abu, que cayó en una profunda depresión. Hizo todo lo posible por que volviera, pero el daño estaba hecho y no había manera de solucionarlo. Entre tanto, Ana se quedó embarazada. Lo que en cualquier otra situación podría haber sido una buena noticia, en este caso Abu no pudo disfrutar tanto como le habría gustado. Su mujer dio a luz a una niña y a medida que la pequeña crecía, la depresión de Abu iba desapareciendo.

Es imposible saber en qué momento todo lo que te rodea se desestabiliza y la torre que tantos años ha costado construir, cae en picado. Un día cualquiera, casi sin que te des cuenta, la vida decide golpearte en la cara y dejarte en la estacada, sangrando, tendido en el suelo, mientras la lluvia se lleva tus ganas de seguir. Me resultó curioso el matiz de su voz cuando Abu reanudó su discurso tras una pausa, intuí que, en ese momento, después de una vida con problemas más o menos cotidianos de amoríos y disputas, iba a suceder algo clave.

Prefirió soltarlo de golpe, decirlo rápido y no profundizar demasiado. “Un día, estaba jugando con mi hija en la calle, cuando de repente ella cayó, se golpeó en la cabeza y murió”.

Silencio.

Se me encogió el corazón. Había más gente alrededor cuando lo dijo con voz quebrada y nadie reaccionó. Es increíble lo cerca que viven de la muerte, apenas les aflige. Es increíble el nivel de tolerancia que han desarrollado para con las desgracias. Es triste, de hecho, que hayamos llegado hasta este punto. A mí se me formó un nudo en la garganta mientras las personas que rondaban cerca de nosotros y que también escuchaban la historia, ni siquiera se inmutaron. Era normal. Era normal que uno de ellos hubiese perdido a un ser querido, era normal porque todos, en algún momento de sus vidas lo han perdido todo.

Abu reanudó su historia, aunque a partir de ese momento iba a ser otra distinta. Se separó de Ana y marchó lejos. Tras una larga época de amoríos varios e irresponsabilidades, decidió casarse de nuevo, asentar la cabeza, aunque mantuvo una relación amorosa paralela con la hija de un ministro importante. Su vida mejoró para después empeorar de nuevo, progresivamente, con la llegada de la guerra. Quizás lo peor, o al menos uno de los mayores golpes, ya había pasado, pero entonces empezó la guerra en Siria y su relato cambió de color.

A veces creemos que las personas que han conseguido huir de su país, lo hacen por escapar de los horrores de la misma guerra, pero se nos olvida que antes del desastre, pudo haber otras desgracias que simplemente acaban fusionadas con la muerte, el hambre, la destrucción y la pena que producen las bombas y las balas. El pasado se suma al archivo de experiencias, llenando la mochila que cargan sobre sus espaldas y que les hace retorcerse, marchitarse. Al fin y al cabo, no dejan de ser personas, seres humanos, con vida, experiencias, alegrías y tristezas que, llegado el momento, se vieron inmersas en una lluvia de misiles sin tener dónde refugiarse.

Abu perdió todo su dinero, marchó a Egipto, con su madre, para cuidar de ella, abandonando a su nueva mujer y a sus dos hijos en Siria. Cuando quiso volver a buscarles, arrepentido, acabó en la cárcel, como sospechoso terrorista y torturado “de maneras que jamás imaginarías”, me dijo. Como si la situación no fuese ya lo suficientemente dramática, al querer solucionarlo se encontró con la muerte de frente. Pasó seis meses en la cárcel, soportando golpes, latigazos, cortes,… y cuando creyeron que estaba muerto, intentaron quemar su cuerpo. Pero estaba vivo. De alguna manera que no termino de entender, consiguió escapar de un final atroz.

Abu perdió el rastro de su familia al mismo tiempo que perdió el límite soportable del dolor. Dejó de ser una persona corriente para ser un superviviente. Se abandonó por completo y, a pesar de ello, siguió luchando por una vida que todavía estaba muy lejos de poder considerarse vida.

Cuando un resquicio de esperanza asomaba por el tragaluz de sus vivencias, algo volvía a nublarlo. Cuando por fin contactó con su mujer, ella y sus hijos estaban ya en Alemania. Ella se mostró dispuesta a esperarle y a ayudarle en lo que hiciese falta hasta que él pudiese llegar a reunirse con ellos. Abu sacó fuerzas de donde parecía no quedar nada. Viajó a Europa haciendo lo imposible, incluso trabajando como contrabandista de personas en las fronteras, lo que le devolvió a la cárcel en Grecia. Pero él solo quería conseguir dinero para ir con su familia. Qué irónico que a veces los malos también sean víctimas. Cuando por fin salió y parecía que todo iba a tomar otro rumbo, su mujer había cambiado de idea. Abu era pobre, había hecho cosas malas, les había abandonado. Ya no querían que él formase parte de sus vidas. Abu estaba solo. Otra vez.

Llegó a Grecia hecho añicos, como un espejo roto. No tenía nada, no tenía a nadie por quién luchar excepto por sí mismo. Pero, ¿qué sentido tenía luchar por alguien que ya no era? Había pasado por tantas cosas que ni siquiera era capaz de encontrarse a sí mismo. Estaba aislado, recluido en un país muy diferente a lo que él conocía. Quería ser bueno, ayudar a la gente que, como él, estaban acabados – o no – pero su buena fe le llevó a descuidarse todavía más. La necesidad de conseguir dinero a toda costa con tan solo la esperanza de volver a ver a su familia, le llevó a entrar en las drogas. Le prometieron dinero rápido y le engañaron. Le pagaron con la misma materia prima que él vendía y le introdujeron en el círculo vicioso de las adicciones, en la espiral hacia ninguna parte, en la muerte lenta de la demacración progresiva.

Así fue como yo le conocí. Un cadáver adormilado, delgado, cansado, destruido y solo. Me pidió ayuda para salir de aquel infierno de opiáceos que le martirizaba. Formamos un equipo con recursos mínimos pero una voluntad desbordante y todavía trabajamos con él, soportando sus constantes recaídas, sus mentiras y sus chantajes propios de la abstinencia.

Los nombres de esta historia no son reales, pero sí lo son las personas a las que representan. Tanto Abu, como el resto de protagonistas son un ejemplo de la variedad humana que coexiste en el planeta con todos nosotros. A veces me pregunto dónde está el límite de lo que un ser humano es capaz de soportar. Si no hubiera resilientes, si no crecieran flores en cada una de las grietas de esta humanidad enferma, haría tiempo que se habría perdido toda ilusión por vivir. Qué vacíos estaríamos de no ser por estos héroes que cada día nos recuerdan que es posible seguir adelante, luchando sin descanso. Es una pena que ellos no sepan esto, que no sean conscientes de que simplemente su existencia está salvando la vida de otros que les miran con admiración.

No podré vivir en toda mi vida lo que Abu vivió en una etapa de la suya, pero quizás pueda despertar en el lector esas ganas dormidas por alzar el vuelo, aunque la tormenta a veces dé miedo, y de pelear por una felicidad que todos y todas merecemos, independientemente de quiénes seamos y qué nos haya llevado a actuar de una manera u otra.

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