Érase un país en el que hubo una guerra

Érase un país en el que hubo una guerra. Allí se jugaba el futuro del mundo, y mucha gente lo supo; hasta 35.000 de ellos vinieron a defender la elección popular frente a los espadones, frente al yugo y las flechas; la razón y la justicia frente al fascismo en versión propia. Y perdimos. Ganaron los banqueros, los de crucifijos elevados y falsos, los terratenientes, los miedosos de la libertad… La infamia; sobre todo, la infamia. Llegó la posguerra, y legiones de esclavos de mísera suerte, aunque mayor que la de los más de 100.000 “paseados”, alimentaron a empresarios constructores, …

rase un país en el que hubo una guerra. Allí se jugaba el futuro del mundo, y mucha gente lo supo; hasta 35.000 de ellos vinieron a defender la elección popular frente a los espadones, frente al yugo y las flechas; la razón y la justicia frente al fascismo en versión propia.

Y perdimos.

Ganaron los banqueros, los de crucifijos elevados y falsos, los terratenientes, los miedosos de la libertad… La infamia; sobre todo, la infamia.

Llegó la posguerra, y legiones de esclavos de mísera suerte, aunque mayor que la de los más de 100.000 “paseados”, alimentaron a empresarios constructores, que se fueron haciendo, junto a sus socios banqueros, poderosos gigantes…

Hete aquí que malvados de otros países, malversadores de palabras con las que disfrazarse, siguieron dando su apoyo, igualito que durante la guerra, al gobierno del miedo, que resultaba feo pero útil, y decidieron después, ya que tanta grúa había en el lugar, construirse allí un bungalow. Bueno,… muchos…

A los ogros financieros les gustó la idea; era el papel que asignarían al país en el tablero mundial. Corrían los 70s, y la alianza banca-construcción tuvo la inyección del capital financiero internacional. Entre todos, convirtieron la Piel de Toro en un gran hotel de vacaciones, en paraiso de construcciones a medida, o a desmedida…en una factoría de hacer dinero fácil y copioso erigiendo fantasmas.

Lo que antes se hacía en esa tierra no importó, ni sus gentes, ni sus árboles de ardillas viajeras, y todo se fue cubriendo de asfalto. De verde a gris,… también en las cabezas.

En algunos lugares se plantaban bananas; en otros soja o café…; en este fueron obras y más obras… y casas, muchas casas, pero aunque de sobra, muchos no tenían. Ni tienen.

Este país es el tuyo, o lo que queda de él...

Pero cuando acababa la era…una sombra…La hidra del capital necesitaba más sangre para su engorde criminal y suicida. Había arrugado el hocico tres décadas, que se le antojaron eternas, pero ya hacía rato que andaba de nuevo a la ofensiva. Además en otros lugares, gracias sobre todo a la Isla Infinita, estaban aprendiendo a defenderse de ella, y ya no tenía tanto alimento como antes; era necesario devorar más en las tierras frías del Norte… Así que aplicó la receta; el ajuste estructural que habían sufrido ya tantos. Todo planificado, escrito en pizarras asesinas: lo primero... lo segundo… y luego…

Y, por si fuera poco, su comida favorita empezaba a escasear; el aceite de roca debía ser sólo para su legión mercenaria, no para quienes lo reclamaban también, lo “necesitaban”, e incluso se habían acostumbrado a comportarse como pequeños depredarores…

Esos habitantes fríos, blancos, empezaban a sufrir lo que los policromados; mucho menos todavía, claro, pero les parecía mucho, muchísimo… Lo que otrora o allende era y son balas, aún eran golpes; lo que miseria mortal, todavía pobreza enfermante…pero habían creído ser distintos y merecedores de otra suerte y privilegio.

Y se enfadaron.

Comenzaron a prescindir de muros y, lo mejor, fueron encontrándose unos con otros y así creciendo. Se empezaron a dar cuenta de que esclavos, o súbditos, o cómplices, el capital no tendría compasión de ellos.

Empezaron a entender, o así lo espera el narrador de este cuento, que sus migajas provienen del pan de los coloreados, y de la sangre de la tierra, y que no es legítimo, no es digno, seguir viviendo a costa de los más chiquitos, ni del futuro. Que los “otros” esclavos, o súbditos, o menos cómplices, son sus semejantes y no sus enemigos y que deben juntarse con ellos, aprender de ellos, para avanzar sin perder el Sur.

Empezaron también a entender que pensar de uno en uno resta en vez de sumar; que vivir bien no es consumir ni ser consumido. Que no hay un dios padre en el cielo sino una madre en la tierra, y que sus hijos no deben tanto crecer como equilibrarse. Que abrir los ojos es obligación y la tortícolis, indignidad.

Claro que para eso hay que acabar con el capital y sus guardianes, y con ese poquito de veneno que nos ha metido a todos en las cabezas y en los corazones. Ser muy valientes, para cruzar el río de fuego[1] que asusta a toda alma no fortalecida por el deseo de verdad.

Y colorín muy, muy, muy colorado, este cuento debe volver a empezar para crear una sociedad distinta. O barbarie.

...

[1] Gracias a William Morris, por haber existido…bueno, por existir.

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