M y sus heridas

Era verano, y sin haberlo planeado me encontraba sentada frente a alguien cuya historia no iba a dejarme indiferente. La temperatura era cálida, aunque ello no impidió que se me helasen los huesos. Sentado frente a mí había un joven que vestía desgarbado, fumaba y bebía cerveza con aires despreocupados, con movimientos bruscos y descuidados. Tenía una mirada intensa, desconcertante.

Me miró fijamente a los ojos. Quise desviar la mirada pero algo me lo impedía. Era como si quisiera contármelo todo a través de sus ojos, como si un hilo invisible conectase sus pupilas con las mías. No pude entender palabras, pero sí emociones. Por un instante sentí cómo dentro de mí pecho algo se removía, luchando por salir y darle cobijo al mar de sufrimiento que había detrás de ese rostro aparentemente sereno.

Comenzó a hablar, su discurso era rápido, a trompicones. En mi cabeza comenzaron a formarse imágenes tan reales que parecían mis propios recuerdos.

Oscuridad. Sonidos lejanos se volvían más nítidos por momentos, como si aflorase a la superficie desde las profundidades de un mar que le aislaba del mundo exterior. Gritos, ruidos, sirenas. Por fin, abrió los ojos con la primera punzada de dolor en su antebrazo derecho, a duras penas soportable. Dejó escapar un grito ahogado y trató de inspirar la mayor cantidad de aire posible de una bocanada. Un techo blanco se movía sobre él, luces sucias y semirrotas se sucedían a medida que él despertaba. El rostro de uno de sus compañeros apareció en su campo de visión: “Aguanta, hermano, Dios está contigo”.

Inclinó la cabeza para mirar a su alrededor. La camilla sobre la que iba era empujada a través de los pasillos, sorteando a hombres, mujeres y niños que se hacían hueco en el suelo, junto a las paredes húmedas y despintadas del hospital. El dolor no cesaba. Dobló el cuello aproximando su barbilla a su pecho. Su mano derecha y todo su antebrazo eran de color rojo escarlata, a pesar de estar cubiertos por una tela ya empapada de sangre. Estiró su mano izquierda para retirarla y, bajo ella, durante un instante antes de que otra persona volviera a cubrirla rápidamente, pudo ver su piel deshecha, su músculo esparcido, su hueso al descubierto. Volvió a descansar su cabeza sobre la camilla, apretando los labios y mordiéndose la lengua. Y se sumergió de nuevo en su propio océano, alejándose de los gritos, las sirenas, los ruidos, del dolor, del traqueteo de la camilla, del olor a hierro y de la luz blanquecina.

Miré su mano derecha. Una mano inútil, un antebrazo sin apenas músculo y una cicatriz perfecta en sus irregularidades, cubriendo una extensión que iba desde la muñeca hasta el codo.

“Tengo el corazón negro debido a las cosas que he vivido”, me había dicho antes. Una coraza lo revestía para no sentir cada día lo que ya había marcado su piel: una bala en el pecho, heridas en el muslo, en el gemelo, en la cabeza y en el brazo. La guerra había hecho múltiples daños en su cuerpo, pero nada comparables con los que habían quedado en su memoria.

Abrió los ojos en otro hospital distinto. En otro país distinto. Jordania. Su mano estaba vendada, pero el dolor persistía como si un millón de agujas se clavasen en su piel al mismo tiempo. Los recuerdos del ataque se repetían en su mente constantemente, las personas heridas, los niños llorando, el humo, el pánico, las ruinas, los muertos, el sonido de las balas, el pitido en los tímpanos que quedó después de la explosión. Estaba solo. Se preguntó dónde estarían sus compañeros, si estarían bien. Decidió levantarse y andar, no pensar.

Salió de la habitación y caminó un par de metros por el pasillo. De repente se sintió adormecido, su vista se nubló y los sonidos se volvieron distantes. Apoyó su cabeza contra la pared y esperó a que el mareo cesase. A los poco segundos todo pasó. Lo primero que escuchó cuando se sintió mejor fue el llanto de una niña al otro lado de la pared. Se incorporó y se acercó hasta la puerta de la habitación contigua.

Una mujer se encontraba inclinada hacia la cama donde yacía una niña de apenas año y medio que lloraba, desconsolada. La mujer trataba de calmarla, acariciándola y susurrándole canciones tranquilizadoras, sin resultado. Él se acercó, sin siquiera pedir permiso para entrar, obviando la mirada de reprobación de la madre de la niña. Acarició su pequeña cara húmeda con su mano buena y trató de levantar su cuerpecito. Olvidó por un momento que su mano derecha había perdido sus funciones, olvidó que dolía, pero la realidad le golpeó como un yunque en la cara cuando se vio incapacitado para tomarla en brazos. Lo intentó una segunda vez, tratando de ignorar el dolor y no lo consiguió. La niña dejó de llorar para atender a los esfuerzos de aquel completo desconocido que tanto empeño ponía en algo tan nimio como utilizar sus extremidades. La mujer observaba la escena, primero con alarma y, después, con dulzura. Colocó su mano suavemente sobre el hombro de él, haciéndole parar, calmándole, y sin decir una palabra levantó a su hija de la cama y la colocó con cuidado sobre su brazo bueno, dejando que él saborease aquel momento que no había podido conseguir solo. La niña miraba atónita a su nuevo amigo, aquel joven de piel oscura con la cara rasgada de cortes y heridas que la sostenía. Y sin embargo, él no podía despegar la mirada de los ojos de aquella mujer sola, que cuidaba de su hija en el hospital de un país que tampoco era el suyo. “¿De dónde eres?” preguntó él. Ella tardó en contestar, sosteniendo su mirada, “Iraq” dijo, finalmente.

Cuando hablaba de aquella mujer iraquí le brillaban los ojos. Me contó que se enamoró de ella como nunca antes se había enamorado, que convivió con ella en el hospital mientras él se recuperaba y ella cuidaba de su bebé. Me contó también que intentaba a toda costa coincidir con ella en el autobús para ir juntos a la rehabilitación, él por su mano y ella por su hija. En poco tiempo ambos se enamoraron perdidamente. Pero ella ya estaba casada, así que planearon cruzar juntos a Europa, el continente de las infinitas posibilidades, y empezar una nueva vida lejos de las bombas, las balas y la muerte.

“El acuerdo de Europa con Turquía se firmó para el 20 de marzo. Esperé todo lo que pude a que ella llegara, pero nunca lo hizo. Crucé el día 21, solo, y nunca más supe de ella”.

Me mantuve en silencio, porque lo creí conveniente, y porque corría el riesgo de romper a llorar si articulaba palabra.

“Como ya no puedo reencontrarme con ella, mi vida no tiene sentido”, añadió.

Quise hacerle ver que siempre había algo por lo que luchar, pero no supe cómo.

“En 2008 perdí el contacto con mi familia, al alistarme en el Ejército Libre, y más adelante perdí a la mujer a la que quería y mi mano. Ya no me queda nada más que perder.”

Me sentía una ingenua sentada frente a un superviviente. Me quedé sin palabras. Sabía que no podía hacerme la menor idea de todo lo que él había visto y sentido. Quería que me contase todo, quería entenderle, sumergirme en su mente y explorar cada rincón oculto, cada resquicio de memoria, cada momento de felicidad aislado dentro de aquella pesadilla de vida. Me habría gustado decirle que le entendía, pero no lo hacía. Nadie como yo puede entender a alguien como él. Esa era la diferencia abismal que nos separaba. Y esa era, precisamente, la razón por la que quizás yo pudiese ayudarle.

“Si te contara todo lo que he vivido, caerías en depresión, no podrías soportarlo”, me dijo. Y le reté.

La tensión se respiraba en el aire. Esperaban en silencio dentro del coche a que aquel hombre saliese por la puerta. Todo estaba listo. Todo estaba milimétricamente planeado. La sed de venganza empañaba los cristales. Y llegó el momento. La puerta se abrió y a su vez las puertas del coche en el que esperaban. Todo sucedió rápido.

Al poco rato estaban en la casa del susodicho. Él atado de pies y manos en su propio salón. Su mujer implorando desesperadamente el perdón de sus atacantes, abrazando a su hijo, el cual estaba también presente. “No podemos perdonarle, ha hecho demasiado daño”. “Él no tuvo compasión por nadie y nosotros tampoco la tendremos con él”. “Es hora de acabar con esto”.

El aire se cortó por cinco balas que chocaron contra su cuerpo y por el grito ahogado de la mujer, que, de rodillas en el suelo, protegía con sus brazos a su hijo, tapándole los ojos. Las lágrimas surcaron su cara malherida, las marcas moradas alrededor de sus mejillas. Si había algo peor que ser maltratada, era ser viuda. O quizás ella no lo supiese y, a partir de aquel momento, el mundo fuese un lugar mejor. El hombre desplomado en el suelo, sangrando por cada uno de los agujeros que aquellos jóvenes habían hecho en su cuerpo. La sangre caliente brotaba de ellos empapando la ropa, formando un enorme charco oscuro en el suelo de la casa.

No podía creerlo. No había sido consciente, hasta el momento, de que estaba hablando con un asesino. De que muchas de las personas que había conocido también lo eran. Me di cuenta en ese instante de que todo es demasiado relativo. De que vivimos en una sociedad en que se categoriza todo de manera polarizada. Los buenos y los malos. Los que hacen la paz y los que hacen la guerra. ¿Qué pasa entonces en los países en que matar está a la orden del día?

Con cada pequeña historia que él me contaba, algo en mi cabeza se iba desbloqueando. Como si desde el día en que nací alguien hubiese impuesto ideas inalterables en mi mente, que ahora se estaban quebrando. Los pilares de mi educación se estaban desestabilizando, tenía que aprender a mantener el equilibrio, a ser relativa, a adaptarme al contexto. Era todo un reto para mí, pero tampoco tenía otra opción.

“He enterrado a muchas personas inocentes, incluidos amigos míos y ninguno de ellos olía mal. Sin embargo, cuando matamos a este hombre, la casa apestaba. Olía tan mal por todas las cosas malas que había hecho.”

Me habría gustado conocer la versión de los hechos desde otro punto de vista. Pero, además de ser imposible, estoy segura de que no conseguiría unificarla en una misma historia. Por desgracia esto era solo un episodio entre otros muchos que suceden en la misma ciudad, en el mismo país, y cada segundo que pasa. Fue una pequeña milésima de lo que esa mirada guardaba, algo que escogió contarme, como podría haberme contado cualquier otra cosa menos o incluso más terrible.

Esa noche me marché a casa con una sensación imposible de describir. De tristeza, de miedo, de rabia, de impotencia. Estuve a punto de perder la fe en los seres humanos, pero entonces recordé cómo ese mismo chico, unos días antes, me había advertido del peligro que corría. Apenas le conocía, ni él a mí, y se molestó en preocuparse y alertarme. De qué no viene al caso, lo importante es que ese chico que decía tener el corazón negro, y ser un caso perdido, no lo era. Simplemente era un chico al que el desastre le había cogido desprevenido, ahora era un adulto prematuro con demasiadas experiencias de bagaje. Había perdido las ganas de vivir, incluso de morir. Se dejaba llevar por la vida, sin importarle las consecuencias de sus actos. Muchos me habían hablado de él como un sin remedio y yo me había negado a verlo así. Si realmente lo era, quería descubrirlo con mis propios ojos, y si no, probaría que se equivocaban. En mi opinión, todo aquel que piensa que algo no tiene solución, se equivoca.

La guerra destruye todo a su paso. Los edificios, los hogares, pueden levantarse después, pero lo más difícil de reconstruir son las vidas. Yo no sé lo que es perder absolutamente todo y a todos los que querías, estar solo en un país cuya cultura es completamente distinta, del que me habían prometido maravillas y en el que ahora estoy retenido como si fuera un animal de zoo. Yo no sé lo que es estar perdido y sentir que sigo vivo gracias a la caridad de otros, sentir que soy inferior a las personas que caminan frente a mí, sentir que tengo que estar agradecido por algo que yo nunca quise. No sé lo que es romper con una vida para empezar otra desde cero, ni sé cómo se hace. No sé cómo se siente al llamarte “refugiado”, al recibir miradas de compasión desde el otro lado de unas gafas de marca, no sé qué se siente cuando de repente aparece alguien que te dice “soy voluntario y vengo a ayudaros”, ¿a ayudarnos cómo? No sé qué se siente al entablar amistad con uno de esos seres enormemente compasivos que vienen a prestarte su apoyo durante unos días y después se marchan para continuar con sus vidas acomodadas. No sé cómo es ser una persona refugiada, pero quiero saberlo. Quiero integrarme en sus vidas, quiero ser parte de ellos y no mirarles por encima del hombro, quiero sentir las penas y las alegrías como ellos y ellas puedan sentirlas y dejar de lado la sonrisa paternalista de quienes solo van para tenderles una mano desde arriba.

En este fragmento solo cuento una pequeña parte de lo que escuché durante apenas unas horas. Es un caso real, aunque haya decidido adornar el relato. Son solo dos episodios de otros tantos que me contó y de otros tanto que no me contó. Son dos episodios muy distintos entre sí pero de una misma persona. Una persona con una historia única y especial, como lo son el resto de historias, unidas todas por una situación que les pone en desventaja.

[alaya_toggle status="off" title=""]Publicado en el blog de Eva Serós.[/alaya_toggle]

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